5 nov 2013

Ponencia para el VII Encuentro de Escritores Vuelven los Comuneros

Hace varios años, antes del Mundial de Corea-Japón, asistí como relator al Encuentro de Escritores por la Paz de Caicedonia. Varias figuras de la literatura nacional a quienes no mencionaré ahora estuvieron en esa bella población. Fuimos a colegios, hablamos con estudiantes y vecinos sobre la injusticia social, el sinsentido de la guerra y, por supuesto, la paz. Se redactó un documento altisonante con muchas esdrújulas y por la noche, para celebrar nuestro aporte a la conciliación nacional, nos tomamos unas cervezas entre anécdotas, citas imaginarias y carcajadas. Curiosamente, esa misma noche hubo un concierto de un cantante de música de carrilera al que tampoco voy a mencionar y algunas personas del pueblo también decidieron tomarse unos tragos ante sus desafinadas canciones. Para no alargar la historia, esa noche en el parque algunos de nosotros hablábamos de literatura cuando escuchamos lo que parecía pólvora y en realidad eran disparos. Al otro día supimos que mientras nosotros disertábamos sobre las letras y la paz, un par de parroquianos se habían agarrado a golpes y balazos. Uno de ellos murió. Un lector menos.
     Parecerá cursi, pero durante todo el viaje de regreso, mientras paliaba el guayabo con una cerveza en lata, estuve pensando en la contradicción de esa noche. De qué sirvieron tantas palabras dichas, tantos aplausos, tantos autógrafos firmados a niños que por un momento pensaron seriamente que podrían ser escritores, si a pocas horas la realidad nos devolvía a nuestro país de asesinatos? Los amigos malsanos que tengo siempre me han molestado por mis libros, porque me invento pendejadas que no interesan a nadie o porque estoy convencido, como quijote rockero, de que las letras que escribo sobrevivirán al tiempo y moverán conciencias en un futuro. Pero eso es lo que hacemos los escritores, no? Nos dejamos llevar por nuestra vocación de casandras y le gritamos al mundo toda su porquería, pero no nos hacen caso. Al final, terminamos en eventos como éste, celebrando nuestras letras, aplaudiéndonos entre nosotros mismos, recitando versos de hace cien años y brindando por autores que ya murieron.
     Pero, para equilibrar, también tengo una anécdota positiva. Hace apenas un par de meses recibí un correo electrónico de una señora que se identificó como profesora de un colegio al que, según ella, yo había visitado en alguna de las innumerables programaciones culturales a las que me llevado mi carrera como novelista. Me contó que uno de sus estudiantes recién egresados acababa de obtener un premio nacional de poesía y que al llevarlo al colegio como uno de sus alumnos ilustres mencionó que una de las cosas que lo había motivado a escribir había sido la visita del autor Oscar Perdomo Gamboa. Es decir, yo.
     Aunque sé que la anécdota puede parecer sólo un chispazo de narcisismo, en realidad la traigo a colación porque ese muchacho que decidió escribir poemas en lugar de integrarse a una pandilla o desfalcar al estado es la paz de la que hablamos en este encuentro de escritores, la misma que se discutió en Caicedonia mientras Pastrana y las FARC se mentían mutuamente, la misma que hoy anhelan tantos compatriotas pero de la que tanto desconfían, la misma que algunos politicastros usan como discurso de campaña. Y también es la paz que otros aborrecen con el alma, otros con poder para movilizar hombres a sus muertes o para desaparecer los dineros que garantizarían esa paz.
     Recuerdo otra anécdota en un colegio de Ibagué. Antes de la charla con amigos escritores y estudiantes, vi dos muchachas sentadas en el patio del recreo. Mientras rodaban balones y los gritos se multiplicaban, una de ellas le leía a la otra, que estaba recostada en su regazo, las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Ahí, pensé en ese momento, está la paz. En dos niñas que se sumergen en la fantasía y el arte. Una vieja campaña gubernamental decía que el hombre que empuña un azadón nunca empuñará un fusil. Curiosamente, luego hubo una equivalente que rezaba que el niño que juega fútbol no participará en una guerra. Como cada quién tira para su lado, me atreveré a hacer mi propio eslogan: el muchacho que lee, que vive con el arte, que entiende la profundidad de las letras, que es capaz de entrever el alma humana a través de unos trazos de tinta; no podrá arrebatar esa fuerza vital de sus semejantes en un futuro. De acuerdo, de pronto es un poco largo para un eslogan, pero es más o menos lo que todos pensamos.
     Desde luego, excepto los colegas aquí reunidos, probablemente la gran mayoría de personas estarán en desacuerdo conmigo. La paz no se obtiene simplemente leyendo libros, sobre todo con lo caros que están. Ni siquiera se conseguiría si los grupos armados, legales e ilegales, entregaran sus armas. Es evidente que el problema tiene un trasfondo mucho más complicado. Aquí entra la injusticia social, la falta de servicios básicos, salud y educación, etc. Pero eso también es tan obvio como que es mejor leer un libro que ver un reality. De hecho, inevitablemente hemos caído en el eterno círculo vicioso de los derechos y deberes de los ciudadanos, la paradoja en la que la gente no reclama una buena educación porque no ha recibido una buena educación. Así, no podremos tener paz.
     Me hallo entonces, como probablemente todos aquí, en esa encrucijada. Entre la esperanza ilusa de que los jóvenes que hoy lean nuestros libros entiendan el valor de la paz y la vida humana y forjen un nuevo país, y la realidad que diariamente nos arrojan nuestros líderes y conciudadanos. Pero, como lo dije al principio, los escritores somos quijotes y casandras, referentes literarios, como corresponde. Por eso estamos aquí, porque en el fondo de nuestras almas oscuras, de nuestra egolatría y nuestro narcisismo, tenemos la ilusión de que las letras muevan las mentes, escriban la historia, cambien el mundo. Y, claro, también queremos tomarnos las cervezas, celebrar las citas de poetas griegos y regodearnos en nuestro intelecto. Pero eso es después, ahora queremos mantener viva la posibilidad de que esa paz se dé a través de los libros, de los azadones o del fútbol, de lo que sea, pero que aprendamos a vivir sin despojar al vecino, sin elegir a los matarifes, sin celebrar a los asesinos, sin rezarle a los mentirosos, sin matarnos entre nosotros mismos, y que podamos pasar nuestras tardes de ocio leyendo a Lewis Carrol en el regazo de una muchacha.

