4 feb 2014

Un cuento de Ella, mi Sueño y el Mar

Con la llegada de los teules se extinguieron para siempre las culturas aborígenes de la antigua Orinoquía. La crueldad y ambición de los invasores acabó con las vidas de los nativos, con el río y el lago y con las montañas mismas. Los espíritus de la naturaleza, justicieros y vengativos, erradicaron a los teules con plagas terribles mientras auguraban a sus hijos tiempos de prados verdes. Tras la hecatombe, a la que no sobrevivió ninguna de las razas, sólo quedaron las leyendas escritas en piedra o en pieles de cordero y leopardo. Sólo milenios después, al regreso de Patascoy se leerán de nuevo y la voz del profeta resucitará los mitos y los hechos históricos.  

LECTURA DE BITÁCORA DÍA: 6748
DE LA LEYENDA DEL LAGO GUAMUEZ. DE CÓMO SE ENCONTRARON LA HIJA DE LA MONTAÑA Y EL HIJO DEL RÍO Y DE SU FUGAZ FELICIDAD.

La canoa comulgaba con las olas. Era una mañana espléndida en el lago Guamuez, regalada por los dioses como obsequio de bodas para la joven cuyo rostro cortaba la niebla sobre la corriente. Naetoa, séptima hija del cacique Uzmán, vestida con trajes de lana de vicuña, con el largo cabello atado por una cinta de fibra de maguey y plumas de colibrí, encabezaba en la proa de su canoa nupcial la flotilla de parientes y amigos que la acompañaban al ansiado día.
     En el centro de las aguas se levantaba majestuosa la isla de la Corota, el corazón del lago. En ella, rodeado de las maravillosas plantas que sólo allí crecían, esperaba impaciente Ceotán, el primer nieto del Chamán del Sur. Llevaba una diadema de oro que contrastaba con su piel cobriza y con la túnica teñida con tinto, típica de los grandes acontecimientos. El muchacho, respirando nervioso, aguardaba a su prometida mientras sus sandalias dibujaban una y otra vez un círculo en el musgo.
    Naetoa fue la primera en pisar tierra. El cacique bajó pronto y la tomó de la mano. Luego, sus hermanas menores y amigas limpiaron de hojarascas el sendero que debía recorrer en busca de su amado. Atrás suyo, llevando varias cestas con presentes, cantaban los casados de la familia con tambores y quenas típicas. Los mirlos, habituales colonos de la isla, acompañaron la cohorte durante todo el camino. Cuando Ceotán escuchó el murmullo de la música a través de la arboleda tomó una gran bocanada de aire y trató de controlar sus nervios. Sintió entonces una mano firme pero suave en su hombro. Su abuelo, el Chamán del Sur, le sonreía con la sabiduría de los ancianos.
     La ceremonia fue sencilla y bonita. Naetoa llegó al claro de la isla precedida por la música de su familia. Ceotán la recibió en un respetuoso silencio mientras sus parientes aguardaban unos metros atrás. Luego, las mismas jovencitas que habían limpiado las hojas del camino empezaron a bailar con la sutil cadencia de los pueblos de las montañas, agachando las cabezas y meneándose con el movimiento de las olas del lago. Los tambores seguían el palpitar del corazón de Ceotán, que vio cómo su prometida se unía al círculo de bailarinas que se formaba a su alrededor. Entonces, él mismo siguió con sus pies torpes la danza ceremonial. Las quenas imitaban el sonido de la selva y el cacique y el chamán se miraban con complacencia. De pronto, Ceotán introdujo la mano en su pecho y extrajo un pequeño tubo trenzado de paja con símbolos mágicos. Se acercó a una niña que bailaba con las muñecas adornadas con semillas, pero ella se hizo para atrás. Intentó hacer lo mismo con otra de las bailarinas, quien lo esquivó de la misma manera. Una por una, las muchachas se escabullían cuando, agachado como todos los que caminan contra el viento, Ceotán las abordaba con su misterioso artilugio. Por fin, sólo quedó Naetoa, quien dejó que su prometido se le acercara, bailó con él al compás de las cañas, tomó el artilugio y lo guardó en su seno dorado. En ese momento, la música se detuvo.
    El Chamán del Sur entró en el claro. Tras él, los parientes de Ceotán dejaron en el suelo canastas llenas de oro, plata y esmeraldas excavadas de lo profundo de las montañas. Todo el conjunto tenía tres veces el peso de Naetoa, era la dote tradicional de la tribu. A su vez, a una seña del cacique Uzmán la familia de Naetoa presentó cestas con flores, símbolo de pureza; y maíz, símbolo de fecundidad. Los novios se tomaron de la mano mientras el Chamán del Sur enarbolaba una larga vara adornada con plumas de guacamaya y semillas de motilón. Murmuró antiguas plegarias a Pachamama y Patascoy y quemó algunas hierbas mientras agitaba su bordón entre augurios. Tras esto, presentó dos cuencos a los enamorados. Naetoa tomó uno con ungüento negro extraído del árbol de anturio, se untó el dedo pulgar de la mano izquierda y trazó una línea sobre la frente de Ceotán. Él hizo lo mismo con la crema blanca de corteza de arrayán del otro cuenco. El canto de la quena y de los tambores retumbó de nuevo mientras los enamorados empezaban su danza ritual. Naetoa usó entonces el tubo de juncos tejidos, lo presentó a Ceotán y éste metió su dedo índice en él, quedando atrapado. La feliz india, sin dejar de bailar, salió del claro y haló a su amado hasta lo profundo de la selva, donde pasarían su primera noche entre serenatas milenarias y nidos de turpiales.
