16 dic 2011

MD™

El siguiente es el prólogo escrito por el profesor James Cortés Tique para mi novela MD™.

MD™, el título de esta novela es engañoso, pues si bien no seduce al lector raudo que husmea una vitrina en busca  de historias sugerentes, es a éste a quien le está destinado por ser hijo del trinitario signo del capitalismo (mayor producción, menor tiempo, mínimo de inversión). Para el lector que supere el obstáculo del título en la carátula, la novela le depara magníficas sorpresas, una tras otra.  En la tercera frase se le entregan al lector las claves para el desciframiento: el código del título y de la novela. MD significa Maravilla Decadente, y las exponenciales consonantes TM del tecnolecto comercial, significan "Trade Mark", en castellano, Marca Registrada.  Se trata de una novela sobre la sociedad de consumo. 
     El mundo novelesco se construye con una fábrica llamada Maravilla Decadente, en la que hay un jefe máximo llamado Señor I, una secretaria llamada Evva, un eterno subjefe llamado Príncipe y los pilares creativos de  MD™  llamados Víctor y Camilo. Con estos mínimos fundamentales, Oscar Perdomo Gamboa inicia la historia  de la invención de artefactos y de la creatividad publicitaria, si como artefactos debemos entender la invención del fútbol, de la publicidad, de Dios, del azar... En estos términos esta novela bien podría llamarse el libro del origen de todas las cosas del consumo.  
     Una fábrica es, quizás, la mejor  metáfora cognitiva para narrar el nacimiento de los artefactos, de las mercancías, de las profesiones, de los personajes definidos por sus roles o funciones. Desde la factoría como mundo-modelo de existencia virtual, Oscar Perdomo Gamboa nos entrega a sus re-creaciones poéticas, aludo a los permanentes juegos con el lenguaje, es decir los retruécanos con la lógica, que nos recuerdan las grandes obras de Lewis Carroll; nos entrega a un mundo en el que la invención de las cosas pasa por el arduo buril de la ingenuidad, como aquella de los encuentros de José Arcadio Buendía con Melquiades; nos entrega  a la tozuda inocencia crítica, como la de los Cronopios cortazarianos; nos entrega a la risa irónica sobre la sociedad de consumo que hemos conocido en los cuentos de Juan José Arreola tales como  Baby HP y Anuncio (cuento donde hallamos la invención de Plastisex ©, artefacto que vaticinaba a MD™). Así pues, la factoría llamada Maravilla Decadente es una potente máquina de reciclaje donde se renueva el vínculo con grandes obras de la literatura, donde se reanuda el pacto fundamental con el lenguaje, lo lúdico: ese maravilloso remedio que hace que las patas de las sillas se liberen de la artrítica enfermedad de la catacresis para volver a ser una analogía reveladora, una epifanía de muslos pluscuamperfectos, como diría De Greiff.
     Una dificultad presenta la novela de Oscar Perdomo Gamboa, el ritmo vertiginoso de la narración y la multiplicación y desmultiplicación permanente de lo seres que pueblan el mundo. El lector observará que no hay un solo punto y aparte, todo es seguido.  Se inicia la lectura y sin pausa alguna hay que ir hasta el final. La lectura es una carrera gobernada por el humor, único jinete capaz de cabalgar la estampida de la metonimia.  Ahora bien,  decir dificultad no es nombrar un defecto sino, en este caso, una virtud estilística, pues  tratándose de una novela sobre la sociedad de consumo, la narración nos ofrece una invención tras otra, sin cesar, insaciable. MD™ es un mundo de consumo y  de autoconsumo. El mundo narrativo se alimenta de sí mismo, se auto engulle para inflarse hasta la revelar la caprichosa bancarrota del significante.
     Gracias, Oscar, por saber abrir la puerta para ir a jugar.   

James Cortés-Tique. 

10 dic 2011

Cuando el plástico se rompe

Estoy por pensar que lo que escribo no sirve para nada. En realidad, siempre he estado seguro de eso, particularmente porque me dediqué a la ficción (y a la más rebuscada, para acabar de completar) en lugar de escribir libros de superación personal o novelitas de traquetos. Pero no me refiero a esa tautológica afirmación, sino a que mi voz y la de tantos que gritamos al mundo no se oyen. Hace cerca de dos años escribí un artículo titulado El Maniquí con Silicona en el que me quejaba de la imagen que esta sociedad obliga a las mujeres. Cada dos o tres meses veo en las noticias la misma historia repetida con otra víctima: algún doctor corrupto o algún error de procedimiento cobran la vida (o la cola) de alguna muchacha que quería "mejorar su aspecto".
     Sé que me ganaré muchos problemas por decir estas cosas, pero estas damas que sufren estas canalladas o fatalidades no son víctimas; sus males se los buscaron ellas mismas por (y que vengan los enemigos) idiotas. Sólo alguien con aserrín en el cerebelo se somete a una intervención quirúrgica (si sabrán lo que significa?) con el único objetivo de servir de cebo para el consumidor masculino.
     Aunque, mejor pensado, estas mujeres sí son víctimas; pero no de doctores y estafadores, sino de la sociedad machista y patriarcal que les ha enseñado desde niñas que no valen por sí mismas, que sólo tendrán el valor que les otorgue algún macho alfa. Y, peor todavía, que ese valor no tendrá que ver con su intelecto, talento y capacidades, sino con sus formas. Una mujer bonita y muda es el premio perfecto para el macho dominante. Una presea a la que, como a cualquier trofeo, se posee y se pule.
     Pero no me desgastaré más gritando, cual Cassandra (como lo escribí en otro artículo, valga la publicidad) las verdades evidentes. Además, no soy el único. Todos los días vemos, incluso por  la caja boba de la televisión, las terribles consecuencias de la estupidez. Sin embargo, ya sabemos que junto a cada denuncia hay un centenar de comerciales con modelos invitando a ser bellas y superficiales, por no decir tontas.
     Nosotros somos quienes criamos a la siguiente generación; quienes les compramos a las niñas muñecas y juguetes que las alientan a la vanidad y no al intelecto; quienes les exigimos estar bonitas y soñar con ser reinas de belleza, preferiblemente diciendo pendejadas que pasen a la historia. No se aterren si sus hijas, cortesía de la sociedad que alimentamos entre todos, salen en las noticias en un futuro cercano, y no precisamente en la página de farándula.