30 ago 2013

Enemigos Mortales

Lucumí despertó antes que el reloj se lo ordenara. Su cuerpo estaba mejor cronometrado cada día, producto del régimen militar. Se levantó sin producir ruido alguno en la cama para no despertar a Yisele. Aún no amanecía y la tiniebla inundaba la casa, pero eso no impidió que Lucumí se moviera entre los muebles con comodidad. Sabía perfectamente dónde estaba cada silla, cada florero, cada huevo de la cocina, de los que tomó uno y lo echó en una olleta con agua servida desde la noche anterior. Prendió la estufa a gas con un encendedor comprado en el centro por dos mil pesos y esa flama azul iluminó los pasos de Lucumí hacia el baño. La ducha duró el tiempo exacto que demoraba el huevo en cocerse. De camino al cuarto, Lucumí apagó el fogón y puso el huevo en un plato para que se enfriara mientras se vestía. Cuando Yisele se levantó, él terminaba de cepillarse los dientes. Los niños daban sus últimos ronquidos en la habitación contigua. Se despidieron con un beso anticipando los afanes del día.
     A Jaider lo levantó el grito de su mamá. Brincó como un resorte y, como era costumbre, se tiró al piso e hizo cinco lagartijas mientras contaba en inglés. Luego se paró y dio a su vieja un beso en la frente. Hacía años que medía más que ella y, aunque él había acabado de crecer, ella se hacía más pequeña con los años y la ropa ajena que lavaba. Nirdia, a pesar de sus años, sus maridos idos y sus hijos muertos, sonreía porque ese muchacho era el más bello e inteligente de todos los que había conocido. Mientras Jaider se bañaba, ella miró los diplomas en la pared sin repellar de la casa. Siempre el primero de la clase. Becas y condecoraciones. Y en medio del mosaico, la foto de Jaider con toga y birrete. Algo ridículo, reconocía cada vez que la miraba, pero simbolizaba todo lo que su hijo era y podía ser. Le calentó como desayuno los fríjoles con arroz que quedaban de la noche anterior, le echó una manzana en su mochila arhuaca y lo despidió con un beso en la nariz, como lo hacía desde que era bebé.
     En el bus, Lucumí pensaba en la película que había visto sobre África. “Será Lucumí un apellido africano?” Se preguntaba mientras bajaba la loma y veía las señoras que vendían arepas matutinas que se convertirían en minutos a celular por la tarde y empanadas por la noche. Con algo de suerte, la venta sería buena y podrían comprarles cuadernos a sus hijos. Un niño se subió al bus a cantar una ranchera. Tenía buena voz, había que reconocerlo. Quiso darle algo, pero sabía que el muchachito consumiría en bazuco las monedas que obtuviera. Dejó que la filosofía mejicana lo invadiera un momento: “nada vale la vida, la vida no vale nada”. A él le gustaba la salsa pesada, el titicó-titicó. Las rancheras eran para los borrachos y a él le gustaba la rumba sana y larga. Así se enamoró de Yisele, la negra que mejor bailaba en la cuadra. Solía bromear diciendo que trabajaba para comprarle zapatos que le dieran el ritmo. Ya no salían a bailar, pero hacían rumbas en la casa con los amigos donde tronaba el guateque hasta que salía el sol.
     Casi se le escapa el bus. A último momento estiró la mano y se colgó en acrobático salto. Para algo le servían las habilidades aprendidas con los teatreros y cuenteros. Se subió y contó las monedas que le había dado su vieja. Faltaban cincuenta pesos, pero el chofer se los perdonó. Jaider se sentó junto al señor Lucumí, que iba a trabajar. Se saludaron amablemente. A Lucumí le agradaba el muchacho, muy inteligente y servicial. Hacía deporte y no fumaba ni bebía. Además, trabajaba cuando tenía oportunidad y se rebuscaba unos pesos para su mamá. A Lucumí le recordaba su propia juventud. Jaider también apreciaba a Lucumí. Era decente y no se emborrachaba ni le pegaba a su mujer o a sus hijos. Incluso, una vez ayudó a su vieja a destapar la cañería cuando él estaba fuera de la ciudad. Ambos eran hinchas de la mechita y una vez Lucumí lo había invitado a una de sus fiestas caseras y le había celebrado el tumbao. Charlaron brevemente y de lugares comunes mientras el bus dejaba la loma y se adentraba en la ciudad. La situación del equipo era dura, sin duda, y a ese paso nunca iban a salir de la B. La esperanza estaba en el guapireño Arana, que siempre marcaba un gol por partido. Entonces Lucumí se tuvo que bajar. “Suerte, vecino”, se despidieron sin ceremonia.
     Lucumí caminó cinco cuadras hasta la estación. Allí, tras saludar a sus compañeros, pasó a cambiarse; se quitó su ropa de civil, su jean y camisa comprados en oferta en el Rebajón del Único, y se puso el uniforme verde. “Verde como los sapos, pensaba cada vez”. “Ni siquiera es un verde bonito, como el del Deportivo Cali, aunque sea el rival de patio”. Se presentó impecable a la formación. Himno nacional, informe del día, asignaciones, y la misma frase de algún prócer, cuya historia nunca le enseñaron, resaltando el orgullo de defender la patria. Cada vez que la escuchaba, recordaba que en el barrio tenía que ocultar que era policía; era peligroso. Eso le daba tristeza, pues sólo quería que la gente pudiera vivir sin temor a la violencia. Pero para mantener la paz le daban un bolillo, un arma y varias bombas lacrimógenas.
     Tras veinte minutos más en el bus, Jaider llegó a la universidad. No tenía clase tan temprano, pero iba a verse con unos amigos que su mamá ignoraba. La viejita no podía saberlo. Se cumplían dos años de la muerte de Fernely en una pedrea y había que conmemorarlo. A él y a todos los compañeros caídos desde antes de Camilo Torres. Algún día, ojalá con su lucha, se haría la revolución y ya no habría ricos y pobres sino una sociedad con derechos iguales para todos. Pero en el barrio no entenderían nada de eso. Alienados por la televisión y el hambre, pensarían que era un terrorista, como se decía ahora en los medios. Por eso debía mantenerlo en secreto, para proteger a su viejita. Pensaba en esa paradoja mientras humedecía la capucha y revisaba el número de bombas molotov.
     Esa tarde, entre humo y explosiones, Lucumí y Jaider se enfrentaron con odio, como los enemigos mortales que eran, y quisieron aniquilarse.
     Esa noche, entre lomas y olor a empanada, se encontraron y lamentaron que se hubiera lesionado el guapireño Arana.

30 jul 2013

LA REVOLUCIÓN DE LOS CANTOS POPULARES DE MI TIERRA DE CANDELARIO OBESO

Amo yo a la libectá
Como er pájaro a su nío;
Como la flore a la lluvia,
Como ar agua er bocachico.
E mi ley sé como er viento
Y rueño en mi hogá efertivo.