    Rato después, los parientes compartían las viandas tradicionales en un opíparo festejo alrededor de la fogata. El cacique Uzmán, dichoso por su hija, pasaba lozas con chicha y tostadas de maíz chulpe. Los primos de Naetoa habían cantado por horas y merecían un descanso. Entonces, una de las pequeñas que ayudó a limpiar la hojarasca se acercó al Chamán del Sur.
     -Por qué la gente se casa aquí, tan lejos de las aldeas?
El viejo chamán sonrió. Pasó una mano arrugada sobre los cabellos de la niña y despejó algunas hojas que yacían enredadas en ellos.
     -Es la tradición. -Contestó con la voz del que ha vivido más años de los necesarios.
     -Por qué?
    El viejo amplió su sonrisa. Recordó los lejanos años de su niñez, cuando su padre le narraba las historias de sus ancestros. Quizá vio en la niña la chispa necesaria para perpetuar las tradiciones, o quizá simplemente quiso divertirse como todos los que celebraban la suerte de los enamorados. En todo caso, se sentó con las piernas cruzadas, como solía hacerlo para conversar con la Pachamama, y entonó un grave murmullo que se extendió justo el tiempo necesario para que la concurrencia callara y se acomodara a su alrededor.
     “Todo empezó tras el despertar del mundo, cuando las cordilleras eran jóvenes y Patascoy acababa de desvanecerse entre ellas. Del seno de Pachamama, la que con su amor regala vida, nació la criatura más bella del bosque, la hija de la montaña. Las aves le ofrendaron con su canto la lana para sus cabellos, los árboles le ofrecieron sus suaves cortezas para acariciar su piel, las joyas le regalaron su don en la mirada, y el mismo sol resplandeció en su rostro para que alumbrara al bosque en las noches sin luna. La niña se llamó María Paula y fue criada por las criaturas silvestres, quienes le enseñaron la tierra donde el verde es de todos los colores. María Paula creció gozosa entre el perfume omnipresente.
     En otro lado, muy, muy lejos, donde no llegaba el abrazo de la cordillera y sólo se extendía el llano rojizo, existía el Orinoco, el río más grande de la tierra. Era tan enorme que desde una orilla no se alcanzaba a ver la otra. Y vivían en él tantos seres que podía competir con la misma selva que crecía en su ribera. El sol se bañaba en él y dibujaba en el cielo atardeceres de color rubí y amatista. La brisa era cálida y agradecida, y en las noches el reflejo de la luna jugaba con las olas. De ese río lleno de magia nació un joven gallardo y valiente, con el cabello oscuro como la noche, la voz cálida como los arreboles y la piel del color de los llanos aventureros. Su nombre era Oscar.
     Durante muchos años, María Paula y Oscar vivieron con la naturaleza. Ella cobijada por las montañas y él desnudo por el río. Cada uno ignoraba la existencia del otro. Y nada habría sucedido de no haber sido por el viento que bajó de las cumbres. Helado y cruel, descendió por las laderas hasta el caluroso llano donde dulcificó su carácter. Entonces, entre sus briznas, dejó escapar las historias que traía desde tan lejos. Habló del país de las cordilleras, del gran volcán nevado y de la hermosa señorita que jugueteaba entre las plantas del páramo. La voz corrió entre las serpientes y los jaguares y llegó hasta el río, donde Oscar escuchó los rumores. Sintió curiosidad por las montañas y no entendió el concepto del frío. Pero lo que más le atrajo fue la descripción de María Paula.
     Por mucho tiempo, Oscar se resignó a imaginarla. Casi podía verla columpiándose entre los enormes árboles o nombrando el mundo desde la cima del nevado. A veces olvidaba nadar en el río y los caimanes y delfines se entristecían. Solía mirar los atardeceres sin parpadear tratando de encontrar la piel de la muchacha en los arreboles de fuego. Por fin, hechizado por el recuerdo que no tenía, decidió dejar su río sagrado para contemplar, al menos por una vez, a la maravillosa criatura. Ató con una cinta su melena negra y, sin despedirse de nadie, partió en su búsqueda.