24 nov 2011

Las voces de los inmortales

El 24 de noviembre de 1991 yo debía presentar (aunque no me lo crean) un examen de álgebra lineal. Afortunadamente (aunque tampoco me lo crean) había sacado cinco en el primer parcial y podía darme el lujo de perder el final, porque me era imposible concentrarme. Pocas horas antes había escuchado por radio la noticia, la muerte de uno de mis primeros y más grandes ídolos: Freddie Mercury.
     En mi adolescencia, y durante el resto de mis miserables días, el rock calmó el sinsentido de la existencia. Uno de mis recuerdos más bellos es la fantasmagoria audiovisual de "Innuendo", tema épico y dramático que solía repetir hasta la ceguera en bares de mala muerte donde entraba siendo menor de edad con la Libreta Militar. La voz de Mercury, su fuerza vital, su tremenda corporalidad; todo se había extinguido para siempre. Ya sabía de la muerte, pero Lennon o Dalí, quienes ya habían regresado al Olimpo, dieron sus vidas antes de mi idolatría. El vocalista de Queen fue el primero que me mostró que los semidioses también son finitos.
     Después, cada muerte de una estrella de rock fue un repetir de ese examen de álgebra lineal, de esa desazón interminable, de ese abismo a lo inexistente. Michael Hutchence, Kurt Cobain, George Harrison, Michael Jackson y todos los que siendo humanos frágiles se convirtieron en deidades imperecederas me recuerdan lo que siempre quise ser y lo que nunca fui.
     Y, claro, recuerdo lo absurdo de aquel examen. Ninguno de los que lo presentó valdrá nada para la eternidad. Mercury tampoco lo presentó, pero su inmortalidad es tan indiscutible como su fallecimiento. Cada vez que escucho una de sus canciones o que veo morir a una estrella de rock recuerdo que mi fin es tan ineludible como fue inútil mi vida. Incluso lo que decidí hacer para disimular mi inexistencia, leer y escribir, no será ni siquiera un pie de página en el ilegible libro de la historia. El texto que ahora escribo no será leído por ojos que no se pierdan.
     "Ya somos el olvido que seremos", rezaba Borges, otro tan inmortal como sus letras. Algo tienen en común el maestro argentino y el rockero universal: vivirán, no, serán para siempre. Y los que no somos ni siquiera olvido, tenemos el consuelo de compartir a través de unas páginas o unas guitarras un atisbo de aquello de lo que sólo los dioses tienen conocimiento.

18 nov 2011

La lección de los estudiantes

Fue glorioso. Las cifras varían según la medición y según quienes estuvieron en vivo y en directo, pero la protesta de los estudiantes contra la reforma a la ley 30 ronda por las decenas, tal vez centenares, de miles. Y, tras paro, besatones, videos, marchas, etc, se consiguió lo que se buscaba, al menos en su etapa inicial. El gobierno, aunque entre disimulos y explicaciones, tuvo que ceder.
     Y eso es lo que verdaderamente nos ha dejado esta experiencia. Los que tenemos el poder somos nosotros, el pueblo. Lo único que necesitamos es el valor para levantarnos y el sacrificio para soportar. Así como los estudiantes nos enseñaron a todos que se puede ejercer el derecho a la protesta para propiciar cambios, así deberíamos hacer todos contra los abusos y la corrupción de que somos víctimas. Pero para eso tenemos que empoderarnos como nos lo mostró la juventud del país. Se nos olvida que el poder es nuestro, que los dirigentes los elegimos nosotros para que nos representen y nos sirvan, y que el que debe quedar satisfecho cuando se le presta un servicio es el cliente, quien paga.
     Un par de ejemplos sencillos. Las empresas de telefonía celular hacen con los usuarios lo que se les da la gana; abusos, sobrecostos e irregularidades son pan de cada día. Pero qué es lo que siempre hacemos? Quejarnos y seguir aguantando y pagando. Qué pasaría si todos (todos, claro) dejáramos de consumir sus minutos y de llamar y de comprar sus teléfonos? Se verían obligados a bajar las tarifas, tratar bien a sus clientes, etc. Pero a nosotros nos parece imposible. Qué absurdo! Acaso no sobrevivió la humanidad tres milenios antes de la telefonía celular? Lo único que necesitamos es, como los estudiantes, la capacidad de sacrificio y entrega.
     Otro ejemplo. La gasolina sube cada dos meses y lo único que hacemos es, de nuevo, quejarnos y aguantar y pagar. Y si dejáramos el carro en casa? Nos subimos al transporte público o la bicicleta, o simplemente caminamos y obligamos a que el precio baje? Eso es imposible! Gritará alguien. Si todos lo hacemos, como los estudianes, será posible.
     Un último e idílico ejemplo. Políticos corruptos y asesinos nos han gobernado desde hace tanto tiempo que ya perdimos la cuenta. Y nosotros, predeciblemente, nos quejamos, aguantamos y pagamos. Qué pasaría si toda una ciudad se plantara frente a la alcaldía y exigiera la renuncia del alcalde? Tal vez haya que aguantar una semana o más, como los estudiantes, pero al final tendría que dimitir. Eso podemos hacerlo con todos los corruptos del país. Ya debimos hacerlo con algunos que hoy andan orondos criticando y enviando mensajes por internet mientras llevan en sus espaldas elefantes y denuncias a la Corte Penal Internacional.
     Los estudiantes nos enseñaron una valiosa lección que en diversas partes del mundo ya se aprendió. El poder está en nosotros. Ya es nuestra decisión si decidimos, como en tantas otras ocasiones, dejar que nos lo arrebaten.

25 oct 2011

Aquelarre de cabecera

Este artículo fue publicado hace un par de años en el periódico El Colombiano en un especial de Día de Brujas.

