Con la llegada de los teules se extinguieron
para siempre las culturas aborígenes de la antigua Orinoquía. La crueldad y
ambición de los invasores acabó con las vidas de los nativos, con el río y el
lago y con las montañas mismas. Los espíritus de la naturaleza, justicieros y
vengativos, erradicaron a los teules con plagas terribles mientras auguraban a
sus hijos tiempos de prados verdes. Tras la hecatombe, a la que no sobrevivió
ninguna de las razas, sólo quedaron las leyendas escritas en piedra o en pieles
de cordero y leopardo. Sólo milenios después, al regreso de Patascoy se leerán
de nuevo y la voz del profeta resucitará los mitos y los hechos históricos.
LECTURA DE BITÁCORA DÍA: 6748
DE LA LEYENDA DEL
LAGO GUAMUEZ. DE CÓMO SE ENCONTRARON LA HIJA DE LA MONTAÑA Y EL HIJO DEL RÍO Y DE SU FUGAZ
FELICIDAD.
La canoa comulgaba con las olas.
Era una mañana espléndida en el lago Guamuez, regalada por los dioses como
obsequio de bodas para la joven cuyo rostro cortaba la niebla sobre la
corriente. Naetoa, séptima hija del cacique Uzmán, vestida con trajes de lana
de vicuña, con el largo cabello atado por una cinta de fibra de maguey y plumas
de colibrí, encabezaba en la proa de su canoa nupcial la flotilla de parientes
y amigos que la acompañaban al ansiado día.
En el centro de las aguas se
levantaba majestuosa la isla de la
Corota, el corazón del lago. En ella, rodeado de las
maravillosas plantas que sólo allí crecían, esperaba impaciente Ceotán, el
primer nieto del Chamán del Sur. Llevaba una diadema de oro que contrastaba con
su piel cobriza y con la túnica teñida con tinto, típica de los grandes
acontecimientos. El muchacho, respirando nervioso, aguardaba a su prometida
mientras sus sandalias dibujaban una y otra vez un círculo en el musgo.
Naetoa fue la primera en pisar
tierra. El cacique bajó pronto y la tomó de la mano. Luego, sus hermanas
menores y amigas limpiaron de hojarascas el sendero que debía recorrer en busca
de su amado. Atrás suyo, llevando varias cestas con presentes, cantaban los
casados de la familia con tambores y quenas típicas. Los mirlos, habituales
colonos de la isla, acompañaron la cohorte durante todo el camino. Cuando
Ceotán escuchó el murmullo de la música a través de la arboleda tomó una gran
bocanada de aire y trató de controlar sus nervios. Sintió entonces una mano
firme pero suave en su hombro. Su abuelo, el Chamán del Sur, le sonreía con la
sabiduría de los ancianos.
La ceremonia fue sencilla y bonita.
Naetoa llegó al claro de la isla precedida por la música de su familia. Ceotán
la recibió en un respetuoso silencio mientras sus parientes aguardaban unos
metros atrás. Luego, las mismas jovencitas que habían limpiado las hojas del
camino empezaron a bailar con la sutil cadencia de los pueblos de las montañas,
agachando las cabezas y meneándose con el movimiento de las olas del lago. Los
tambores seguían el palpitar del corazón de Ceotán, que vio cómo su prometida
se unía al círculo de bailarinas que se formaba a su alrededor. Entonces, él
mismo siguió con sus pies torpes la danza ceremonial. Las quenas imitaban el
sonido de la selva y el cacique y el chamán se miraban con complacencia. De
pronto, Ceotán introdujo la mano en su pecho y extrajo un pequeño tubo trenzado
de paja con símbolos mágicos. Se acercó a una niña que bailaba con las muñecas
adornadas con semillas, pero ella se hizo para atrás. Intentó hacer lo mismo
con otra de las bailarinas, quien lo esquivó de la misma manera. Una por una,
las muchachas se escabullían cuando, agachado como todos los que caminan contra
el viento, Ceotán las abordaba con su misterioso artilugio. Por fin, sólo quedó
Naetoa, quien dejó que su prometido se le acercara, bailó con él al compás de
las cañas, tomó el artilugio y lo guardó en su seno dorado. En ese momento, la
música se detuvo.
El Chamán del Sur entró en el
claro. Tras él, los parientes de Ceotán dejaron en el suelo canastas llenas de
oro, plata y esmeraldas excavadas de lo profundo de las montañas. Todo el
conjunto tenía tres veces el peso de Naetoa, era la dote tradicional de la
tribu. A su vez, a una seña del cacique Uzmán la familia de Naetoa presentó
cestas con flores, símbolo de pureza; y maíz, símbolo de fecundidad. Los novios
se tomaron de la mano mientras el Chamán del Sur enarbolaba una larga vara
adornada con plumas de guacamaya y semillas de motilón. Murmuró antiguas
plegarias a Pachamama y Patascoy y quemó algunas hierbas mientras agitaba su
bordón entre augurios. Tras esto, presentó dos cuencos a los enamorados. Naetoa
tomó uno con ungüento negro extraído del árbol de anturio, se untó el dedo pulgar
de la mano izquierda y trazó una línea sobre la frente de Ceotán. Él hizo lo mismo
con la crema blanca de corteza de arrayán del otro cuenco. El canto de la quena
y de los tambores retumbó de nuevo mientras los enamorados empezaban su danza
ritual. Naetoa usó entonces el tubo de juncos tejidos, lo presentó a Ceotán y
éste metió su dedo índice en él, quedando atrapado. La feliz india, sin dejar
de bailar, salió del claro y haló a su amado hasta lo profundo de la selva,
donde pasarían su primera noche entre serenatas milenarias y nidos de turpiales.