     Oscar caminó durante muchos años. Atravesó colinas menores, valles reverdecidos y lagunas tímidas, pero no encontraba las majestuosas montañas de las que había oído hablar. Por fin, tras mucho errar, se enfrentó a la imponente cordillera que guardaba en sus entrañas a María Paula. Con las manos desnudas escaló terribles riscos, soportando el helaje con su piel dorada. Varias veces sintió que le faltaban fuerzas y que quería volver a su río, a nadar con los peces y a jugar al escondite con los jaguares. Pero la imagen de la criatura orgullo de la creación era más fuerte que él mismo y lo impulsaba a seguir adelante. Así, continuó a pesar del frío y el cansancio. Y un día, al llegar a la cima de un monte inexpugnable, la vio.
      María Paula dormía sobre un lecho de musgo. Varios animales del bosque se habían juntado a su alrededor para brindarle calor y con los ronquidos de todos se generaba una melodía que arrullaba a la naturaleza misma. La hierba le nacía en el cabello y el rocío susurraba en sus labios. Oscar se quedó mirándola en silencio por mucho, mucho rato, asombrado de la inconmensurable belleza de la muchacha. Entonces su río ancestral le pareció pequeño y los atardeceres irrepetibles se le antojaron pálidos. Oscar contempló su dormir durante varios días, inmune al frío por la felicidad que le producía la imagen de Maria Paula. Y, de pronto, en un momento en que las nubes permitieron asomarse al sol, un rayo de luz acarició el rostro y ella despertó.
     Lo que sucedió a continuación es difícil de describir. La hija de la montaña bostezó y se desperezó en un ademán que llenó de flores el lecho de musgo. Los animalitos que cubrían su cuerpo regresaron lentamente a sus árboles y cuevas mientras ella se restregaba los ojos con el rocío. Y cuando levantó su faz se encontró con la sorpresa de Oscar. María Paula lo miró en silencio y conoció de inmediato todas las leyendas que se narrarían de generación en generación sobre cierto río milenario y el joven que brotó de sus aguas. El silencio bajo las miradas se prolongó por tanto tiempo que las flores que brotaron con el despertar de María Paula alimentaron a los colibríes, arrojaron sus semillas al viento y se marchitaron entre el húmedo. Durante esas vidas, ambos comprendieron sus voluntades, sus destinos, y decidieron escapar juntos de la cordillera.
     Entretanto, el río majestuoso había notado la ausencia de Oscar. Ferozmente, preguntó a los delfines, a las pirañas, a las serpientes, a los jaguares, a las guacamayas y a todos los seres que habitaban la selva y el llano por el paradero del joven. Éstos le confesaron que el hijo de las aguas había partido en busca de la hija de la montaña. El río entró en cólera y decidió vengarse. De la misma manera, las montañas percibieron que María Paula pretendía abandonarlas. La vieron huir con un extraño y, enceguecidas por los celos, la cercaron. En un terremoto como nunca se había sentido desde el alumbramiento de Pachamama, las cumbres se movieron alrededor de los jóvenes y los encerraron entre riscos afilados y picos inalcanzables.
     María Paula miraba asustada la venganza de las montañas cuando sintió que Oscar le apretaba la mano embebido por un temor aún mayor. Entre los ecos del sismo, escucharon un rumor siniestro, un murmullo que crecía a cada momento y que auguraba una desgracia. Desde un cañón entre la cordillera, el Orinoco se desguazaba celoso e implacable. Él mismo parecía una montaña de agua turbia por la furia y el volumen de su caudal. María Paula y Oscar se abrazaron con fuerza y sintieron el peso del río sobre sus espaldas mientras los montes cerraban el cañón para que no pudieran escapar.
     De esta manera, de los celos del lejano Orinoco y las poderosas montañas fue como se creó el lago Guamuez”
    El Chamán del Sur apoyó su vara en el suelo como seña de que había terminado su narración. Varios murmullos respetuosos surgieron entre los asistentes, pero una vocecilla no se resignó a su curiosidad.
     -Pero, si así se creó el lago, cómo apareció la isla?
    Aunque la mayoría de los presentes consideró una falta de respeto la pregunta de la chiquilla, el viejo chamán sonrió de nuevo y reconoció en su tozudez la centella que llevaría leyendas a sus descendientes.
    -La isla se formó de la siguiente manera. A pesar del poder del río y la montaña, no pudieron ahogar el abrazo de Oscar y María Paula. El amor de ellos fue más fuerte que la corriente del agua y el helaje de la cordillera, y fue tan firme que con el pasar de los siglos sobresalió de las olas y se convirtió en la isla en la que estamos ahora.
     -Ya veo. -Contestó ella. -Y es por eso que las tribus vienen hasta aquí para casarse, cierto?
     El chamán asintió y, ante la sorpresa de la familia del cacique Uzmán, tomó un poco del ungüento de arrayán y trazó una línea roja en la frente de la niña.

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