28 jul 2011

Un bel morir

La muerte, inevitablemente, suele verse como una gran tragedia; particularmente si el occiso es joven o famoso. Siempre he pensado que la muerte, como se hace en varias partes del mundo, debe celebrarse. El difunto, joven o viejo, ya dejó de sufrir, está reunido con sus dioses, seres queridos o, simplemente, en el eterno o la nada, lo que para el caso es lo mismo. Los que realmente sufren son los parientes que lo añorarán y desearán que se hubiera quedado en cualquier condición. Y si la muerte es debido a un accidente, peor todavía, pues es una vida truncada que pudo dar mucho y terminó en desastre.
     Las partidas en menos de un mes de Facundo Cabral,  Amy Winehouse y Joe Arroyo confirman que alguien querido y popular, como un músico, hace metástasis en la población. En el primer caso, un asesinato vil, como todos, que mancha de crimen una muerte que pudo ser placentera y amigable. Winehouse murió como vivió, al extremo y en sus propias alucinadas reglas. El Joe gozó su vida y su muerte rodeado de amigos y fiesta. Individuos y sociedades se identificaron con ellos, y sus voces, ya lejanas, sonarán mientras la humanidad tenga alma.
     Pero, a riesgo de que alguien me añada a su lista de enemigos, ésos son los finales que merecen los artistas. Agentes del inframundo que despotrican de dios y le enrostran su eternidad a los hombres  no pueden tener una muerte sencilla, de segunda mano, rodeada de gasas y antibióticos. El suicidio, la tragedia, el misterio debe cerrar con broche de oro, con acorde estridente, una vida brillante y azarosa. Nadie quisiera ver un Kurt Cobain anciano, con tatuajes arrugados, recibiendo un título honoris causa de algún conservatorio en Seattle. Andrés Caicedo cautivará por siempre a las adolescentes caleñas con su cabello largo y sus gafas de cinéfilo. Hemingway, en el círculo en que esté, se jactará de que aún no ha escrito su última aventura. Janis Joplin, siempre joven, nos cautiva con una voz que no necesitó muchos años para añejarse.
     Hay quienes merecen morir en sus camas, envueltos en frazadas y con crucifijos y escarpines. Así habrán fallecido Borges, Frank Sinatra y Roy Rogers. Pero vidas escandalosas claman partidas igualmente emblemáticas. Bien reza el refrán: sólo merece morir quien ha vivido.

1 jul 2011

La tragedia del fútbol

En las lejanas noches de mi infancia, tengo dos recuerdos dispares y cumbres: Leer a Julio Verne y salir a jugar fútbol. Aclaro, de entrada, que jugar es un decir, pues desde niño fui, como dijeron de García Márquez, "tronco para el balón como buen intelectual". Lamentablemente, en mi caso ni fui buen intelectual ni nada. El punto es que tras las páginas me esperaba la calle convertida en cancha. Yo jugaba (es un decir) de volante de creación; tal vez sea esa la única excusa para actualmente dedicarme a la creación literaria. Nacido en Ibagué y (mal)criado en el Valle del Cauca, sufrí durante todos los ochenta la burla de mis compañeros, usualmente hinchas del Cali y el América, porque mi amado Deportes Tolima se sumergía en el fondo de la tabla. Nada qué hacer, excepto mantener fidelidad por el equipo amado. Varias veces acompañé a mi papá y a sus amigos al estadio Pascual Guerrrero, donde pude ver al "Muelas" León y otros quesos de su categoría contra Cabañas, el Gato Fernández, Willington Ortiz y otros grandes jugadores. Nos sentábamos en las tribunas junto a hincas rojos y verdes y la conversación siempre eran bromas alrededor del fútbol y el frustrado Mundial del 86. Y nunca, nunca recuerdo a nadie, ni siquiera, levantando la voz como no fuera para increpar al árbitro.
     Sé que muchos de mis artículos terminan sonando a "todo tiempo pasado fue mejor" y cosas así, pero es inevitable quejarse ante el evidente hecho de que el fútbol, que es deporte sano y fiesta eterna, se haya convertido en sinónimo de violencia y peligro gracias a unos delincuentes y desadaptados que creen que portar una camiseta y un puñal los hace luchadores de su equipo cuando no pasan de vándalos y hampones.
     Cuando descendió River Plate se habló de la "tragedia del fútbol argentino". Difiero profundamente de esa idea. Primero, porque la tragedia, aún si usamos esa palabra, se reduce a la hinchada de River y no a la nación entera. Además, es una idea desigual; no son tragedias las de Belgrano, Huracán o Yupanqui? Segundo, la verdadera tragedia no es lo acaecido en la cancha sino fuera de ella; el despliegue de violencia e irracionalidad que acabó con el estadio Monumental y sus alrededores. Esa fracción de la hinchada que cree que tiene derecho a amenazar árbitros y jugadores, y a tomarse una supuesta justicia futbolera (?) por su propia mano contra la policía o cualquier vitrina o caseta telefónica. Éstos delincuentes son la verdadera tragedia del fútbol mundial.
     Pero no la única. En Colombia, para no salir de la cancha, hemos tenido tragedias como los malos dirigentes, los carteles de la droga, la corrupción rampante y, desde luego, los hampones con camisetas de equipos. Aquí no sólo tenemos amenazas sino asesinatos que ya pasan por hinchas, árbitros y jugadores. Qué pasará el día que desciendan América, Millonarios o Nacional? Tendremos nuestra propia tragedia? Ya tenemos una tragedia, señores! La que impide que historias como la de mi niñez se repitan hoy. Los padres no se arriesgan a ir a un estadio con sus hijos, y un niño hincha de un equipo rival ya no debe temer la burla sino la puñalada.
     Ésta tragedia no es gratis ni producida por el fútbol. Es el mismo síntoma que hace que maten a alguien por robarle un celular o porque caminó por la cuadra equivocada. Es producto de la descomposición social que ha corroído a Colombia desde hace décadas. Los mismos patrones que dañaron el fútbol y que mencioné líneas arriba; corrupción, malos dirigentes y narcotráfico; son los que han convertido a Colombia en un campo de batalla, en un sálvese el que pueda.
     Esa es la verdadera tragedia, pero no del fútbol sino de la nación. Y sólo actuando hoy se puede mejorar el mañana. Sólo si se cambian esas costumbres malsanas hoy y se eligen mejores dirigentes hoy, podrán los niños del mañana leer a Julio Verne, jugar en la calle e ir al estadio de nuevo.