Canta, oh bruja, la angustia de Perdomo Gamboa cuando supo que debía seleccionar diez nombres y dejar por fuera todos los demás, como amantes abandonadas. ¿De qué arbitraria forma podríamos barajar los rostros de tantas brujas que nos han acompañado desde que Paris se robó a Helena? Sólo un filtro de amor es lo suficientemente fuerte para que mis dedos tracen palabras mágicas en un papel que servirá de hoguera a las condenadas al exilio: El amor a la literatura. Me arriesgaré a que alguna bruja vengativa, despechada por su exclusión de mi infame antología, me haga un encantamiento y me convierta en sapo, lo que tal vez me granjee un beso de una princesa.
     Empiezo por despedirme de todas esas novias que ya no tendré, tantas brujas que no han bebido tinta de literato. Adiós a las verrugas, los calderos burbujeantes y las escobas mágicas. Adiós, Juana de Arco; embrujas más que Mila Jojovich. Bruja de Blair, fuiste apenas un proyecto. Winona Ryder, que no te venza el macartismo. Bette Midler, me gustas más cuando cantas. Te veré en los horóscopos, Regina Once.
     Lo siento, Castro Caicedo, tu bruja es no-ficción. Borraré mis heroínas de historieta; no me salves, Zatanna; no te salves, Bruja Escarlata. Raven, Teen Titans Go! Apagaré el televisor en las narices vibrantes de Samantha y de Sabrina. ¡Saludos a Archie! Recoge tus pinzas y deja de perseguir a Bugs Bunny, Brujilda. Madame Mim, ya no podré vitorear tus trampas; a ti dedico el canticuento de la Bruja Loca: No sabe hacer brujería porque ya se le olvidó. Bye, bye, Alice Cooper, en tu cuerpo decrépito de rockero yace el alma de una bruja inmolada. Only women bleed . No veré los goles de la bruja Verón ni de su engendro homónimo. No montaré en brujita en el Pacífico. No volveré, lo prometo, a decirle Bruja a Doña Clotilde. ¡Alakazám!
     Pero, aparte de todo este aquelarre al que acabo de desterrar, aún me faltan las brujas impresas. Las que nos perseguían en cuentos infantiles y leían nuestros destinos en novelas adultas. En un vano intento de justicia y objetividad, decidí agrupar a mis elegidas en categorías. Por ejemplo, de todas las brujas que nos heredaron los Hermanos Grimm, Charles perraut, Hans Christian Andersen y otros autores tradicionales, que darían para un listado aparte, escogí una que las incluyera a todas. Por supuesto, me embargó un gran dolor al apartar tantos personajes que me embrujaron desde niño.
     Lo mismo sucedió con las brujas colombianas. Roberta Caracola (El Leopardo al Sol), Francisca García Muriel (La Casa de las Dos Palmas), Elisenda Zambalamberri (La Otra Raya del Tigre) y muchas más desde Gustavo Álvarez Gardeazábal hasta Alfonso Bonilla-Naar que tuvieron que ceder ante la seleccionada. En esta hoguera común quedaron las brujas de Salem, de Arthur Miller; la Reina de los Hielos, de C.S. Lewis; Minerva McGonagall, de J.K. Rowling; la Bruja de Abril, de Ray Bradbury; Hind, de Salman Rushdie; la Dama del Lago, de Walter Scott; la Gran Bruja, de Roald Dahl; la Baba Yaga, de Alexander Afanasiev; la Bruja de Portobello, de Paulo Coello; Hécate, Medea, la Bruja del Mar, Viviane, Nimue, Salomé y muchas otras que van desde autores de ciencia ficción como Isaac Asimov hasta candidatos al Nóbel como Carlos Fuentes.
     Extender esta relación sólo serviría para darme un falso aire de erudito y acentuar que se trata de una antología arbitraria. Bienvenidas sean, pues, mis diez brujas literarias favoritas.

1. La Diosa Blanca
Mito primigenio recopilado por Robert Graves a quien se dedican todos los verdaderos poemas. Musa exiliada por Apolo. Se transforma de mujer hermosa en cierva, loba o bruja.

2. La madrastra
De Blancanieves, de Charles Perrault. Representa a las brujas de los cuentos. Se funden dos arquetipos, el de la madrastra cruel y el de la bruja malvada: con hechizos intenta matar a la heroína.

3. Las Tres Brujas
De Macbeth de W. Shakespeare. La representación de Las Hermanas Fatales de la mitología germana, Urd, Verdandi y Skuld, equivalentes a las Parcas griegas. Son parte de las muchas triadas antiguas.

4. Galadriel
De El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. La Dama del Bosque, hechicera elfo que porta uno de los tres anillos de poder. Puede leer la mente y el futuro. Gimli, el enano, primero le teme y luego la idolatra.

5. Circe
De la Odisea de Homero. Deidad poderosa. Esta hechicera transforma los hombres en cerdos con un brebaje que incluye vino, miel fresca y drogas perniciosas. Ulises la vence y, cómo no, la seduce.

6. Morgan Le Fay
La rival de Merlín, conocida como Fata Morgana. Legendaria hechicera de la mitología del Rey Arturo. Sobre ella han escrito autores como T. H. White. El mismo Vargas Llosa llamó así a una de sus hijas.

7. Rosaura García
De Los Cortejos del Diablo de Germán Espinosa. De todas las enemigas de Mañozga, incluyendo a la Bruja de San Antero y Catalina de Alcántara, la más mágica es esta centenaria levitante.

8. Xayide
De La historia Interminable de Michael Ende. Esta hechicera manipula a Bastian Baltasar Bux contra Atreyu para apoderarse del trono de Fantasía y eliminar a su gobernante, la encantadora Emperatriz Infantil.

9. La mujer bruja
De Las mil y una noches. Es la primera bruja del libro. Villana anónima que transforma a su marido en perro y como castigo es transfigurada en mula con la ayuda de otra bruja joven y buena.

10. Bruja Malvada del Oeste
De El Maravilloso Mago de Oz, de Frank Baum. Arquetipo de perfidia garantizada al que Dorothy vence con un baño de agua. En la cinta de Judi Garland, fue encarnada por Margaret Hamilton.

13 oct 2011

Cero. Algún lugar del tiempo y el espacio


El siguiente texto es la introducción de mi libro Ella, mi Sueño y el Mar.

Sol y nubes amarillas. Y viento, y hojas, y sabor de mantícora trasnochada. Flama de quimeras, de avatares, de trasgos; de brujas sin plumas, de cerdos al vuelo, de aromas calcinantes y ebrios. El asfalto seco, las botas que no llevo, las escalas, como las de Zepellin o las de Cortázar. Y arriba, al borde del abismo, pandemonium. El averno de los jugadores. Caldo hirviente de histerias y celos colectivos. Las viejas sonrisas concentradas, los libros no leídos, las criaturas de la mitología comercial. Yo camino, como Ulises entrando al Hades, entre los espectros que no pueden tocarme. Entre las huellas de los elfos y el fuego de los dragones. Dos manos, un saludo, una carta que no tengo. La misma rutina magnética. Empantanado, regreso donde el vapor de malta no me alcance, donde mis poros puedan beber hollín fresco. Y escucho una voz de sirena no mítica, no cartográfica, no inválida. Hay un eco, lejano como todo lo que nunca tuve, una vieja fotografía en blanco y negro. Una tez sonrojada, una oleada negra, algo que soplaba en mi nuca, y la voz argentada que insiste en mi memoria. Golpea contra mis olvidadizas rocas como marea atormentada, una y otra vez, hasta que los recuerdos salpican mi rostro. La conozco en una maraña universitaria con mi emperatriz rusa. Con una revista negra y una deidad en el cielo. Y hablo. Qué otra cosa me queda salvo el lenguaje? Barajo mis penas e invento historias con la facilidad de un niño con muchos juguetes. Rueda Tolkien, rueda Garrincha, rueda Luthor. Rueda el mundo en un torbellino cuyo centro soy yo, y la sirena, y una mirada verde, intermitente como silbido de estrella. Entonces la veo, agazapada como un hobbit, titilante cual tesoro escondido. Ceñida de noche y esmeralda; de bandera africana, de fruto trapecista, de paisaje en invierno. Algo adivino entre líneas, pero mis cejas, llenas de divinidad y trajín, están sedientas a pesar de tanta magia azul. Me diluyo entre las luces, los dibujos y las propias palabras incautas, dichas al azar, como corresponde a un juego de cartas. Después, mucho después, cuando mi pasado ha tenido tiempo de atormentarme, me reflejo en sus ojos verdeamarillo, como la selección Brasil. Unos ojos sin memoria, pero con fulgor de diosa. Su cantar me envuelve en tiras palindrómicas. Imagino su piel y las caricias que ha olvidado. Besos en el pasado ignoto. Sentimientos ahogados en un agujero negro inescrutable. El olvido, esa paradoja, abrazando su torso de mármol. Entonces la miro de nuevo, deslumbrado por su unicidad. La supongo personaje de cuento, de fábula, de cómic. La pienso en un laberinto arrugado, libre de cadenas y perseguida por ellas. Imagino su pluma, sus párrafos, su historia impresa, cual leyenda. La veo tan especial como es, como fue, como será aunque no lo recuerde. Entonces concibo el terrible momento en que me olvide, en que mi ropa azul se disuelva con el sopor taciturno y el olor a pan. Me niego a languidecer en esa hermosa pero fría fosa común. Me pregunto si seré parte de sus letras algún día. Así que le propongo un juego, una apuesta sorda. Cambiar letras por letras, versos por sueños, canciones mal entonadas por un suspiro al momento del olvido, esa otra muerte. No sé si me convierta en trino, en huella de lápiz o en sombra sin rostro, como soy ahora; pero sé que guardaré en mi recuerdo su mirada, su eterna mirada, para entregársela de nuevo el día en que definitivamente me olvide y que podamos mirarnos como dos desconocidos... otra vez.