Candelario Obeso y sus Cantos Populares de mi Tierra representaron en su momento, y aún hoy, una ruptura con los cánones estéticos y poéticos del país. De entrada, recordemos que Colombia a duras penas existe. Siempre quisimos ser otro país, una sucursal de España, una nación seudoeuropea, un país homogénico donde todos eran blancos y tenían ojos claros. Y escribían como Víctor Hugo y Baudelaire, claro.      Pero es injusto acusar a los intelectuales de la época de alienados y europeizantes. A fin de cuentas, se estaba construyendo un país, y con partes que no siempre casaban muy bien. Las constituciones se cambiaban cada tres semanas, se pelearon más guerras civiles que en Cien Años de Soledad, los jesuitas vivían con el bagaje al hombro y la esclavitud apenas se abolía. En medio de este torbellino en el que la autenticidad de las letras colombianas era poco menos que inexistente, pues la identidad hacía parte de esa vorágine de inestabilidad y preguntas, es cuando Candelario Obeso hace presencia con sus versos revolucionarios, los que no se someten al proyecto de literatura nacional, a la poesía oficial importada, al paraíso de versos privado. Afirma Carlos Jáuregui de la Universidad de Pittsburgh:
     La poesía de Obeso y la otra, la literatura nacional, pomposa, romántica o de exaltación costumbrista de lo criollo, contrastan (estando ambas dentro del circulo letrado); su contrapunto sirve aquí para resaltar la falacia de la armonía fundacional de Ia nación, una ficción que no se compadece de la inmensa heterogeneidad de Colombia, ni de los procesos jurídicos y literarios de exclusión de las diferencias, ni de los conflictos entre facciones y elites regionales, o entre estas y sectores marginados y populares.
     Revolución? Exagero en el término? No creo. Los poetas tenían muy claro que sólo el idioma podía dar identidad a la confundida patria. Así que se dedicaron a perfeccionar el español al punto de redactar compendios de gramática, diccionarios de galicismos y versos ortográficos como los de José Manuel Marroquín. Colombia buscaba su identidad en el seudoclasicismo de Rafael Nuñez y José Eusebio Caro, el romanticismo tardío de José Joaquín Ortiz y Jorge Isaacs, el amago de épica de Julio Arboleda o en las imitaciones famosas de Rafael Pombo. Y entre los lánguidos camellos, los renacuajos paseadores y las sarnas perrosas aparecieron los bogas del Magdalena con suj voce ejpeciale, las que sólo un hijo momposino podía llevar a la inmortalidad de la literatura. Este atrevimiento, el de mostrar un universo diferente y marginado, pero sobre todo humano, rico y maravilloso, fue el acto revolucionario de las letras de Candelario Obeso. En palabras de Adalberto Bolaño Sandoval de la Universidad del Atlántico:
     La voz de Obeso desentona en medio de esa búsqueda de identidad que pretendían Caro y Cuervo. La autoridad y la retórica pomposa suponían una identidad lingüística - nacional, segregacionista. Obeso, consciente de su ruptura, asumió su papel disruptivo de la memoria oficial, entendiendo que el lenguaje concede la palabra y pone en escena el mito, la leyenda y una cosmovisión polifónica compleja, pero al mismo tiempo fresca, sincrética, renovada, donde la libertad muestra una experiencia de apertura y concepción.
     Obeso sorprende con sus Cantos Populares de mi Tierra por su lenguaje, su fonética y gramática y, sobre todo, por su visión de un mundo nuevo, alejado de la metrópoli gobernante. En una época de tendencias poéticas europeístas, Obeso se sale de esa línea, no pertenece a ningún movimiento literario, crea sólo, iniciático a partir de los valores de su tierra y sus descendientes africanos, tan discriminados y denigrados en el interior del país. Los Cantos se destacan por la ortografía fonética que reproduce el habla de los afrocolombianos de las riberas del Magdalena, quienes son los protagonistas de los versos. Y por ese hecho se le ha atribuido el honor de ser el precursor de la poesía negrista en América . Según la filóloga Eleonora Melani:
     Con sus Cantos rindió homenaje a sus orígenes, al África olvidada que nunca había sido discutida con carácter revalorizado en territorio americano. De hecho, hasta ese momento, siempre que se hablaba de África se citaban simples imágenes de esclavitud y barbarie. Los africanos nunca se habían considerado seres humanos, ni se habían espiado con un catalejo poético que deseaba contar, explicar, mostrar que también ellos eran hombres, con sus sufrimientos, alegrías, su apego a su casa y familia. (…) Exalta la etnia africana no sólo con un habla espuria, sino también con imágenes poéticas a menudo cargadas de dulzura, rabia y ternura.
     La idea de Obeso como precursor de la poesía negrista se da más por su carácter étnico y su temática afro que por los contenidos que cincuenta años más adelante marcarían esa tendencia, cuando Nicolás Guillén, Palés Matos, Césaire y sus epígonos se apoderaron de las voces de los afrodescendientes en el Caribe. Sin embargo, por haberse publicado medio siglo antes y por darse en la fría e ilustrada Bogotá que pretendía ser la Atenas Suramericana y no la sucursal de Mompox, no tuvo el éxito de las tendencias venideras y se quedó al margen de ese movimiento. De hecho, Laurence Prescott, el gran estudioso de Candelario Obeso (en un libro que se publicó un siglo después de su muerte), separa la obra de Obeso de la de los negristas:
     En los Cantos Populares no se oye el sonar de tambores ni de otros instrumentos que repercuten en los versos negristas. Por consiguiente, tampoco hay en aquellos las frecuentes repeticiones, onomatopeyas, jitanjáforas, aliteraciones y palabras sonoras de origen africano que caracterizan el negrismo poético. La profusión de estos elementos rítmicos comprueban una mayor preocupación por realizar efectos musicales que por indagar la intimidad del negro. Los negristas se interesan más en la forma y la técnica de la poesía que en el fondo y la semántica. En Obeso hay una armonía, un equilibrio entre el fondo y la forma. (…) Obeso no describe al negro; no escribe sus poemas en tercera persona. Deja que el yo del negro mismo actúe, cante, se exprese, no para divertir al otro sino para que el otro conozca al negro en su intimidad y llegue a apreciar los valores que encarna .
     Cuando el poemario de Obeso irrumpe en la escena poética bogotana sorprende gratamente. No eran nuevas las miradas románticas a los espacios bucólicos, pero sí innovaba el manejo del lenguaje y la fuerza de la pluma. Hasta ese entonces, se habían escrito ensayos y cuadros de costumbres, a veces en verso, que inevitablemente repetían la visión del cachaco sobre el río Magdalena y sus habitantes, no pocas veces con tintes racistas y excluyentes. Autores como Rufino Cuervo y Manuel María Madiedo publicaron varios textos en donde bogas, campesinos y afros eran mirados desde el altiplano. Explican Javier Ortiz Cassiani y Lázaro Valdelamar Sarabia:
     En la escena literaria nacional ya existía una tradición de representación tanto de los bogas como de los negros, montaraces y zambos de costas y riberas de zonas tropicales, tal representación se había hecho siempre desde afuera, desde la visión blanca y andina. Obeso tiene en cuenta esa tradición, pero logra exponer una dimensión más profunda de aquellos lugares y sus gentes. Mientras que en la pluma de los otros escritores del siglo xix esos pobladores eran asimilados al paisaje agreste a la espera de la redención del yo letrado y civilizador, en la escritura de Obeso son valorados conforme a sus propios referentes culturales, son seres humanos con visiones propias de la vida y de sí mismos que no están todo el tiempo esperando la influencia redentora del hombre blanco.
     Sin embargo, Obeso toma la voz del boga, del campesino, del montaraz, del afro enamorado y adolorido por la crueldad de su amada, del charlatán que es capaz de pelear con doscientos y vivir dos años escondido, de la chica que rechaza con coquetería los requiebros de un caminante, del pescador que se hunde en la selva. Y todas esas figuras son tratadas con respeto, tal como los seudoneoclásicos invocan a Eros y a Palas Atenea. No hay tales clamores en los Cantos, sino los versos populares, las palabras cotidianas, la sabiduría del río. Pero tampoco se cae en el costumbrismo inane e insípido, sino que se nutre de calidad estética producto de las amplias lecturas del poeta. Como escribe Javier Ortiz Cassiani.
     En Cantos Populares hay un esfuerzo consciente por inscribir a los bogas y a toda la población afrodescendiente de las riberas del Magdalena en la memora nacional. Si bien lo hace desde la categoría de letrado, por su condición de afrodescendiente y por el inigualable conocimiento que tiene de la región que recrea en la obra, Obeso, como ningún otro, logra mostrar una visión más humana y profunda de los afrodescendientes. Los pueblos negros en la obra de Obeso son estimados dentro de sus códigos culturales; capaces de articular discursos políticos propios, concepciones del buen vivir y del sentido mismo de la vida, sin esperar la redención a través de la presencia del “yo” blanco o mestizo civilizador.
     De eso se tratan los cantos, no de un paisajismo exótico o un cuaderno de viajes, que muestra al afro desde el ojo del blanco andino que trata de adivinar el pensar ribereño, sino que da vida, fuerza y protagonismo, en otras palabras, voz, a ese fragmento de Colombia olvidado por el estado y relegado por la poesía. Y ese lugar no se lo gana con meloserías o costumbrismos, sino con poesía de métrica perfecta y sonoridades incuestionables, si bien de difícil factura. En palabras de Carlos Jáuregui:
     La poesía de Obeso es de alguna manera reparación simbólica de un universo cultural fracturado y canto al margen telúrico, lo cual se manifiesta no solo en Ia defensa de valores tradicionales, sino en el partido que, en el conflicto entre civilización y barbarie, toma contra la ciudad. Pero no se trata de una celebración bucólica, ni del paisajismo común en Ia literatura romántica terrateniente colombiana, sino de una reivindicación del campo como espacio poético fuera del alcance del Estado.
     Sin embargo, aunque de buena acogida por las élites literarias del momento, que reconocieron el magnífico arte en sus versos y la riqueza del universo de los bogas del Magdalena, el poemario apenas sobrevivía del olvido como un exotismo honroso, una curiosidad poética. Uno de sus grandes amigos, Juan de Dios Uribe, quien escribió un panegírico amoroso y más lleno de historietas que de crítica, marginalmente menciona los Cantos y los califica de “librito”, a lo mejor con fraternal cariño, pero ignorando su valor estético. Durante más de un siglo apenas sí se publicaron estudios sobre Obeso, y casi todo lo que se escribió sobre él se cifraba en lo anecdótico. Salvo excepciones como Martha Canfield, sólo hasta el estudio de Prescott se le otorga al vate la verdadera dimensión que merece. Hoy todavía es visto como una voz híbrida, aislada de su tiempo, confundida con la poesía costumbrista y declamada en festivales entre alaridos y brazos al cielo. Carolina Cáceres, de la Universidad de Santo Tomás, lo resume:
     Lo afro se pronunció en la voz de Obeso. Con la esperanza de construir Nación, su proyecto inconcluso, e irrealizable sucumbió ante la impostura del exotismo con el que lo recibieron y aún recibimos, un siglo después, su obra.
     Queda por rescatar la totalidad del poemario de la suerte de limbo en el que se encuentra estancado. Si bien la Canción del Boga Ausente cuenta con amplia popularidad e, incluso, versiones musicales, el resto de los poemas, tan ricos y versátiles, rara vez suelen ver la luz. Eventualmente algún estudioso de la literatura rescata dos versos para una revista literaria, pero aún falta mucho para que los Cantos alcancen lo que en vida de Obeso no pudieron, como se despidió Antonio José Restrepo en su elegía:

Y ahora estás ahí! Ya no pregona
tu lira de poeta
la excelencia y virtud de tu Madona
ni el perezoso ribereño entona
los dulces cantos de tu musa inquieta.

