29 jul 2012

Esperanza olímpica

Reconozco que soy amargado y cínico. Soy un convencido de la maldad innata de la humanidad y espero que mis días alcancen para ver el fin de la historia entre explosiones nucleares o catástrofes ecológicas. Sin embargo, hay breves momentos en los que creo vislumbrar la grandeza del ser humano. Las Olimpiadas son unos de esos momentos. La antorcha olímpica, símbolo de los juegos y su hermandad, representa el fuego que la humanidad lleva en su interior, el espíritu creador y emprendedor. Cada vez que un deportista bate un récord o recibe una medalla, pienso que a lo mejor este planeta aún no está condenado.
     Sin embargo, sé que todo se trata de una pantalla. Como las ceremonias de inauguración, donde hay mucho espectáculo grandilocuente pero todo es prefabricado, el espíritu olímpico que quisiera ver no existe, no más allá de lo que todos quisiéramos ver. Nos imaginamos que en verdad podemos hacer un mundo mejor y cantar "We Are The World" entre vuelo de palomas. Pero en el fondo sabemos que estamos acabando el planeta y matándonos entre nosotros.
     Pero todavía queremos dejar de pensar así. Queremos ver esperanza, así sea la de una llama que recorre el globo para un evento deportivo. Si el mundo fue capaz de engendrar a Gandhi, a Mandela o a Luther King; si es capaz de asombrarse con una llama prefabricada que simboliza la unión, a lo mejor también es capaz de evitar su autodestrucción y de crear un mundo mejor. Incluso si suena tan cursi.

4 jul 2012

Skinhead, dead head


El siguiente texto es una seudo entrevista escrita en 1998 y publicada posteriormente en el periódico La Palabra.

La Osa Mayor se dibuja gigantesca y majestuosa sobre el cielo. En mi natal Colombia sólo se percibe como un susurro en el horizonte. Aquí, en Alemania, la constelación ilumina mi cita con un personaje oscuro. Uno de los controvertidos skinheads, un tristemente célebre cabeza rapada. Yo, sutil tercermundista, voy acompañado de dos amigos germanos que me respaldarán por si al tipo no le gustó el empate del mundial del 90.
     El escenario es un bar como cualquiera del mundo. Al otro lado de la mesa, exactamente frente a nuestras cervezas irlandesas, está el skinhead cumpliendo con el estereotipo: cabeza totalmente rapada, chaqueta de cuero sobre camiseta blanca y cinturón de gruesa hebilla ajustando los jeans que terminan en pesadas botas. Afortunadamente no veo el bate. Espero no verlo en toda la noche.
     La expresión del muchacho no parece violenta. Cualquiera de mis amigos sin cabello se vería igual. Sólo la ironía del saludo revela la densidad del ambiente: “Así que tú eres el periodista?” La conversación se desarrolla en un inglés mixto de fácil confusión, aspecto que aumenta mi nerviosismo. Recuerdo que alguno de los inútiles libros que leí durante mi formación académica decía que el entrevistado siempre está más asustado que el entrevistador. Me armo de un valor actuado para preguntar sus datos personales.
     El joven tiene sólo 20 años, hijo de una familia alemana conservadora, pero pasiva, según explica con cierta amargura. Sin ningún disgusto con sus padres, se rapó la cabeza hace tres años porque considera que intrusos de otros países están arrebatándole las oportunidades de trabajo a los nativos. “Te ha pasado?” pregunto indagando el origen de la rabia que se huele en sus palabras. Dice que no, pero que un amigo no pudo ingresar a la universidad por un turco con mejores evaluaciones. Cualquier persona con habilidades superiores lo hubiera desplazado sin importar su procedencia, trato de explicarle, pero él sigue empeñado en que el puesto de un alemán está ocupado por alguien de otro país. Qué sucedería si fuera un alemán en Turquía? “Quién querría ir a ese país mugriento?” me contesta. De manera suspicaz pregunto si sería capaz de situar a Turquía en un mapa. Su silencio aumenta la rabia.
     El ambiente se ha anudado aún más. Mientras el muchacho se calma, empino mi bebida y le pregunto con evidente doble sentido por qué ha pedido cerveza irlandesa y no alemana. “El nacionalismo no tiene nada que ver con la cerveza”, contesta con la primera sonrisa que le veo. Recuerdo las palabras de un amigo que asegura que el licor resuelve cualquier problema.
     Decido entonces dejar de lado mis propios prejuicios e indagar los motivos que lo llevaron a unirse a los ‘skins’. La xenofobia ultraconservadora que espero encontrar no aparece y en su lugar encuentro un extraño resentimiento hacia lo desconocido que estoy a punto de llamar temor. Su idea de racismo linda más con un regionalismo malsano y con un extraño afán de protagonismo juvenil. El joven asegura que ha encontrado un lugar en su grupo de ‘skins’. Le sugiero inocentemente que se afilie a un club y hasta ahí llega la sonrisa del chico y la tranquilidad del ambiente.
     Por la vía agresiva y rápida el muchacho me recita los preceptos de los cabezas rapadas mientras su índice los subraya frente a mi rostro. Defender la herencia germana, no permitir que extranjeros indeseables se apoderen de su territorio, alejar la penetración cultural, todo esto se resume en una frase que repite casi poéticamente: “Alemania para los alemanes”.
     La irlandesa lo calma un poco. Mis amigos sentados a la mesa no han dicho nada pero se lee en sus ojos un plan para defenderme en caso de emergencia. Ya no estoy asustado, he descubierto el verdadero origen de su secta, el temor. Para confirmarlo procedo a atentar contra su más débil precepto, su formación política. El muchacho no se considera realmente neonazi, apenas entiende la ideología facista y lo único que muestra es un intento, noble según él, de defender su patria.
     “Por qué con la violencia?”, pregunto. “Porque es la única forma de que ellos entiendan que no nos quitarán nuestro lugar en nuestro país”. “Es esa la imagen que quieren tener en el mundo?”. Con una larga perorata (que no entendí completa, lo confieso) explica que no le interesa eso, que sólo quiere que los dejen tranquilos y que no vengan a invadir tierra germana. No sé por qué pienso en Jesse Owens.
     El click de la grabadora interrumpe la conversación y mis amigos me aconsejan en su precario español, que de todas maneras es mucho mejor que mi nulo alemán, el fin de la entrevista. Pregunto, por tirar una última puya, si me considera a mí un enemigo. “No -recupera su sonrisa cervecera- tú eres un turista, tú vienes a dejar tu dinero aquí”. Río en mi interior pensando lo frustrado que se sentiría si supiera mi presupuesto. Me despido con un apretón de manos mientras recuerdo su nombre.
     -Douglas. Ese nombre es de origen inglés –me invento- si todos pusieran en práctica tus ideas te tocaría cambiártelo. Escucho su sardónica sonrisa teutona mientras mis amigos me conducen a la salida del bar. Estoy contento con la charla y la cerveza. He entendido un poco más a estos desadaptados que no difieren mucho de algunos grupos de mi país. Aunque camino tres cuadras más allá de la taberna y ya no escucho el rock alemán, todavía giro mi cabeza mientras pienso en un bate balanceándose.