28 sept 2011

Olor de espiritu joven

Hace 20 años, cuando la mayoría de mis estudiantes no habían nacido, mi generación saltó del pop prediseñado y del rock conformista hacia el nihilismo. Los culpables fueron tres tipos con aspecto de drogadictos que no pasan por la ducha, cuyas canciones arrojaron a nuestras adolescentes caras el sinsentido de la sociedad. De pronto, supimos que el mundo era una mierda y que nosotros, inmersos en el mismo, no podíamos ser nada diferente. Entonces, ahítos de frustración y rabia, nos identificamos con esos acordes duros y destemplados, con esas voces que gritaban desterradas del paraíso prometido, vomitamos nuestro odio junto con el licor barato y las patadas al universo. El nombre de estos tres degenerados que nos abrieron los ojos, Nirvana, fue la máxima ironía, pues en lugar de llevarnos a la paz espiritual nos mostraron el último círculo de la dantesca y miserable sociedad en la que vivíamos.
     Por supuesto, "vivíamos" es un decir. Aún vivimos en esa misma sociedad, tal vez peor. Y los jovenes que nos negábamos a doblegarnos ante el entorno conformista tuvimos que crecer porque el tiempo, a diferencia de los discos de la época, no puede tocarse al revés. El suicidio de Kurt Cobain nos mostró la derrota inevitable, lo inútil de nuestra rebeldía. Ya lo habían anticipado Janis Joplin, Jim Morrison, John Lennon y Jimi Hendrix. Estábamos ante un callejón sin salida: una sociedad donde los Cobain, los que restriegan la mierda del mundo en la cara de los demás, no tienen derecho a existir.
     Hoy, veinte años después, los jóvenes aún escuchan a Nirvana. Los de mi edad también, pero desde sus autos lujosos y en los breves espacios entre el trabajo, el colegio de los niños y la rumba con bachata. Unos pocos, tercos como buenos rebeldes, seguimos con el pelo largo y perdemos nuestra vida entre libros y pentagramas; aunque decidimos bañarnos todos los días. Y la mayoría de los jóvenes? A pesar de voces interminables como la de Amy Winehouse, parece que siguen en  ese conformismo ciego del que sólo un músico suicida puede sacarlos.
     A eso huelen, inevitablemente, los espíritus jóvenes.

2 sept 2011

País antideportivo

He visto la escena tantas veces que ya parece caricatura. Un joven o una muchacha de rostro y expresión humildes, con sonrisa tímida y un traje que parece prestado, recibe de manos de algún presidente o alcalde una condecoración. El gobernante hace un breve discurso con las palabras "orgullo", "patria"  y "ejemplo" mientras a sus espaldas se regodean unos dirigentes deportivos que no caben en las ropas, no por su alegría sino por su sobrepeso. Al final, al joven o la muchacha le entregan una placa que acumulará polvo en un cajón y la promesa de una casa que, con algo de suerte, le entregarán en algún barrio que no aparece en los mapas.
     La situación del deportista colombiano es triste. La clase dirigente no se dedica al deporte, a no ser que se trate del polo, el automovilismo o el tenis, actividades más relacionadas con la lúdica que con la competencia. Pero los boxeadores, los atletas e, incluso, los futbolistas salen de la enorme cantera de pobreza. Y ellos tienen que luchar y entrenar en contra de las decisiones políticas que prefieren comprar votos y robar tierras y recursos antes que invertir en una de las actividades que alejan a la juventud de las drogas y la violencia. La historia arriba narrada casi siempre tiene un preámbulo predecible: una madre pobre que lava ajeno o hace arepas en la esquina para sostener la casa; un infante noble y talentoso que camina decenas de cuadras para ir a entrenar porque no tiene para el bus; sacrificios, rifas y súplicas ante la empresa privada para comprar equipos y asistir a algún evento internacional; la indiferencia absoluta de los medios y la clase dirigente hasta el glorioso momento en que gane una medalla.
     Entonces todo cambia. Por arte de magia, nuestro anónimo deportista se convierte en orgullo patrio; aparecen los politiqueros oportunistas a robar pantalla y elogios a su lado, diciendo que siempre lo apoyaron y contando mentalmente los votos que representa; los buitres de la información vuelan en círculos sobre su casa y su barrio, y se solazan con el color local, las tórridas anécdotas de pobreza y superación y el rating amarillista que venderá más publicidad; el presidente o gobernador hará una magnífica ceremonia con himno nacional y coctel elegante en el que el deportista se sentirá como mosca en leche y en el que será consagrado como ejemplo para la juventud. Ni siquiera se le dejará hablar.
     Y una semana después regresará a la miseria de donde vino, a buscar sus triunfos con sus uñas. Los politiqueros que prometieron (como lo han hecho siempre) apoyo al deporte se irán a mentir en otros escenarios, los medios buscarán una nueva chiva o chivo (expiatorio), el gobernante irá con su cinismo a engañar a otro pueblo y delegará en una larguísima cadena de mando la famosa casa, que junto a las ayudas del invierno y la entrega de tierras a desplazados, quizá se pierda para siempre en el laberinto corrupto-burocrático que define a éste país.
     Y el noble deportista que con el único esfuerzo de su familia le regaló una medalla a la nación? Sepultado por el olvido y por la corrupción de nuestra clase dirigente, como desde antes de que naciera. Porque en este remedo de país, si usted es pobre, la única manera de conseguir una casa honradamente es ganar una medalla olímpica.