31 may 2013

EVOLUCIÓN E INVOLUCIÓN AFRICANA DE LOS TEXTOS ESCOLARES COLOMBIANOS

Debo empezar este texto ofreciendo excusas por romper ciertos paradigmas tradicionales del ensayo que obligan a no emplear la primera persona o situaciones “anecdóticas”, pero como narrador, investigador y, sobre todo, ser humano curioso y lleno de interrogantes, debo seguir los impulsos de mi pluma.
     Lo primero que señalaré, aunque pueda parecer incorrecto en un texto académico, es que me he desgastado la vida leyendo ficción. Y no sólo las maravillosas y delirantes mentes de fantasiosos como Jonathan Swift, Lewis Carrol o Michael Ende, sino maestros que retrataron su tiempo y su humanidad como León Tolstoy, Jorge Luis Borges y Charles Baudelaire. Por eso, y el concepto de que el cúmulo de lecturas me distanciaban de la ignorancia, fue que me sorprendí tanto al enfrentar el enorme universo que se extendía desde los reinos africanos, la trata negrera, los encuentros en la nueva granada y las huellas de africanía actuales. Descubrí que, contrario a lo que suponía, mi ignorancia sobre África y su historia era mayúscula. Escuchar los nombres de los grandes reinos africanos como el imperio de Malí o el reino de Ghanna fue un hallazgo asombroso, pero no sólo porque los desconocía, sino porque descubrí que todo lo que había leído, incluyendo lo aprendido en el colegio, era producto de una educación eurocentrista. Incluyendo la literatura, por supuesto.
     Me remití a mis épocas de escuela, donde estudié bien a los galos y los etruscos, conocí la historia, mitología y filosofía griega, las conquistas del Imperio Romano y los que lo siguieron, los reinos de la Edad Media, la España ultramarina, Inglaterra y sus colonias, etcétera. Incluso, aunque aparecieron de la nada como si no hubieran existido antes de 1495, vi las pirámides mayas, los sacrificios aztecas y las ciudades encumbradas de los incas. Tan buena creí que era mi educación que incluso estudié las dinastías chinas y las invasiones de los hunos.
     Y nunca caí en la cuenta de que jamás me enseñaron nada sobre África.
     Haciendo memoria extrema, recordé mi libro de texto de historia universal (ya sé que el término universal es absurdo, pero ese era el nombre en la época) y remembré capítulos y capítulos sobre Europa y los procesos ya mencionados. Y, tras mucho esfuerzo, recordé un mapa y media página sobre África. Es decir, no me enseñaron nada, absolutamente nada sobre el continente negro. De la misma forma, si bien siempre me he preciado de leer de todo (excepto superación personal), me di cuenta de que incluso los autores más “exóticos” como Rushdie y Pamuk habían sido reconocidos por la élite literaria europea. Sólo el africano Coetzee, y eso por su condición de premio Nobel, navegaba en mi biblioteca personal.
     Terrible ignorancia, más para quien es magister, docente, y se precia de leer mucho y tener novelas publicadas.
     Por supuesto, mi primera reacción fue, más que echarle la culpa al colegio, buscar las razones para tal invisibilización. Sólo entonces me di cuenta de lo eurocéntrica que había sido mi educación y, por ende, mi vida cotidiana y la de mis compañeros. Se trataba de una deliberada estrategia para invisibilizar al continente africano, sus historias, sus aportes a Colombia y su riqueza cultural? Posiblemente sí. El racismo que aún perdura es una prueba de ello. Según la descripción de Nina de Friedemann:
     La invisibilidad consiste en el malabarismo discursivo que europeos y eurodescendientes introdujeron, difundieron, naturalizaron y practicaron como instrumento de poder. Consistió en inventar y proclamar la idea de su superioridad “racial”, al mismo tiempo que —de manera reiterada— ocultaban de las historias universales, nacionales y regionales tanto a los africanos y a sus descendientes en América como a los hechos, fenómenos y sucesos que esas mismas personas protagonizaron y siguen protagonizando .
     Evidentemente eso sucedió con toda mi educación. Sin embargo, ese error que sufrió mi generación (y las anteriores) no debería estar ocurriendo hoy, pues el artículo 39 de la Ley 70 de 1993 obliga al sistema de educación básica y media del país a incluir los estudios afrocolombianos en los currículos de instituciones públicas y privadas. Lamentablemente, como tantas otras normas jurídicas de nuestro país, esa directriz se ha quedado en letra muerta. Afirma Rafael Antonio Díaz que
     En Colombia, salvo algunos procesos excepcionales que confirman la regla, África, considerada en su complejidad manifiesta o en su historicidad evidente, se revela como una entidad sin rostro definido, más bien distorsionada, plagada de imaginarios atravesados por la ignorancia, el convencionalismo y las calificaciones racistas. Es posible rastrear el origen de esta construcción deformada sobre África en la evolución histórica de lo que podemos llamar como los discursos del prejuicio inmersos en las ideas de las élites hegemónicas.
     Rafael Díaz relata cómo los libros de sociales de principios de siglo pasado como Compendio de Geografía de Díaz Lemos o los de los Hermanos Maristas de 1933 retratan al continente negro como incivilizado, ignorante, inculto e, incluso, degradado. No se ahorran en expresiones como “prácticas repugnantes” o “crasa ignorancia”. Ignorantes de la riqueza africana quedaron también quienes bebieron de tan prejuiciadas fuentes de conocimiento. No son gratis las ideas de Jean Chesneaux:
     La historia forma parte de los instrumentos por medio de los cuales la clase dirigente mantiene su poder. El aparato del estado trata de controlar el pasado, al nivel de la política práctica y al nivel de la ideología, a la vez. El estado, el poder, organizan el tiempo pasado y conforman su imagen en función de sus intereses políticos e ideológicos.
     Pero no me conformé con las palabras ajenas. Quise indagar por mí mismo y me metí a una biblioteca a buscar los libros de texto de las últimas décadas para confirmar si mis compañeros y yo habíamos sido las únicas víctimas de tal invisibilización e ignorancia sobre el continente negro y si en verdad había sido tan olímpicamente ignorada la etnoeducación propuesta por la ley 70. Usé dos libros por decenio y los resultados dejan mucho qué desear.
     Empecemos por los 60s. El libro de texto de Editorial Bedout dista mucho de la universalidad pretendida. En su subtítulo aclara: Oriente, Grecia, Roma, Edad Media; e ignora por completo al continente africano. Lo mismo sucede con la contraparte Historia Universal de Editorial Voluntad. África, simplemente, no existe. En cambio, para hilaridad y tristeza, ambos textos inician la historia de la humanidad con el creacionismo bíblico y los primeros hechos históricos son el Diluvio y la Torre de Babel.
     En los 70s. en Breve Historia de la Humanidad de Bedout, se dedican centenares de páginas a Europa, las dinastías chinas e, incluso, India y Turquía. Para África se destina una única página. En Historia de la Cultura universal, también de Bedout, la situación es más crítica, pues tras capítulos de Europa y América, aglutina sólo en nueve páginas a todo Asia y África. Sobra decir que los contenidos son tan superficiales y prejuiciados como los encontrados por Díaz Díaz y mencionados anteriormente.
     No hubo mayor diferencia para los 80s. Conozcamos nuestra historia de Pime apunta al desconocimiento. En cuatro capítulos recorre todo el planeta, excepto África, claro, al que sólo llega, de la nada, con la colonización Europea. Al finalizar la década se ve un leve avance en Ciencias Sociales Integradas de Voluntad, pues dedica una página a los anteriormente ignorados reinos africanos. Por supuesto, es una sola contra decenas que hablan sobre los imperios europeos.
     En los 90s, presumiblemente inspirados (probablemente forzados) por la ley 70, el número de páginas y temas aumentó. Aunque no demasiado, hay que decirlo. En Historia y geografía del mundo de Norma, se toca el Apartheid junto a la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Sin embargo, los prejuicios, subvaloraciones, generalidades y estereotipos se mantienen. En Milenio de Norma, se mencionan genéricamente algunos conflictos del África postcolonial y se desfiguran con una caricatura infame en la que tres hombres afro se disputan un mapa de África como si se tratara de una sábana.
     Para el nuevo siglo, la serie Aldea de Voluntad ya hablaba en términos de geografía humana y se mencionaban fenómenos como el comercio africano, etnografías y territorios. Aunque es de anotar que el mayor énfasis siempre estuvo en la África colonial. Otros libros como los de la serie Hipertextos de Santillana, si bien incluyen párrafos sobre los reinos africanos, siguen incluyendo tres o cuatro páginas al continente negro mientras desglosan capítulos sobre los imperios europeos. No sobra recordar que la historia en general sigue siendo escrita con criterios eurocentristas. Incluso la historia de África nos ha sido contada por europeos. Rafael Díaz explica bien este fenómeno:
     Las Ciencias Sociales en Colombia continúan siendo eurocéntricas, puesto que sus referentes epistémicos y teóricos más significativos a nivel de la filosofía, la política, la antropología, la historia y la sociología, entre otras disciplinas, corresponden a la tradición intelectual de Occidente, lo cual se refuerza y se mantiene si se tiene en cuenta que las comunidades académicas latinoamericanas, pero en particular las colombianas, mantienen fundamentalmente relaciones con comunidades noratlátnicas hegemónicas que no han permitido el desarrollo de un diálogo académicos sur-sur entre América Latina y África o entre América Latina, África y Asia.
     Así, pues, los hallazgos de esta seudoinvestigación confirmaron tristemente lo descrito por Rafael Díaz. El número de páginas (y de información) sobre el rico pasado africano es muy limitado y reducido a estereotipos o curiosidades. En los casos en los que hay una descripción relativamente amplia, ésta se limita a señalar, a veces veladamente, la pobreza y el subdesarrollo. Y la mayor parte de la temática africana es relativa a la colonización europea. Si bien algunos podrían señalar ciertos logros en la inclusión de temáticas antes inexistentes, no es difícil ver que los cambios sólo refuerzan los estereotipos repetidos durante décadas y niegan la verdadera trascendencia cultural del continente negro. Se reafirman las ideas de Díaz Díaz.
     La enseñanza humanística en el ámbito de la educación superior en Colombia se desenvuelve a espaldas de las dinámicas y de los logros alcanzados por el africanismo y por los estudios afrocolombianos. Por ende, esa idea central también supone que el conocimiento y la percepción que se tiene en Colombia respecto de África están copados por la ignorancia, el prejuicio y las miradas excluyentes heredadas de los discursos propios de la colonialidad.
     Lamentablemente, ya no sorprenden los estereotipos que, ridículamente, se manejan en este país. Lo europeo es brillante, excelente, maravilloso (o lo gringo, que es otro tipo de colonialismo). Lo latinoamericano no es tan bueno. Y lo africano no existe o, en el mejor de los casos, es estereotipado. Todos conocen, así sea por caricaturas televisivas o lo que vulgarmente se entiende como “cultura general” a César, Nerón, Carlomagno, María Antonieta, Napoleón, Hitler, etc. Ni qué decir de la historia de Estados Unidos que la vemos encarnada hasta por Bugs Bunny. Pero nadie puede mencionar un personaje histórico africano; cuando mucho, a Nelson Mandela. Aunque sé que no es una verdadera investigación, hice un experimento con mis estudiantes (siete grupos de diversas materias en dos universidades, veinticinco estudiantes en promedio en cada uno). Se demoraron menos de treinta segundos en escribir cinco ciudades europeas, igual resultado para cinco ciudades norteamericanas. Ninguno pudo completar tres ciudades africanas. Incluso, cuando lo hice más fácil y lo llevé a países, sólo un puñado completó los cinco tras un minuto, y eso que reconocieron que su mayor pista eran las naciones participantes en los mundiales de fútbol. Tristemente, se confirman las palabras de Rafael Díaz:
     Los llamados estudios africanos, o lo que se denomina como el africanismo, no constituyen en Colombia un ámbito específico, referencial o epistémico que incida en la enseñanza de las ciencias sociales o de la historia; en el diseño y redacción de los textos escolares ni, en general, del material educativo para la enseñanza; en la investigación, en la formulación de políticas públicas, ni mucho menos en esa labor crucial y definitiva como lo es la formación de los profesionales en las más diversas áreas del conocimiento tanto de las ciencias sociales, como de las humanidades.