Rato después, los parientes
compartían las viandas tradicionales en un opíparo festejo alrededor de la
fogata. El cacique Uzmán, dichoso por su hija, pasaba lozas con chicha y
tostadas de maíz chulpe. Los primos de Naetoa habían cantado por horas y
merecían un descanso. Entonces, una de las pequeñas que ayudó a limpiar la
hojarasca se acercó al Chamán del Sur.
-Por qué la gente se casa aquí,
tan lejos de las aldeas?
El viejo chamán sonrió. Pasó una
mano arrugada sobre los cabellos de la niña y despejó algunas hojas que yacían
enredadas en ellos.
-Es la tradición. -Contestó con
la voz del que ha vivido más años de los necesarios.
-Por qué?
El viejo amplió su sonrisa.
Recordó los lejanos años de su niñez, cuando su padre le narraba las historias
de sus ancestros. Quizá vio en la niña la chispa necesaria para perpetuar las
tradiciones, o quizá simplemente quiso divertirse como todos los que celebraban
la suerte de los enamorados. En todo caso, se sentó con las piernas cruzadas,
como solía hacerlo para conversar con la Pachamama, y entonó un grave murmullo que se
extendió justo el tiempo necesario para que la concurrencia callara y se
acomodara a su alrededor.
“Todo empezó tras el despertar
del mundo, cuando las cordilleras eran jóvenes y Patascoy acababa de
desvanecerse entre ellas. Del seno de Pachamama, la que con su amor regala
vida, nació la criatura más bella del bosque, la hija de la montaña. Las aves
le ofrendaron con su canto la lana para sus cabellos, los árboles le ofrecieron
sus suaves cortezas para acariciar su piel, las joyas le regalaron su don en la
mirada, y el mismo sol resplandeció en su rostro para que alumbrara al bosque
en las noches sin luna. La niña se llamó María Paula y fue criada por las
criaturas silvestres, quienes le enseñaron la tierra donde el verde es de todos
los colores. María Paula creció gozosa entre el perfume omnipresente.
En otro lado, muy, muy lejos,
donde no llegaba el abrazo de la cordillera y sólo se extendía el llano rojizo,
existía el Orinoco, el río más grande de la tierra. Era tan enorme que desde una
orilla no se alcanzaba a ver la otra. Y vivían en él tantos seres que podía
competir con la misma selva que crecía en su ribera. El sol se bañaba en él y
dibujaba en el cielo atardeceres de color rubí y amatista. La brisa era cálida
y agradecida, y en las noches el reflejo de la luna jugaba con las olas. De ese
río lleno de magia nació un joven gallardo y valiente, con el cabello oscuro
como la noche, la voz cálida como los arreboles y la piel del color de los
llanos aventureros. Su nombre era Oscar.
Durante muchos años, María Paula
y Oscar vivieron con la naturaleza. Ella cobijada por las montañas y él desnudo
por el río. Cada uno ignoraba la existencia del otro. Y nada habría sucedido de
no haber sido por el viento que bajó de las cumbres. Helado y cruel, descendió
por las laderas hasta el caluroso llano donde dulcificó su carácter. Entonces,
entre sus briznas, dejó escapar las historias que traía desde tan lejos. Habló
del país de las cordilleras, del gran volcán nevado y de la hermosa señorita
que jugueteaba entre las plantas del páramo. La voz corrió entre las serpientes
y los jaguares y llegó hasta el río, donde Oscar escuchó los rumores. Sintió
curiosidad por las montañas y no entendió el concepto del frío. Pero lo que más
le atrajo fue la descripción de María Paula.
Por mucho tiempo, Oscar se
resignó a imaginarla. Casi podía verla columpiándose entre los enormes árboles
o nombrando el mundo desde la cima del nevado. A veces olvidaba nadar en el río
y los caimanes y delfines se entristecían. Solía mirar los atardeceres sin parpadear
tratando de encontrar la piel de la muchacha en los arreboles de fuego. Por
fin, hechizado por el recuerdo que no tenía, decidió dejar su río sagrado para contemplar,
al menos por una vez, a la maravillosa criatura. Ató con una cinta su melena
negra y, sin despedirse de nadie, partió en su búsqueda.