20 ago 2011

La cuna del maltrato

Constantemente hay escándalo y rasgadura de vestiduras en Colombia porque algún atarván le pegó a una mujer. Por supuesto, el hecho es execrable y debe ser repudiado (al igual que un hombre le pegue a otro hombre), pero las acciones no deben reducirse al linchamiento mediático y las excusas obligadas, sino a leyes y programas que permitan el castigo de una conducta ilegal y despreciable y la prevención de la misma. Esto último sólo se conseguirá con la educación y la formación que debe recibir cada ciudadano desde niño en su colegio y su hogar. Allí, particularmente, en su niñez es cuando se debe fundamentar el respeto por sí mismo y por el sexo opuesto. Desde pequeños se debe insistir en que las mujeres no son objetos de ningún tipo sino seres pensantes y valiosos.
     Tautológico y evidente lo que escribo, no? De acuerdo. Pero lo traigo a colación porque, justo en la semana del escándalo por el golpe del Bolillo Gómez a una muchacha, uno de los tristemente populares realities de nuestra bienamada televisión nacional me mostró, en un comercial que repetirán centenares de veces diarias, a un niño muy pequeño cantando el famoso y miserable estribillo del reggueatón: "perrea, mami, perrea". Supongo que la familia del crío (que lo sometió a esa tortura insufrible y humillante de un reality) debe estar dichosa porque su retoñito tiene talento (como si se necesitara talento para bramar reggueaton) y porque salió en televisión. Seguramente no pensarán (y menos los de la cadena televisiva, y si lo piensan no les importa porque sólo les interesa vender) que ese niño que le dice a su "mami" que "perree" la está rebajando al nivel de un objeto sexual. A lo mejor, la mamá que orgullosa lo lleva a que haga el ridículo frente a todo el país también sentirá orgullo cuando sea machista, misógino y, seguramente, le pegue a su novia. Eso fue lo que le enseñaron desde su infancia, no? Que las mujeres son objetos para el placer masculino.
     Habrá algún acto más vil de hipocresía y machismo? Por qué nos quejamos de los patanes que golpean mujeres, si nosotros mismos los propiciamos, los creamos y alimentamos con tanta basura emitida en horario triple A. Educamos a nuestra juventud para que crezcan como dueños de las mujeres, que las pongan a "perrear", porque son entes sin conciencia que sólo deben obedecer los caprichos hedonistas de sus amos. Y, como son objetos, podemos golpearlos con impunidad aunque llegue un escándalo doblemoralista y equívoco.
     Y, lo que más me sorprende, es que las mismas mujeres son las que propician esto. Muchas, demasiadas y lamentables veces, he tenido que ver muchachas bailando y coreando felices las canciones que las vituperan, insultan y rebajan a los niveles más serviles de la sociedad patriarcal. Citaría algunas de las letras, pero seguro que el lector ya ha pensado en alguna docena y, además, me causan nauseas. No entiendo que haya mujeres que disfruten esos insultos. Es como si una canción dijera: "malditos colombianos traquetos, ladrones y asesinos" y todos la bailáramos dichosos.
     Qué futuro nos espera? Ya lo auguré previamente. Apuesto las demandas de cualquier Comisaría de Familia a que la generación que crecerá viendo a su compañerito de escuela exaltando su equívoco y alimentado machismo se convertirá en abusadora del género femenino. Pero eso a nadie en la radio o la televisión le importa. Y, lo peor, al ciudadano de a pie, a la mujer que es víctima de todas estas canalladas, parece tampoco importarle. Supongo que nos labramos nuestro propio destino. Pero entonces no se escandalicen cuando el técnico de la selección del 2025 le pegue a alguna mujer, eso fue lo que le enseñamos, no?

12 ago 2011

Golpe de fama

Escándalo en Colombia porque el director técnico de la selección golpea a una mujer. Meses antes, escándalo porque un futbolista patea una lechuza. Al mismo tiempo, se llama a juicio a varios implicados en el escándalo de Agro Ingreso Seguro, y la que más prensa moja es la ex-reina Valerie Domínguez. Ejemplos de éstos hay muchos, con actores, cantantes y deportistas. Por qué se juzga con tan afilada lupa a estas personas?
     Algunos afirman, particularmente quienes vigilan a los deportistas, que ellos son modelos a seguir para la juventud. Así que si Faustino Asprilla hace tiros al aire o patea un bus, es una perversión para todos los niños que quieren ser tan buenos futbolistas como él. Pero estamos bien acostumbrados a que los noticieros nos muestren otra cosa. Un actor de cuarta o quinta que sale a tomar una cerveza en un bar desconocido en Soacha sale en las noticias de farándula. Una cantantica que no redacta ni una esquela graba un comercial de gaseosas y se vuelve titular a tres columnas. Una modelo de resaltada estulticia obtiene un informe de minuto y medio porque posó para una línea de ropa interior. Y si a cualquiera lo sorprenden manejando borracho, gritándole a un mesero o robándose un chicle de una tienda se convierte en escándalo. Acaso ellos también son modelos de conducta para la juventud?
     No lo son. O, al menos, no deberían serlo. Nadie con buena educación y formación querría ser un futbolista alcohólico o una reina de belleza idiota (pleonasmo?). Pero el punto no es que sean modelos de conducta por su desempeño deportivo o su trabajo en los medios. Se trata, simplemente, del amarillismo que despierta el hecho de que sean celebridades. Aquí hemos tenido escándalos verdaderamente graves, desde alcaldes descaradamente ladrones hasta presidentes que amenazan con darle en la cara a otro. Qué se podría esperar de un país que no le exige la renuncia a ese tipo de mandatario (algunos, incluso, celebraban la guachada porque el tipo tenía agallas) o la cárcel para los hampones de cuello blanco? Y, en cambio, a la celebridad de turno le caen con saña porque es el escándalo que vende en el momento.
     En realidad qué significa lo hecho por el Bolillo o por Valerie Domínguez? Dejarán de pegarle a las mujeres si se hace picadillo al técnico? Las muchachas bonitas y bobas ya no buscarán novios con plata ilícita que las metan en problemas? Gómez debe renunciar, por supuesto, pero no porque sea ejemplo de la juventud sino porque desacreditó una posición de poder. Pero, claro, si no han renunciado los gobernantes a pesar de todo lo sucedido. El mayor y peor ejemplo ha sido Samper, quien descaradamente se acabó de tirar al país por su corrupción y terquedad. Bueno, falta ver si Uribe rompe ese récord.