El cambio lo veremos únicamente el día que la ley deje de ser letra muerta y que las directrices que vengan desde el Ministerio de Educación sean firmes, honestas y en verdad destinadas a romper los estereotipos y prácticas racistas y de ocultamiento contra la población afrocolombiana. En palabras de Jaime Arocha y el equipo de trabajo del Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Universidad Nacional de Colombia:
     La transformación del sistema educativo será posible en la medida en que maestros y estudiantes sean conscientes de los mecanismos de invisibilización y estereotipia que operan dentro y fuera del mismo. La erosión de un sistema de pensamiento que ha reforzado estas prácticas requerirá de un trabajo continuo en torno al conocimiento y a la valoración de África y las Afrocolombias y deberá llevarse a cabo mediante una alianza permanente entre la escuela y los institutos de investigaciones.
     En Colombia nos quejamos del racismo callejero y no nos damos cuenta de que en realidad es producto de la educación misma, es decir, de un deliberado proceso de ocultamiento de la herencia africana desde el Ministerio de Educación, que es quien dirige los currículos de los colegios y aprueba los textos escolares. A pesar de las dos décadas de incumplimiento de la ley 70, aún estamos en el momento en la que se puede cambiar la ruta e incorporar verdaderamente la etnoeducación. Volviendo a Rafael Díaz:
     Es importante tener en cuenta que se manifiestan diversas situaciones significativas que han hecho imperativo un giro radical en la mirada de las Ciencias sociales en el país hacia África, el africanismo y los estudios afrocolombianos. Por un lado, es posible observar como una nueva coyuntura jurídica y teórica, junto a recientes teorías pedagógicas, han planteado la etnoeducación para comunidades negras y la cátedra de estudios afrocolombianos como problemáticas transversales en el sistema educativo colombiano, incluyendo a la educación superior, fenómeno que configura el desafío, insalvable por ahora, de una pobre capacitación y conocimiento en la profesionalización humanística y docente respecto de las realidades con perspectiva africana.
     Pero para eso necesitamos cambiar por completo de paradigmas sociales. Dejar las miradas y lecturas eurocentristas o andinas y volver al verdadero significado de un país pluriétnico y multicultural. Será bastante difícil, mi experiencia educativa lo confirma, pues siempre hemos sido un territorio acomplejado con deseos europeos. El escudo nacional es buena prueba, en él encontramos cornucopias griegas, granadas españolas y gorros franceses. Incluso el himno nacional está habitado por centauros y cíclopes, no por indios y negros que lucharon por su libertad. Así que no hay que sorprenderse de que el ciudadano promedio no sienta respeto por la etnia que construyó El-Ghabála, la mezquita de Djingareyber o la universidad de Zankore, así como lo siente por los griegos y su filosofía, los romanos y su derecho o los parisinos y sus ideas libertarias. Volviendo a Rafael Díaz:
     La historia de las Áfricas posibles nos hace conscientes de su profunda y densa heterogeneidad a partir de la construcción de una “historia desafiada” que pretende restituir o resignificar el ethos histórico del continente.
     No es posible respetar lo que no se conoce. Hay que contar las historias de las resistencias y los héroes afrocolombianos. Nombres como los de Benkos Biohó, Domingo Criollo, José Prudencio Padilla y muchos otros deben ser exaltados como representantes orgullosos de la etnia africana para que el colombiano promedio sienta admiración por esa vena vital de su historia, se identifique con ella y reafirme la integración nacional. He aquí, una vez más, la angustiosa necesidad de exigir la inclusión de África y las huellas de africanía en Colombia en los currículos y textos escolares. Es la única forma de cambiar la situación de desigualdad e injusticia del país. En caso contrario, permanecemos todos indolentes, ignorantes, racistas y, por supuesto, inactivos y manipulables; las comunidades afro se hundirán en un olvido estatal inconcebible, y el racismo seguirá siendo una vergonzosa constante nacional. Volviendo a Chesneaux:
     Nuestro conocimiento del pasado es un factor activo del movimiento de la sociedad, es lo que se ventila en las luchas políticas e ideológicas, una zona violentamente disputada. El pasado, el conocimiento histórico pueden funcionar al servicio del conservatismo social o al servicio de las luchas populares. La historia penetra en la lucha de clases; jamás es neutral, jamás permanece al margen de la contienda.
     Para concluir, aunque suene axiomático, obvio y repetido, hay que insistir en que la educación es la única manera de erradicar el racismo. Al incorporar en los currículos y textos escolares la historia de los reinos de África, así como los imperios europeos y las dinastías chinas, se estará dando poder, tradición y valor a la etnia afrocolombiana. No parecerá, como nos enseñan aún hoy, una gente que era y siempre debió ser esclava y que llegó ignorante, aculturizada y desnuda de cualquier capital histórico, social y humano. Es deber, si no obligación, del Ministerio de Educación aplicar las leyes referentes a la etnoeducación para en verdad erradicar ese vergonzoso hedor de racismo que aún repta en las calles colombianas. Y, desde luego, la verdadera voz la tiene el ciudadano de a pie, aquel que sabe que se le están vulnerando sus derechos y debe levantarse y exigir el respeto a su dignidad.

BIBLIOGRAFÍA

CHESNEAUX, Jean. ¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y de los historiadores. Siglo XXI editores. Ciudad de México, 1977.

DÍAZ DÍAZ, Rafael Antonio. Ausencia y presencia de África en los textos escolares en Colombia. En Machado Caicedo, Martha Luz (ed). La díaspora africana, un legado de resistencia y emancipación. NiNsee, Fucla, Programa Editorial Universidad del Valle. Cali, 2012.
____________ África, africanismo y los estudios afrocolombianos en las Ciencias Sociales en Colombia: realidades, retos y perspectivas. En Almario García, Oscar y Ruiz García Miguel Angel (comp) Escenarios de reflexión. Las ciencias humanas a debate. Universidad Nacional sede Medellín. Medellín, 2006, pp. 96-114.
FRIEDEMAN, N. S. de. Estudios de negros en la antropología colombiana: presencia e invisibilidad. En, Arocha, J y Friedemann, N. S. de, (eds). Un Siglo de Investigación Social: Antropología en Colombia. Etno. Bogotá, 1984.
Varios autores. Elegguá y respeto por los afrocolombianos: una experiencia con docentes de Bogotá en torno a la Cátedra de Estudios Afrocolombianos. En Revista de Estudios Sociales No. 27, agosto de 2007: Pp. 230. Bogotá, Pp.94-105

23 abr 2013

Fernando Soto Aparicio, de la ficción a la realidad

El presente texto fue incluido en el tomo "Detrás del Espejo" de la Colección de Oro de Fernando Soto Aparicio publicada por Caza de Libros.

Cuando se es niño, el mundo se divide entre juego y el estudio. Parafraseando a Borges: “jugar o no jugar es la medida de mi tiempo”. Sinónimos de jugar eran, por supuesto, la imaginación y la lectura. Por eso, entre los goles con compañeritos que también querían ser Zico, entre espadas Excalibur y del Augurio, entre el escondite y el ponchado, había un glorioso momento en el que me sentaba en mi silla especial a encontrarme con otros héroes que no eran de grama o de celuloide sino de papel. Allí conocí al Capitán Nemo, a Sandokán, a Sherezada, a D’Artagnan y a muchos más. En la escuela, el extremo opuesto al tiempo libre, me obligaban a la regla de tres y al sistema digestivo; pero también me presentaban nuevos amigos literarios que pasaban a sumar mi historial de héroes. En una de esas mañanas, entre “El Moro” y “La Marquesa de Yolombó”, me dijeron que tenía que leer “La Rebelión de las Ratas”.
     Y ahí empezó a maquinar mi mente. Imaginé, inevitablemente, un ratón gigantesco y heroico, una suerte de Mickey Mouse enrazado con Bolívar y Lion-O. Como un Homero infantil al que le atribuyen la Batracomiomaquia, mi curiosidad alimentada por cómics y dibujos animados trazó ejércitos de roedores dirigidos por algún Super Ratón que luchaban contra gatos, perros o, para que no se enoje Pigres de Halicarnaso, ranas.
     La anécdota me trae una sonrisa. Pronto supe que el libro no era una fábula de Esopo o un cómic de Disney. En cambio, fue el descubrimiento de la metáfora más sencilla, de la pobreza más extrema y de la injusticia más irreparable. Una nueva manera de ver las letras. No se trataba de la aventura heroica o de las picardías de algún buscón; era un retrato a blanco y negro de una parte de la sociedad colombiana que yo ignoraba. Los mineros, que en mi mundo infantil eran más cercanos a los enanos de Blancanieves, se me presentaban como seres humanos profundos y explotados, esclavizados por una sociedad en la que yo vivía y de la que era partícipe y culpable.
     El nombre de Fernando Soto Aparicio se hizo lugar en otro grupo de héroes, los que dedican su vida a la literatura.
     Años y letras después, tras sus innumerables libros, tuve la fortuna de tratar a Fernando. Siempre he sido tímido, aunque nadie me lo crea; las grandes plumas me intimidan, pues es el sitial al que quisiera llegar algún día y que por ahora no es menos imaginario que el Nautilus del Capitán Nemo. Fue un momento para recordar. En el colegio, los escritores no existen. Es decir, se ven en las contracarátulas de los libros, en las enciclopedias y eventualmente en la televisión hablando de asuntos que a un niño poco le interesan. Fernando Soto Aparicio era tan inaccesible y ficcional como John Lennon, Aureliano Buendía o Clark Kent. Ninguno de nosotros imaginaba a los maestros tomando gaseosa en una cafetería, pidiendo rebaja en una botella de vino o disgustado porque perdió un billete. Eso lo hacían los mortales. Por algún motivo, entre mágico e indescifrable, los escritores parecen estar en otra esfera. Por eso, conocerlo fue como si uno de esos personajes de la ficción cobrara vida.
     Me sorprendió su sencillez, digna y serena. Los años cuentan inviernos en su cabello pero no desdibujan su sonrisa. Y la fiesta que representa la lectura siempre lo anima. La tertulia, el whisky y la camaradería nos recuerdan que las edades de los escritores siempre son la eternidad. Con décadas de diferencia, somos coetáneos y colegas a pesar de que yo sólo tenga cuatro libros y el multiplique esa cifra por más de diez. A fin de cuentas, la literatura nos hermana a todos. Comparte sus anécdotas con la levedad del que se sabe escuchado. Los juegos de palabras ruedan por la mesa, junto a los libros y el licor. Siempre alguien lo señala como el gran escritor que es y alguna muchacha compra un libro y le pide una dedicatoria. Luego, se retira sabedor de que las fiestas vividas son más que suficientes. Se lleva la admiración en sus pasos cortos, pues los afanes son para quienes están retrasados, mientras que él hace rato cruzó sus metas, lo que no impide que se trace unas nuevas cada mañana. Yo siento que se ha ido una leyenda, alguien que ha cabalgado con éxito por décadas en el endiablado corcel de la literatura, y espero que una fracción de esos laureles me corresponda algún día.

