28 abr 2010

Más libros, menos armas.

Esa era una de las consignas de los años sesentas, de la feliz era del hippismo y la alucinación, de Woodstock y Hendrix. Era la época en la que de verdad se querían suplantar los fusiles por girasoles y en que consignas como "prohibido prohibir" o "seamos realistas: pidamos lo imposible" podían cambiar al mundo. En cierta forma lo hicieron. La revolución sexual de la mano de la píldora y las minifaldas hizo que la mujer retomara su papel en la historia, aunque la opresión no ha desaparecido aún. Y la frase que usé para iniciar este artículo, "más libros, menos armas", también debió multiplicarse. En algunos países lo hicieron; en otros, lamentablemente, no.
     Qué pasó con esos alegres hippies? Los que en drogada adolescencia ascendían a taburetes tan altos como olimpos a cantar por la paz? De alguna manera crecieron y se convirtieron en adultos asalariados, más preocupados por el recibo de energía que por la paz mundial. Esta generación dio orígen al polo opuesto, los yuppies ochenteros, muchachos de corbata y chequera que se adueñaron del mundo entre los gemidos de Madonna. Pasaron las décadas y los hippies se convirtieron en una curiosidad del siglo XX, un feliz momento en el que el mundo se sintió joven y omnipotente, pero no por las armas sino por las ideas. Hoy, cuando empieza la segunda década del siglo XXI, aún hay dirigentes más empeñados en enseñar a disparar que a  leer.
     Habrá alguna conclusión para esto? Aparte de lo obvio, la metáfora de la humanidad suicida? Valdrá la pena escribir un cuento simbólico en el que una madre prefiera darle a su bebé un biberón con veneno en lugar de leche? Para qué? Habrá alguien que lo lea? O tendrán a los jóvenes al frente de un fusil y lejos de los libros? Supongo que las ideas permanecen aunque algunos tiranos insistan en acallarlas. Eso no es del hippismo, la humanidad siempre ha tenido ideólogos que esperan un mundo más humano y menos asesino y dedican su vida a ello. Pero estos cambios se hallan sólo en las letras, en ese mundo en el que ninguna bayoneta puede herirnos, el mundo donde la pluma es más poderosa que la espada.

4 abr 2010

MEMORIAS DE LOS MUNDIALES - Me falta Lothar Matteus!


Recuerdan a Magyarorszag? Adivinen: Capitán de la selección Yugoslavia de 1990, goleador de Suiza 54 o portero de la selección Holanda que perdió la copa en 1978. La respuesta es: Ninguna de las anteriores. Esa palabrita que parece escrita por un puñetazo en el teclado es el nombre verdadero de un país que fue dos veces subcampeón del mundo, patria de Ferenc Puskás, Hungría. Y de dónde saqué esa palabreja? Del mismo sitio donde aprendimos que Suecia se escribe Sverige; Alemania, Deutschland (BRD); y Bélgica, Belgique/België, con diéresis y todo. Ya lo saben, cierto? Hablo de los álbumes de Panini que cada cuatro años invaden las calles de todo el mundo. Uno de mis recuerdos favoritos de los mundiales es destapar sobrecitos, clasificar las figuras y gritar cuando aparecía uno de mis ídolos. Allí pudimos ver de frente a N’Kono, Donadoni y Tigana. Sudábamos desesperados con lista en mano cuando nos faltaban veinte láminas y nadie las tenía. Cambiábamos docenas de figuras anónimas por un Rummenigge o un Burruchaga. Nos burlábamos inclementes de esos pobres equipos africanos y centroamericanos que valían tan poco que los mandaban de a dos jugadores por lámina en una sola página (hasta el 90, secretamente todos teníamos el temor de que cuando Colombia clasificara lo mandaran a esa humillación global). Aullábamos de alegría cuando nos salía un escudo plateado más valioso que si fuera de metal verdadero. Y siempre está el protocolo infantil de intercambiar las láminas en los recreos e, incluso, en las mismas clases. Nos echábamos la madre cuando las láminas autoadhesivas nos quedaban mal pegadas o, peor aún, se nos caían y aterrizaban criminales sobre la cara de otro jugador. Todos recordamos los profesores alcahuetas que no sólo no decomisaban las monas sino que preguntaban descarados, lista en mano, si teníamos la número 237. Ese sufrimiento tan horrible al faltar menos de cincuenta láminas cuando nuestros padres no nos compraban más sobres porque siempre nos salían repetidas. Algunos tenemos el recuerdo de viajar hasta los centros de las ciudades buscando a un ser que se resiste a extinguirse, el viejito calvo y fumador que vende figuritas sueltas. A todos nos pidieron dos mil pesos por Ronaldo, nos hablaron a última hora de la lámina cero y nos dijeron que sólo salía un Michel Platini por cada cien Jaime Duarte (quién demonios era Jaime Duarte?). No nos reímos todos de los peinados de Makanaki, Caniggia y Heredia? O de nombres como Bergomi, Loco o Tomás Boy (mexicano). Siempre nos alegrábamos cuando llenábamos página y el equipo entero, ni qué decir del momento glorioso en que pegábamos, temblorosos, la última lámina conseguida con sangre, sudor y lágrimas y mandábamos empastar el álbum para la posteridad. En cambio, algunos miran a sus hijos pegando monas y esconden una lágrima porque saben que archivada se encuentra una cartilla con la terrible ausencia de Alan Hansen, Carlos Orlando Caballero y Jan Fiala y darían el alma por esas tres laminitas (un álbum incompleto no vale nada, vale menos, incluso, que uno vacío). Sin duda la verdadera competencia no se presenta en los estadios de fútbol sino en los salones de clase, en los corrillos de las oficinas, en las cafeterías universitarias cuando todos andamos con una lista llena de tachones de diferentes colores. Todos nosotros ganamos una copa mundo cuando llenamos el álbum antes que los demás. Y si lo llenamos de último, siempre se siente como una medalla de oro y siempre hay una revancha cada cuatrenio.