28 jul 2011

Un bel morir

La muerte, inevitablemente, suele verse como una gran tragedia; particularmente si el occiso es joven o famoso. Siempre he pensado que la muerte, como se hace en varias partes del mundo, debe celebrarse. El difunto, joven o viejo, ya dejó de sufrir, está reunido con sus dioses, seres queridos o, simplemente, en el eterno o la nada, lo que para el caso es lo mismo. Los que realmente sufren son los parientes que lo añorarán y desearán que se hubiera quedado en cualquier condición. Y si la muerte es debido a un accidente, peor todavía, pues es una vida truncada que pudo dar mucho y terminó en desastre.
     Las partidas en menos de un mes de Facundo Cabral,  Amy Winehouse y Joe Arroyo confirman que alguien querido y popular, como un músico, hace metástasis en la población. En el primer caso, un asesinato vil, como todos, que mancha de crimen una muerte que pudo ser placentera y amigable. Winehouse murió como vivió, al extremo y en sus propias alucinadas reglas. El Joe gozó su vida y su muerte rodeado de amigos y fiesta. Individuos y sociedades se identificaron con ellos, y sus voces, ya lejanas, sonarán mientras la humanidad tenga alma.
     Pero, a riesgo de que alguien me añada a su lista de enemigos, ésos son los finales que merecen los artistas. Agentes del inframundo que despotrican de dios y le enrostran su eternidad a los hombres  no pueden tener una muerte sencilla, de segunda mano, rodeada de gasas y antibióticos. El suicidio, la tragedia, el misterio debe cerrar con broche de oro, con acorde estridente, una vida brillante y azarosa. Nadie quisiera ver un Kurt Cobain anciano, con tatuajes arrugados, recibiendo un título honoris causa de algún conservatorio en Seattle. Andrés Caicedo cautivará por siempre a las adolescentes caleñas con su cabello largo y sus gafas de cinéfilo. Hemingway, en el círculo en que esté, se jactará de que aún no ha escrito su última aventura. Janis Joplin, siempre joven, nos cautiva con una voz que no necesitó muchos años para añejarse.
     Hay quienes merecen morir en sus camas, envueltos en frazadas y con crucifijos y escarpines. Así habrán fallecido Borges, Frank Sinatra y Roy Rogers. Pero vidas escandalosas claman partidas igualmente emblemáticas. Bien reza el refrán: sólo merece morir quien ha vivido.

1 jul 2011

La tragedia del fútbol

En las lejanas noches de mi infancia, tengo dos recuerdos dispares y cumbres: Leer a Julio Verne y salir a jugar fútbol. Aclaro, de entrada, que jugar es un decir, pues desde niño fui, como dijeron de García Márquez, "tronco para el balón como buen intelectual". Lamentablemente, en mi caso ni fui buen intelectual ni nada. El punto es que tras las páginas me esperaba la calle convertida en cancha. Yo jugaba (es un decir) de volante de creación; tal vez sea esa la única excusa para actualmente dedicarme a la creación literaria. Nacido en Ibagué y (mal)criado en el Valle del Cauca, sufrí durante todos los ochenta la burla de mis compañeros, usualmente hinchas del Cali y el América, porque mi amado Deportes Tolima se sumergía en el fondo de la tabla. Nada qué hacer, excepto mantener fidelidad por el equipo amado. Varias veces acompañé a mi papá y a sus amigos al estadio Pascual Guerrrero, donde pude ver al "Muelas" León y otros quesos de su categoría contra Cabañas, el Gato Fernández, Willington Ortiz y otros grandes jugadores. Nos sentábamos en las tribunas junto a hincas rojos y verdes y la conversación siempre eran bromas alrededor del fútbol y el frustrado Mundial del 86. Y nunca, nunca recuerdo a nadie, ni siquiera, levantando la voz como no fuera para increpar al árbitro.
     Sé que muchos de mis artículos terminan sonando a "todo tiempo pasado fue mejor" y cosas así, pero es inevitable quejarse ante el evidente hecho de que el fútbol, que es deporte sano y fiesta eterna, se haya convertido en sinónimo de violencia y peligro gracias a unos delincuentes y desadaptados que creen que portar una camiseta y un puñal los hace luchadores de su equipo cuando no pasan de vándalos y hampones.
     Cuando descendió River Plate se habló de la "tragedia del fútbol argentino". Difiero profundamente de esa idea. Primero, porque la tragedia, aún si usamos esa palabra, se reduce a la hinchada de River y no a la nación entera. Además, es una idea desigual; no son tragedias las de Belgrano, Huracán o Yupanqui? Segundo, la verdadera tragedia no es lo acaecido en la cancha sino fuera de ella; el despliegue de violencia e irracionalidad que acabó con el estadio Monumental y sus alrededores. Esa fracción de la hinchada que cree que tiene derecho a amenazar árbitros y jugadores, y a tomarse una supuesta justicia futbolera (?) por su propia mano contra la policía o cualquier vitrina o caseta telefónica. Éstos delincuentes son la verdadera tragedia del fútbol mundial.
     Pero no la única. En Colombia, para no salir de la cancha, hemos tenido tragedias como los malos dirigentes, los carteles de la droga, la corrupción rampante y, desde luego, los hampones con camisetas de equipos. Aquí no sólo tenemos amenazas sino asesinatos que ya pasan por hinchas, árbitros y jugadores. Qué pasará el día que desciendan América, Millonarios o Nacional? Tendremos nuestra propia tragedia? Ya tenemos una tragedia, señores! La que impide que historias como la de mi niñez se repitan hoy. Los padres no se arriesgan a ir a un estadio con sus hijos, y un niño hincha de un equipo rival ya no debe temer la burla sino la puñalada.
     Ésta tragedia no es gratis ni producida por el fútbol. Es el mismo síntoma que hace que maten a alguien por robarle un celular o porque caminó por la cuadra equivocada. Es producto de la descomposición social que ha corroído a Colombia desde hace décadas. Los mismos patrones que dañaron el fútbol y que mencioné líneas arriba; corrupción, malos dirigentes y narcotráfico; son los que han convertido a Colombia en un campo de batalla, en un sálvese el que pueda.
     Esa es la verdadera tragedia, pero no del fútbol sino de la nación. Y sólo actuando hoy se puede mejorar el mañana. Sólo si se cambian esas costumbres malsanas hoy y se eligen mejores dirigentes hoy, podrán los niños del mañana leer a Julio Verne, jugar en la calle e ir al estadio de nuevo.