13 feb 2013

Diversos momentos de invisibilización de la presencia afrodescendiente en Colombia

Colombia es un país que, al menos en términos identitarios, no existe. Tal aseveración puede parecer ruda, grosera e injusta, y seguramente inexacta, pero sirve para dar pie a la discusión que pocas veces enfrentamos: una confusión entre el imaginario del ser colombiano y la realidad que podemos percibir a nuestro alrededor, particularmente en lo relativo a la influencia africana.
     Comencemos con los lugares comunes: El escudo y el himno nacional. Casi caricaturesco es ya repetir que la supuesta colombianidad del escudo se manifiesta en cornucopias griegas, gorros franceses y cóndores andinos. De la misma forma, los ciclopes, centauros y las referencias a la batalla de las Termópilas del himno nacional probablemente no aparecen en su equivalente griego. Desde su inicio como país, o mejor como experimento de país, la Gran Colombia quiso ser lo que no era: una nación fundada en principios europeos y por ellos definida. No es gratis que Bogotá pretendiera ser la Atenas Suramericana y no la Tierra de Bochica, o algo por el estilo.
     Este nuevo ser al que la historia conocería como “colombiano” se originó, entonces, por la virtud de las firmas y decisiones de unos próceres inspirados, cómo no, en gestas europeas. Tras las luchas, sin duda heroicas, crueles y contradictorias, se llegó al difícil momento de la fundación de esos nuevos países. Pero los padres de nuestras patrias se equivocaron desde el inicio, pues decidieron borrar de un solo brochazo toda la herencia cultural, histórica y, cómo no, étnica que tenía la colonia española, que si bien tampoco fue precisamente justa e incluyente, al menos había consolidado unas tradiciones, espacios y definiciones para criollos, indígenas, africanos, etc. Sin embargo, la creación de estos nuevos países se dio a partir de una nueva definición de lo nacional, de lo colombiano para ser más específico. Y en esa reescritura de la historia y la sociología colombiana no había espacio para indígenas, campesinos, mestizos y, mucho menos, afros. Colombia se consolidó como una supuesta nación blanca, de raíces europeas con minorías raciales.
     De esta manera, pasaron las décadas y las clases dominantes blancas, herederas de los criollos que a su vez descendían de los españoles, minimizaron o ignoraron por completo la existencia de las negritudes en la sociedad colombiana. Inevitablemente, la historia y las artes siguieron el mismo camino para invisibilizar la influencia africana en el nuevo país. No es gratuito que el primer retrato del gran prócer afrocolombiano, el almirante José Prudencio Padilla, haya sido pintado con piel blanca y rasgos afilados en lugar de sus facciones mulatas. El mismo Bolívar, en su afamada Carta de Jamaica dijo que “no somos indios ni españoles sino un compuesto incierto de ellos”. ¿Y la presencia e influencia africana? Si para el Libertador, el gran visionario e ideólogo de la independencia, los afrodescendientes fueron inexistentes en uno de sus más importantes documentos, ¿qué podemos esperar de otras figuras históricas menos comprometidas con la liberación de las negritudes? Por ejemplo, es bien conocido que Francisco de Paula Santander en su exilio por Europa no tuvo vergüenza alguna en exhibir un esclavo afrodescendiente a pesar de vanagloriarse como una de las grandes mentes liberales de América y enemigo de la dictadura que representaba Bolívar.
     Así pues, la huella del afro en la historia de la colonia y la independencia colombiana se limitó a su rol como esclavos y a algunos personajes casi anecdóticos que se resaltaron en las batallas de la gesta libertadora. Hubo excepciones destacables, claro, como el ya citado José Prudencio Padilla, y aún estas figuras sufrieron procesos que pretendían “blanquearlos” o, al menos disimular su carácter afrodescendiente. Pero las grandes masas compuestas por las negritudes que a veces conformaban ejércitos enteros simplemente no eran registradas por los historiadores de la época. Inevitablemente, la omisión se repetía generación tras generación de historiadores y de colombianos. Manuel Moreno Fraginals lo explica en términos muy claros: “Puede afirmarse que la casi totalidad de los documentos con que trabaja el historiador se originaron en las clases sociales dominantes. Ahora bien, en un lógico proceso defensivo estas clases dominantes han ido depurando sus documentos, borrando –como los delincuentes- las huellas de sus pasos y dejándonos, como fuentes históricas, un material previamente seleccionado y con el cual sólo puede llegarse a ciertas conclusiones prefijadas”.
     Y esta visión de una historia nacional blanca se extendió por muchos años en los cuales los estudios afrocolombianos eran prácticamente inexistentes. Escribe Rafael Antonio Díaz Díaz en su ensayo “Ausencia y presencia de África en los textos escolares en Colombia”: “Los llamados estudios africanos, o lo que se denomina como el africanismo, no constituyen en Colombia un ámbito específico, referencial o epistémico que incida en la enseñanza de las ciencias sociales o de la historia; en el diseño y redacción de los textos escolares ni, en general, del material educativo para la enseñanza; en la investigación, en la formulación de políticas públicas, ni mucho menos en esa labor crucial y definitiva como lo es la formación de los profesionales en las más diversas áreas del conocimiento tanto de las ciencias sociales como de las humanidades.” Aún hoy, África se enseña como un continente pobre, atrasado y subdesarrollado, y su influencia en Colombia se minimiza o, como es costumbre, se invisibiliza.
     Esta invisibilización, señalada por Nina de Friedeman a mediados del siglo pasado, permaneció no sólo en los historiadores que escribían enciclopedias y libros de texto para los colegios, sino que trascendió las artes y las letras. Muchos escritores y poetas colombianos imitaban las formas europeas de sonetos y alejandrinos, y desdeñaron la verdad mestiza y mulata que vivía la gente fuera de sus curubitos intelectuales. Mientras ellos redibujaban los mitos griegos e imitaban a los poetas malditos franceses, en las calles y veredas el pueblo mestizo bailaba ritmos de tambores, silbaba flautas indígenas y experimentaba con guitarras, arpas, acordeones y otros instrumentos europeos. Los cantos de los bogas se hacían poesía y las aventuras de los caminantes adquirían tono de leyenda. Pero fueron pocos los literatos que se acercaron a estos riquísimos fenómenos, particularmente a los protagonizados por afrodescendientes. Incluso cuando se hacía, una censura racial eliminaba los vestigios africanos de las letras blancas. El mejor ejemplo es la novela “María”, joya del romanticismo, que durante años sufrió la mutilación de la historia de Nay, la princesa africana que terminó como esclava en el occidente colombiano. En su ensayo “La marca de África, la negritud en la novela colombiana”, Darío Henao hace un análisis de esa historia y cómo fue repetidamente omitida en muchas ediciones de la novela: “La ilusión de volver al África va ser una constante en muchos de relatos de la esclavitud. Manuel Zapata consideraba a María la primera novela en introducir el tema negro en nuestra literatura. La vida de Nay como princesa en África y sus amores con el guerrero Sinar, el infortunio de haber sido prisioneros y embarcados como esclavos hacia América, su llegada primero al Caribe y luego a Turbo donde será vendida al padre de Efraín que trae a Esther, la pequeña hija de un primo judío que acaba de enviudar en Jamaica y que bautizará como cristiana con el nombre de María, su llegada a una hacienda del entonces Estado del Cauca y su vida hasta su muerte con su hijo, Juan Ángel, configuran el periplo completo de muchas mujeres que llegaron a trabajar en las labores domésticas de las haciendas del valle del río Cauca. Su salida del África es relatada en los capítulos XL,XLI, XLII, XIII y XLIV, conocidos como la historia de Nay y Sinar”. Esta historia, denuncia y narración, fue eliminada de la novela original durante décadas y constituye una prueba de la invisibilización que han sufrido las sociedades afrocolombianas.
     Tras estos dos ejemplos, vuelvo a mi premisa inicial: que Colombia es un país sin identidad; no sólo por pretender ser lo que no es, sino porque niega lo que verdaderamente es o, en el mejor de los casos, lo menciona como un pie de página. Peter Wade lo describe en su texto “Población negra y la cuestión identitaria en America Latina”: “El discurso nacionalista en Colombia, y también en otras naciones, no deja de hablar de “los negros”, pero los inferioriza, o los hace exóticos”. Y no sólo hace doscientos años, cuando se estrenaba como país y pretendía una raíz europea; sino aún ahora que ha sufrido un colonialismo cultural venido de los Estados Unidos y no sólo quiere parecerse a la potencia del norte sino que se arrodilla ante ella a nivel político y económico. Y todo esto, desconociendo que su verdadera identidad viene de la mezcla racial que fue negada en sus inicios; y, particularmente, de la herencia africana que ha permeado y enriquecido de maneras inimaginables todos los ámbitos sociales, no sólo de Colombia, sino de América en general. Edouard Glissant en su ensayo “Criollización en el Caribe y en las Américas” distingue tres Américas: la Meso América, de los pueblos autóctonos; la Euro América, de los colonizadores europeos; y la Neo América, la de la criollización y el mestizaje entre los tres pueblos encontrados y en donde prima la raíz africana: “Lo que es interesante en el fenómeno de la criollización en el fenómeno que constituye a la neo América, es el poblamiento de esa América es muy especial: en ella es África la que prevalece”, en sus propias palabras.