Oscar caminó durante muchos
años. Atravesó colinas menores, valles reverdecidos y lagunas tímidas, pero no
encontraba las majestuosas montañas de las que había oído hablar. Por fin, tras
mucho errar, se enfrentó a la imponente cordillera que guardaba en sus entrañas
a María Paula. Con las manos desnudas escaló terribles riscos, soportando el
helaje con su piel dorada. Varias veces sintió que le faltaban fuerzas y que
quería volver a su río, a nadar con los peces y a jugar al escondite con los
jaguares. Pero la imagen de la criatura orgullo de la creación era más fuerte
que él mismo y lo impulsaba a seguir adelante. Así, continuó a pesar del frío y
el cansancio. Y un día, al llegar a la cima de un monte inexpugnable, la vio.
María Paula dormía sobre un
lecho de musgo. Varios animales del bosque se habían juntado a su alrededor
para brindarle calor y con los ronquidos de todos se generaba una melodía que
arrullaba a la naturaleza misma. La hierba le nacía en el cabello y el rocío
susurraba en sus labios. Oscar se quedó mirándola en silencio por mucho, mucho
rato, asombrado de la inconmensurable belleza de la muchacha. Entonces su río ancestral
le pareció pequeño y los atardeceres irrepetibles se le antojaron pálidos.
Oscar contempló su dormir durante varios días, inmune al frío por la felicidad
que le producía la imagen de Maria Paula. Y, de pronto, en un momento en que
las nubes permitieron asomarse al sol, un rayo de luz acarició el rostro y ella
despertó.
Lo que sucedió a continuación es
difícil de describir. La hija de la montaña bostezó y se desperezó en un ademán
que llenó de flores el lecho de musgo. Los animalitos que cubrían su cuerpo
regresaron lentamente a sus árboles y cuevas mientras ella se restregaba los
ojos con el rocío. Y cuando levantó su faz se encontró con la sorpresa de
Oscar. María Paula lo miró en silencio y conoció de inmediato todas las
leyendas que se narrarían de generación en generación sobre cierto río milenario
y el joven que brotó de sus aguas. El silencio bajo las miradas se prolongó por
tanto tiempo que las flores que brotaron con el despertar de María Paula
alimentaron a los colibríes, arrojaron sus semillas al viento y se marchitaron
entre el húmedo. Durante esas vidas, ambos comprendieron sus voluntades, sus
destinos, y decidieron escapar juntos de la cordillera.
Entretanto, el río majestuoso
había notado la ausencia de Oscar. Ferozmente, preguntó a los delfines, a las
pirañas, a las serpientes, a los jaguares, a las guacamayas y a todos los seres
que habitaban la selva y el llano por el paradero del joven. Éstos le
confesaron que el hijo de las aguas había partido en busca de la hija de la
montaña. El río entró en cólera y decidió vengarse. De la misma manera, las
montañas percibieron que María Paula pretendía abandonarlas. La vieron huir con
un extraño y, enceguecidas por los celos, la cercaron. En un terremoto como
nunca se había sentido desde el alumbramiento de Pachamama, las cumbres se
movieron alrededor de los jóvenes y los encerraron entre riscos afilados y picos
inalcanzables.
María Paula miraba asustada la
venganza de las montañas cuando sintió que Oscar le apretaba la mano embebido
por un temor aún mayor. Entre los ecos del sismo, escucharon un rumor
siniestro, un murmullo que crecía a cada momento y que auguraba una desgracia.
Desde un cañón entre la cordillera, el Orinoco se desguazaba celoso e
implacable. Él mismo parecía una montaña de agua turbia por la furia y el
volumen de su caudal. María Paula y Oscar se abrazaron con fuerza y sintieron
el peso del río sobre sus espaldas mientras los montes cerraban el cañón para
que no pudieran escapar.
De esta manera, de los celos del
lejano Orinoco y las poderosas montañas fue como se creó el lago Guamuez”
El Chamán del Sur apoyó su vara
en el suelo como seña de que había terminado su narración. Varios murmullos
respetuosos surgieron entre los asistentes, pero una vocecilla no se resignó a
su curiosidad.
-Pero, si así se creó el lago,
cómo apareció la isla?
Aunque la mayoría de los
presentes consideró una falta de respeto la pregunta de la chiquilla, el viejo
chamán sonrió de nuevo y reconoció en su tozudez la centella que llevaría
leyendas a sus descendientes.
-La isla se formó de la siguiente
manera. A pesar del poder del río y la montaña, no pudieron ahogar el abrazo de
Oscar y María Paula. El amor de ellos fue más fuerte que la corriente del agua
y el helaje de la cordillera, y fue tan firme que con el pasar de los siglos
sobresalió de las olas y se convirtió en la isla en la que estamos ahora.
-Ya veo. -Contestó ella. -Y es
por eso que las tribus vienen hasta aquí para casarse, cierto?
El chamán asintió y, ante la
sorpresa de la familia del cacique Uzmán, tomó un poco del ungüento de arrayán
y trazó una línea roja en la frente de la niña.
Esta muy bonito el cuento profe. me puso a soñar y a imaginar todos esos paisajes que usted narra. Felicitaciones.
ResponderEliminarMuy bueno Oscar
ResponderEliminarQue espectáculo de cuento!
ResponderEliminarMágico.
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