12 jun 2011

Fotografía en asepsia

Está bien, lo confieso. Soy un anticuado ser del siglo XX. Me gustan las camisas pasadas de moda, la música de más de treinta años y las fotografías en papel. Esto último, tal vez, es lo que más me distancia de las nuevas maneras de retratar al mundo.
     Pero antes de mi linchamiento virtual, quiero aclarar que no tengo nada, absolutamente nada contra los avances tecnológicos; y menos en el campo de la fotografía. No piensen que soy uno de esos retrógrados que aún recorta los negativos con bisturí (negativos? Qué es eso? pensarán los más jóvenes) y que cree que lo digital es un formato demoniaco que arrebata el alma del arte. No, nada por el estilo. Tengo, junto a mi reflex análoga (intraducible) que, lamentablemente, cada vez uso menos, una cámara digital muy moderna, con zoom electrónico y tarjeta de memoria. Me parece maravilloso tomar centenares de placas (ya sé que el término está desactualizado) sin preocuparse por cambiar de rollo (Rollo? Qué es eso?) o tener que invertir horas inclinado con lupa ante un contacto (Contacto?).
     Entonces, qué es lo que me molesta? Tal vez sea esa parte de mí que se acerca a la tercera edad y empieza a ensayar con las chocheras, pero me fastidia sobremanera la nueva actitud hacia la fotografía. Para retratarla, he aquí un relato imaginario que todos ustedes podrán reconocer en la realidad. Supongan una reunión cualquiera en un restaurante o casa familiar. Sonríen los amigos, se abrazan e, inevitablemente, llega el momento de la foto. Antes rodaban dos o tres cámaras fotográficas que sólo podían ser de dos tipos: la caserita con un único botón que nunca se desenfocaba y en la que siempre salía más paisaje que gente (y que eventualmente fotografiaba un dedo ancho y tosco); y la complicadísima de lente pesado y que no se podía manejar sin un curso en el sena. Por eso, cada fiesta tenía su fotógrafo oficial: algún pariente ocioso con el hobby y el dinero para alimentarlo. Hoy en día, ruedan cámaras digitales equivalentes a las caseras, pero junto a ellas, parásitas del retrato, vuelan las cámaras de teléfonos celulares que poco sirven, mucho alardean y nunca se pasan al papel.
     Segundo momento. Tras la foto en la cámara (o celular), todos (con más frecuencia las mujeres, debo señalar) se arruman sobre la pantalla para ver cómo quedaron. Actitud que, debo reconocer, es lógica, pues en el fondo todos saben que la imagen nunca pasará al papel. Eventualmente, y con algo de suerte, la verán en Facebook. Acepto que me estoy volviendo chocho, pero no me es fácil contemplar ese momento de narcisismo y vanidad. Y eso que soy narciso y vanidoso.
     Y el tercer momento me desconcierta. En la misma reunión, tras la comida, el baile y el chiste, se sientan en grupos aislados a ver las fotos que han tomado durante el evento. Y, como cada quien tiene sus celulares con cámara, los grupos son cada vez menores, sin descontar el conjunto unitario. Tal vez soy chapado a la antigua, pero cuando me reúno con mis amigos es para hablar y divertirme con ellos, no para sentarme frente a una pantalla diminuta en la que no se ve nada a chatear, consultar internet o mirar fotos. He tenido que presenciar en centros comerciales almuerzos familiares en los que nadie habla: todos están en su smartphone conectados con el mundo y distanciados entre ellos. Yo todavía soy de los que prefiere el contacto humano.
     Supongo que, en el fondo, soy algo retrógrado. Pero no por la tecnología, sino por el uso de la misma. Me gustaba la época en la que la gente hablaba entre sí, mirando sus labios y sus ojos, y no a través de un teclado. Disfruto las chanzas espontáneas y no los chistes leídos por internet. Prefiero las carcajadas a los emoticones. En fin, soy uno de esos seres prehistóricos, antediluvianos, anquilosados en sus gustos personales que se resisten a que la sociedad de consumo les diga qué hacer. En ese sentido,  esa ridícula rebeldía que me obliga a no seguir la moda como borrego digital, tal vez me haga más joven y moderno que muchos de los muchachos que conozco.