     De la misma manera lo ve Manuel Zapata Olivella, quizá el más grande intelectual afrodescendiente que ha dado nuestro país: “El afro conlleva una fuerza viva y creadora, dinámicamente actuante en el contexto de la cultura nacional; en nuestros pensamientos conscientes e inconscientes; en la totalidad de las manifestaciones materiales, espirituales y trascendentes del país”, dice en su libro “Africanidad, Indianidad, Multiculturalidad”. Y más adelante refuerza la necesidad de reconocer la condición mestiza y la influencia africana: “Esta visión multidisciplinaria como se ha visto enfocada aquí, nos permite evidenciar la contribución del afro a través de su dimensión étnica, humana, racial y social en el mestizaje con el indio y el hispano. Sólo así saldrían a relucir otros aspectos de la historia implícitos en las fuentes bibliográficas, escritas u orales, revelándonos los nexos ocultos que integran nuestra cultura”. Esta verdad tan evidente, tan sencilla y clara, parece eludir a los historiadores que durante años han persistido, a veces quizá de manera ingenua, en la invisibilización de las negritudes y de su enorme aporte a la identidad colombiana.
     Y esa invisibilización que se ha presentado ha permanecido de tal manera en el imaginario colectivo del colombiano que muchos ciudadanos aún creen que Colombia es un país blanco y que las negritudes (por no decir los indígenas) son una minoría racial. A pesar de que la Constitución Política de 1991 reconoce a Colombia como un país pluriétnico y multicultural, el ciudadano de a pie, dopado por la constante invisibilización que aún hoy permanece en la educación y los medios de comunicación, sigue pensando en los afrodescendientes como un pueblo aparte, un “ellos” que tienen sus propias incomprensibles e incivilizadas costumbres; y difícilmente reconocen su aporte constante y permanente en la cotidianidad nacional. Escribe Edouard Glissant: “El africano deportado no tuvo las posibilidades de mantener, de conservar esa especie de herencias puntuales. Pero creó algo imprevisible a partir únicamente de los poderes de la memoria, esto es, solamente a partir de los pensamientos Rastros / Residuos, que le restaban: conformó lenguajes criollos y formas de arte válidos para todo, como por ejemplo la música”. Y esa música; para tomar sólo ese aspecto cuando se podría hacer lo mismo con la gastronomía, el lenguaje y muchos otros; se hace popular e identitaria en Colombia, pero en una versión blanqueada en la que se ocultan sus raíces africanas y se pretende vender como algo autóctono del país desconociendo su origen, como lo explica Peter Wade en su texto “Música, Raza y Nación”.
     Este nuevo ejemplo de la invisibilización de la raíz africana en la música colombiana, que, repito, es sólo uno de los muchos que se podrían mencionar, sirve para sustentar la tesis de la fragilidad de la identidad colombiana. Cómo podrá tener identidad un país que oculta una de sus influencias culturales e históricas más vitales? “Respecto a Colombia, se puede afirmar que la presencia de la gente del África occidental fue decisiva en la conformación de las nuevas culturas afrocolombianas, en el impacto y los aportes que éstas hicieron a la consolidación de la llamada identidad regional y nacional”, declara Luz Adriana Maya Restrepo como una verdad casi axiomática y que, aún hoy, se invisibiliza. Y bajo la solapa de esa invisibilidad viene un mal mayor: el racismo. Aunque nadie lo reconozca, el racismo repta malsano por las calles colombianas. El ciudadano de a pie no suele reconocer al afrodescendiente como su conciudadano, sino como otro diferente, como si la condición de negro le diera unas condiciones particulares, distintas y, casi siempre, negativas; pues incluso las positivas como las habilidades para la danza, la música y el deporte se convierten en estereotipos que refuerzan la división entre las “dos razas”; situación que, evidentemente, es equívoca porque la población colombiana se conforma en una enorme masa mestiza de los tres continentes fusionados, sin contar la multiplicidad de etnias africanas, indígenas y europeas que conforman el crisol del colombiano.
     Y es difícil exigirle al ciudadano promedio que cambie su manera de pensar y se reconozca a sí mismo y a su país como producto de una mezcla maravillosa y rica cuando, además de que nunca se le muestra en realidad en su educación formal, diariamente ve lo contrario en los medios de comunicación. No es difícil constatar que el fenotipo del colombiano que se ve en la televisión corresponde a la raza blanca europea; y, valga el espacio, bella según los cánones y clichés estéticos norteamericanos. Si nos guiáramos por los programas televisivos, podríamos deducir que en Colombia son prácticamente inexistentes las razas indígena y africana. Hasta los comerciales, sin duda con una mirada racista según la cual las negritudes no tienen el suficiente poder adquisitivo, acentúan la invisibilización mencionada.
     José Jorge de Carvalho en su texto “Cimarronaje y afrocentricidad: los aportes de las culturas afroamericanas la América Latina contemporánea” hace referencia a esa discriminación y esa invisibilización de la que son víctimas las negritudes y sus contribuciones a la sociedad: “A veces vista con cierto rechazo por parte de nuestras elites blancas y/o blanqueadas, la afrocentricidad debe ser mejor comprendida, porque no significa necesariamente sectarismo o prejuicio cultural. De hecho, todo el sistema de valores que fundamenta la mirada dominante sobre América Latina es sencillamente la perspectiva eurocéntrica. Si tomamos ese hecho en su debida cuenta, entonces la perspectiva afrocéntrica es una actitud legítima de afirmación de la diferencia simbólica de los afroiberoamericanos que luchan por sobrevivir con dignidad en el medio de sociedades racistas como son las latinoamericanas”. Pero esta perspectiva no podrá darse sin un cambio real y efectivo en las políticas de educación y en los imaginarios que se presentan cotidianamente al ciudadano a través de los medios de comunicación controlados por las élites económicas y políticas que en Colombia han sido blancas por tradición, como se mencionó al inicio de este ensayo. Sólo entonces el colombiano sentirá la presencia africana en su identidad y reconocerá su valor. Hasta ese momento, habrá que seguir educando en contravía de la invisibilización permanente.
     Y, lamentablemente, hay algo aún peor que un ciudadano desinformado: un político ignorante, prejuiciado y racista. Muchos dirigentes que, supuestamente, representan al país pluriétnico y multicultural distan bastante de trabajar por el reconocimiento de esta identidad o generar espacios de justicia social para las poblaciones afrodescendientes. En lugar de ello, a veces se muestran abiertamente racistas o ignorantes, lo que para el caso es lo mismo. Tres denigrantes ejemplos contemporáneos de nuestra clase política: El concejal Jorge Durán, quien expresó en una sesión poco ordenada del concejo: “Esto se nos está volviendo una merienda de negros”; el diputado antioqueño Rodrigo Mesa, quien afirmó que “invertir en Chocó es como perfumar un bollo”; y probablemente el peor porque fue Ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega, quien, mientras fungía como embajador en Italia, aconsejó al periodista italiano Lorenzo Cairoli no viajar al Chocó porque allí: “sólo hay negros y mosquitos”.
     Indignantes y miserables estos ejemplos de nuestra casta dirigente, que sin duda no representan los intereses de ningún colombiano de ningún color, y más bien desacreditan la clase política y la ciudadanía colombiana. Y es evidente que, cortesía de esos mismos políticos corruptos, las negritudes (y los indígenas, campesinos y, en general, todos los colombianos marginados y condenados a la miseria) siguen condenados a la discriminación e injusticia social. “Es obvio que en la actualidad, en la práctica, en la realidad, son muy pocos los afrodescendientes que viven en condiciones de vida digna, pues la mayoría está inmersa en un universo de exclusión, marginalidad, racismo, discriminación. Poblaciones y localidades enteras no pueden satisfacer las necesidades básicas, y menos dar oportunidades en cuanto a empleo, vivienda digna y saludable, salud, educación de calidad en todos los niveles desde el preescolar hasta el profesional”, denuncia Félix Domingo Cabezas Prado una situación que, lamentablemente polariza más la falsa dicotomía de las “dos razas”. Más aún cuando, a pesar de tanta invisibilización y prejuicios heredados, el colombiano suele, quizá por la mezcla de etnias o por sufrir la misma injusticia social, ser una persona abierta, generosa y cordial con sus amigos, vecinos y conciudadanos. Los afrodescendientes, incluso a pesar de la invisibilización y el deje de racismo que conlleva, son cada vez más reconocidos por el general de la población y poco a poco han ganado espacios que antes les eran negados. Más allá de los clichés del deporte y la música, se han generado eventos culturales como el Festival Petronio Álvarez y han aparecido figuras afrodescendientes como presentadoras de noticias en informativos nacionales y reinas nacionales de belleza (aunque esto último podría significar un retroceso para los estudiosos de género). Pero aún falta trabajar mucho para un completo reconocimiento de las negritudes como componente vital e indisoluble de la nacionalidad colombiana y como fuerza movilizadora de su historia, su cultura e identidad. Sólo entonces la premisa invocada al principio podrá desmoronarse por completo y Colombia se reconocerá a sí misma y a la sangre africana, indígena y europea, es decir mestiza, criolla y colombiana, que corre por sus venas.

14 ene 2013

El monstruo

Dicen que soy un monstruo y tal vez tengan razón, pero yo pienso distinto. Soy un purificador, un arreglador, aunque creo que esa palabra no existe; mejor, soy un corrector. Corrector de qué, se preguntará usted? De destinos. Bueno, en realidad es un poco exagerado esto último. No puedo corregir todos los destinos. Por ejemplo, si usted perdió un brazo en la guerra no lo puedo reparar. Si su padre murió en un accidente yo no puedo hacer nada para evitarlo. Tal vez la expresión correcta no sea corrector de destinos, pero no tenemos ninguna mejor por el momento, o sí? Ah, claro, “monstruo”. Insito en que no soy un monstruo aunque entiendo el que algunas personas me tilden de ello. Le explicaré. Hay algunos destinos que se tuercen por diversos motivos. Infinidad de motivos, para ser más exactos, aunque acabo de caer en la cuenta de que la palabra “infinidad” no podría ser más inexacta, pero eso no importa ahora. Lo que quería decirle es que hay algunos destinos que se tuercen de una particular manera. Cuál? Le diré. Imagine usted a una señorita de trece, catorce años, sin importar el estrato. Cuál supone usted será el destino de esa niña? No lo sabe, claro que no, pero adivinemos. No me refiero a que resuelva como oráculo el futuro de la niña, sino que pensemos qué puede ser en su vida. Doctora? Ingeniera? Periodista? Bien, esas son profesiones que hacen parte del abanico de cosas que ella podría ser. Podría estudiar medicina o cualquier otra carrera y convertirse en profesional. Exitosa o no es otro cantar, pero estamos de acuerdo en que puede estudiar y luego trabajar en su campo. Bien. Qué tal si esta chica tiene espíritu aventurero y desea viajar? A dónde? A cualquier parte del mundo. Supongamos que un día decide cumplir su más caro sueño, toma una mochila y se va a caminar. Podría recorrer Europa o Suramérica a dedo, de hostal en hostal, haciendo amigos en cada pueblo y enamorando mancebos en cada viaje. Romántico, no? A mí me gustaría hacer eso. Ya no puedo, claro, y menos en la situación en la que me encuentro, pero me fascinaría irme a la aventura con una sonrisa y un morral. A usted no? Debí adivinarlo. Pero no importa, el punto es que la chica podría estudiar o viajar o, pensemos otra opción, qué tal que quiera ser cantautora? Sí, que simplemente tome un instrumento, digamos una guitarra, y empiece a tocarlo hasta que se haga virtuosa del mismo? Qué tal que la chica nos salga talentosa y se convierta en una diva de fama mundial? Por qué no? Acaso no sucede eso todos los días, como se gradúan todos los días médicos, ingenieros y periodistas, y como todos los días algún muchacho se va de la casa con un maletín? Muchos fracasan, desde luego, pero eso ya depende de cada uno, en nuestro caso, la señorita tendrá que ser muy disciplinada e inteligente para triunfar en la vida que elija. Hasta ahí estamos de acuerdo, cierto? Muy bien. Ahora imaginemos si ese destino; el de profesional, viajera o cantante, o el que sea; se ve truncado. Cómo? No sé, dígame usted. Que sufra un accidente, de acuerdo. Que se desate una guerra, cómo no. Que sus padres mueran y ella tenga que hacerse cargo de la casa. En cualquiera de esos casos, la chica verá interrumpido su sueño y tendrá que resignarse a movilidad restringida, invalidez o alguna eternidad de trabajo malo y mal pago. Hay cosas que no pueden remediarse, como la parálisis o la muerte de un padre, pero hay otros eventos igual o peor de terribles que acaban de inmediato con todos los destinos de una muchacha: quedar preñada. Después de que una adolescente tiene un hijo, todo se desmorona, todos los sueños quedan abandonados, pues la prioridad es mantener al bastardo. Por qué lo llamo así? Bueno, acepto que es algo agresivo, pero es la palabra correcta, pues en la mayoría de los casos el padre no responde y tenemos a una bella niña que de la noche a la mañana se convierte en madre soltera. Qué pasa entonces? Las metas de estudiar y ser una profesional exitosa se desvanecen, pues el dinero para matrículas se irá en el bastardo. Ni qué decir del tiempo que necesitará para los libros, pues no hay peor tiranía que la de un bebé, y más si éste carece de padre y, por ende, de ley. Cómo podrá irse nuestra viajera imaginaria a recorrer el globo si tiene semejante lastre? No puede abandonarlo ni llevárselo. Entonces? Se quedará encerrada en su terruño añorando por siempre los caminos que ya nunca recorrerá. Supongo que no hay necesidad de ejemplificar a la pobre cantautora preñada. Con algo de suerte, le cantará arrullos tiernos al bastardo que le destruyó la existencia. Terrible, no? Qué clase de vida es esa, enterrado junto a cadáveres de sueños por culpa de un ser que no deseó y que arruinó su alma como un cruel accidente. Y peor, incluso, que un accidente real. Alguien en silla de ruedas, ciego o huérfano aún puede superar su pérdida y alcanzar sus metas. Pero después de que tenga esa boca insaciable gritando por comida, ropa, colegio y todo lo que acarrea, ya no puede haber nada. Nuestra humilde muchacha habrá perdido su voluntad y estará viviendo para el bastardo que le chupará, cual parásito inmundo, hasta la última gota de médula. Estoy seguro de que usted conoce tan bien como yo muchos ejemplos de madres solteras que se desvivieron por unos hijos ingratos y viles que, inevitablemente, después de succionar el ánima materna se fueron del hogar y dejaron unas mujeres vacías, lejanas, muertas de sueños y de juventud. Esos accidentes, si me permite llamarlos así, son los que yo corrijo. Soy el corrector de esos destinos. Cómo lo hago? Bien lo sabe usted. No puedo devolver el tiempo y evitar que la muchacha se embarace, claro que no. Pero después de que el bastardito ande por ahí con su cínica risa y su respirar antropófago puedo solucionar el problema. Cómo? Usted lo sabe, por eso me llama monstruo. Desaparecer a estos seres simiescos es muy fácil. Normalmente la mamá no les presta demasiada atención. Es lo normal, claro, recuerde que ella nunca lo quiso. En muchos, demasiados casos, más de los que usted imagina, el crío camina por la cuadra de su casa sin vigilancia alguna. Tomarlo del brazo y subirlo a un auto de vidrios polarizados es tan sencillo como arrojar su cuerpo a un río. Nunca nadie ve nada. En otros casos, un buen rifle con mira telescópica es más seguro y efectivo. Desde un quinto piso se alcanzan muchas terrazas y patios. Además, nadie mira nunca hacia arriba, quizá por miedo a alguna divinidad. Siempre que disparo hacia la cabeza de alguno de estos abortos vivos puedo darme el lujo de ver por la mirilla el desespero de parientes y transeúntes por salvar al niño. Nadie se molesta en buscar de dónde vino el proyectil y menos en mirar a los puntos altos. En el mejor de los casos piensan que fue una bala perdida. Claro, soy un asesino y la madre perderá a su amado hijo, pero esa es sólo una manera de ver las cosas. En realidad estoy liberando a la madre de ese engendro que la fagocitará, que le devorará la vida. Es posible que al principio le duela mucho y que haya una depresión y no sé cuántas cosas más, pero cuando pasen los días y termine el duelo la muchacha volverá a su vida normal sin el enorme bulto que la doblegaba. Una vez más podrá tener sueños, podrá ir a la universidad, conocer el mundo o cantar en un escenario; es decir, hacer lo que desee. Tendrá de nuevo libertad gracias a mí. Ninguna de esas madres es capaz de decidir por sí misma otra alternativa como la adopción. Sería más humano dar esos hijos no deseados a otros padres que sí los quieran en lugar de, simplemente, matarlos. Estoy de acuerdo, pero estas mamás adolescentes tienen un ridículo sentido del deber, una suerte de amor ciego por esos bastardos que les impide tomar una decisión inteligente. Dicen que los aman y que son la razón de su existir, pero la verdad es que esos niños crecerán sin padre y sin ley y terminarán de gamines, raponeros, atracadores, sicarios y quién sabe cuántas cosas más. Se convertirán en verdaderos monstruos, mucho peor que yo que en verdad pienso que es mejor una muerte temprana a una vida de sufrimiento sin sentido. Por eso mi misión es enderezar esos destinos torcidos, eliminar ese obstáculo que desgracia a tantas muchachas. No piense que soy un simple infanticida, un vulgar asesino de niños de los que tantos hay por allí. Soy un corrector de destinos, aunque la verdad creo que debería buscar una frase mejor. Y, definitivamente, no soy un monstruo. Si usted o cualquier otra persona piensa eso, entonces no ha entendido mi historia.