23 may 2011

El tiempo silencioso

La fábula es la siguiente: Un tipo de mediana edad, culto, adinerado, entra a su almacén de antigüedades favorito. Durante varios años ha comprado allí pinturas, jarrones y diversos artículos de los que se ha antojado como camafeos, bastones con empuñadura de marfil y espejuelos. En esta ocasión se siente atraído por un enorme reloj de arena. El anticuario, en quien confía ciegamente y que se ha hecho acreedor a ese honor, le asegura que tiene cien o doscientos años y alguna historia que no viene al caso pero que está muy lejana de supercherías o esoterismos. Es, simplemente, un noble reloj de arena que cuelga de dos soportes de roble que le permiten girar ciento ochenta grados para contar de nuevo las inexorables horas hasta que el flujo amarillo se detiene y espera otra vuelta. Habrá una corta negociación que finalizará con el cliente satisfecho y varios paquetes que incluyen una máquina de escribir, un acordeón de una sola hilera de botones curtidos y una preciosa lapicera de alguno de los países que desapareció tras la primera guerra mundial. El hombre llega a su casa, que en sí misma tiene aspecto de museo. Apenas se puede percibir el color de las paredes tras el tapizado de pinturas de diversas épocas, muebles antiguos, fotografías en sepia y la innumerable colección de objetos perdidos en el tiempo, victrolas, microscopios, sables, candelabros, etc. El hombre desenvuelve sus regalos y, tras mover dos o tres objetos de lugar, como para distraerlos de su monotonía, los acomoda en su nuevo hogar. El último, por ser el más frágil, es el reloj de arena que pasa a ocupar un destacado sitial encima de un buró francés, desplazando quizá a un reloj de péndulo en un curioso proceso de involución tecnológica. Finalmente, y como para cerrar el proceso y dedicarse a otra labor, el individuo gira la clepsidra y espera la caída de la arena, pero ésta se queda en la bombilla superior. Sorprendido y algo indignado, golpea suavemente con los dedos el cristal mientras murmura un “bah”. En ese momento cae un pequeño número de granos, pero el flujo se detiene de inmediato. El hombre se cruza de brazos y piensa que por primera vez el anticuario lo ha estafado. Por costumbre, como suelen hacer las personas que viven solas, termina en voz alta la frase que está pensando y exclama: “mañana vuelvo y hago el reclamo”, pero entonces la arena cae suave y constantemente, aliviando la preocupación del ofendido cliente. “Ah, no era nada”, dice satisfecho y vuelve la espalda al reloj para dedicarse a alguno de sus oficios sin notar que los granos se detienen de nuevo. Al día siguiente, el hombre llega tarareando una canción, contento por algún negocio que ha tenido buen fin, y da un par de vueltas por su apartamento, sin dejar de notar su nueva máquina vieja, su acordeón mudo y su reloj en el que la arena cae sin sospecha. Sin embargo, en su alegría no se da cuenta de que la arena en la bombilla inferior es muy poca y que han transcurrido más de doce horas, lapso que no concuerda con la cantidad recogida. El hombre se distrae de nuevo y, cuando deja de canturrear para leer el periódico acompañado por un emparedado de pavo, la clepsidra se detiene lejos de su mirada. Pasan dos o tres días y el tipo, embebido por sus negocios, ignora los cuadros, vasijas, bastones y, desde luego, al reloj cuya arena avanza y se detiene sin que nadie descubra su errático ritmo. El sábado, sin embargo, el hombre habla por teléfono con una chica a la que quiere convencer de salir a una discoteca, y quizá parodiando la pista de baile da vueltas por la estancia intercalando piropos y propuestas. Varias veces dirige la mirada al reloj, cuya arena fluye tranquilamente, sin que él note la paradoja temporal. De pronto, la chica del teléfono recita una larga lista de compromisos que le impedirán la salida y el callado hombre ve que la arena se detiene. “Carajo”, pensará un momento y se acercará a examinar el reloj mientras escucha, ya sin interés, la perorata de la muchacha. Agita las bombillas un par de veces sin resultado alguno y se resuelve a regresarlo al anticuario. En el momento en que da la espalda y se dirige a su habitación por la libreta de teléfonos, quizá pensando en otra consorte, se despide cordialmente de la dama y no puede ver que la arena cae nuevamente. Para alegrar un poco la existencia del pobre tipo, digamos que tiene una gran velada con otra muchacha, una buena cena, media botella de vino y un sexo cálido y amigable en un motel relativamente elegante. El domingo, para celebrar su resaca, toma jugo de naranja y da vueltas en bata por su sala de museo. Se dirige de nuevo al paralizado reloj con un gesto de decepción y, tras dos o tres papirotazos en el vidrio, dice rencoroso: “debí ensayarlo primero”. Al punto resbala una pizca de arena que se detiene con el silencio. Él mira sorprendido e incrédulo y dice, cual conjurando un fantasma: “hey”. La respuesta son dos granos que se arrojan suicidas al vacío que ya no está tan vacío. “Hola, hola, hola”, pronuncia el tipo como si probara el sonido de un micrófono y observa atónito el desfile de arena que se detiene junto con su voz. Sólo entonces advierte que durante casi una semana apenas ha caído una parte del contenido del reloj. Tras dos o tres minutos más de pruebas, el hombre entiende la lógica de la clepsidra, que ya habrá usted adivinado: La arena sólo cae cuando él habla. Como el individuo es culto y letrado, se forjara un montón de hipótesis fantasiosas acerca del tiempo de los hombres, de la inmovilidad del silencio y de la trascendencia de la palabra. Y tras días de silencioso cavilar llega a una preocupación terrible: Qué sucederá cuando, tras tanto hablar, finalmente se vacíe la bombilla superior? Será acaso el fin de su voz? De su tiempo? Llegarán entonces las parcas a cortar el hilo de su existencia? La idea lo aterra y, desesperado, trata de hallar en silenciosas bibliotecas las respuestas que no tiene pero la búsqueda es infructuosa. Por momentos se siente tentado a girar de nuevo el reloj pero teme las impredecibles consecuencias: Se devolverá el tiempo? Se devolverán sus palabras? O, siendo menor la cantidad de arena en la bombilla inferior, le quedará menos vida que antes? También contempla la posibilidad de acostar el reloj y detener el proceso en la horizontalidad pero sospecha que eso sería tanto como detener el tiempo y, posiblemente, finalizarlo, lo que equivaldría a su muerte o, peor aún, algún estado comatoso del que sólo podría salir cuando alguna casualidad enderece de nuevo el reloj. El temor lo atormenta durante días y se enclaustra callado, más aún que el acordeón, mientras las ideas zumban en su cabeza como avispas en un globo. Finalmente, decide que el miedo no es vida y sale a la calle a buscar respuestas, pero ya no en los libros, sino en las personas. Va donde el anticuario, quien repite la historia del día de la venta y lo contacta con un comerciante de arte que, a su vez, lo remite a un caserón antiguo donde una anciana casi sorda lo hace recorrer varios establecimientos de otra ciudad; y en uno de ellos se ve obligado a tomar un avión hasta otro país, digamos Holanda. Allí se entrevista con el que, presumiblemente, fue el primer dueño de la clepsidra. Valga anotar que en cada estación el tipo ha tenido que preguntar y explicar lo que necesita, a veces referir la historia parcial o totalmente; y en su aterrada imaginación sabe que eso significa una cuenta hacia atrás en su tiempo, en los granos de arena por caer, en el número de sílabas por pronunciar. Un destino horrible, no le parece?
     Sí, me parece bastante tenebroso.
     Bueno, pues esa es mi situación. Le suplico, señor Van de Kerkhof, no recuerda nada que su padre le haya dicho sobre ese reloj?

El holandés mira indiferente al hombre, sin ningún atisbo de asombro o incredulidad. Sólo cuando los segundos pasan se puede entender que está escarbando en su memoria.  
     Mi padre murió hace muchos años y no recuerdo que alguna vez se haya referido al reloj. Sin embargo, su media hermana Inge vive en Hamburgo y sé que fueron muy unidos en su niñez. Es probable que ella sepa algo que pueda ayudarle.
          
La fábula termina con el hombre suspirando resignado mientras escribe las señas de la anciana. No sabe cuántos granos de arena le queden, no sabe qué pasará cuando la bombilla se vacíe por completo, y, sobre todo, no sabe cuánto tiempo podrá relatar la misma agonía hasta que alguien le dé una respuesta.

14 may 2011

La Feria de feria

Algunos amigos, que no entienden lo divertido de los libros o de deambular rodeado de libros o de conversar con tipos que escriben libros, me preguntaban qué tanto podía hacer yo durante una semana en la Feria del Libro. Desde luego, aunque repita demasiado la palabra, uno va a la Feria a comprar libros, claro que sí. Alguien demasiado práctico pensará en ir directamente al stand donde consigue lo que busca y se irá sin gastar tiempo en lo innecesario.
     Pero eso es exactamente de lo que se trata, de gozar, gastar el tiempo en lo inútil y superfluo: navegar entre anaqueles y sonrisas sin rumbo determinado, oteando el horizonte por si la ventura nos encuentra con un título afortunado o un tomo perdido desde décadas. Más o menos lo mismo que hacen algunas personas superficiales, que recorren los centros comerciales desesperados por un par de zapatos que les hagan olvidar sus problemas existenciales; sólo que los que amamos la lectura lo hacemos para recordar nuestros problemas existenciales.
     Y, claro, además de los libros están los escritores. La mayoría de los libros que leemos fueron escritos por personas que ya murieron. No solemos encontrarnos en una cafetería o en la fila de un banco con un escritor. La profesión "escritor" no sale en ningún formulario. Se suele pensar que son unos seres extraños, de otro mundo, quizá unos viejos aburridos que sólo salen en televisión hablando, justo, de lo que uno no ha leído. Pero en la Feria los vemos todo el tiempo. Caminan por los pasillos, no sólo con libros bajo el brazo, sino con cómics para el nieto, discos para la esposa y vino para los amigos. Y no son los viejos aburridos de la tele, son personas que van al médico, se quejan del precio de la gasolina y beben entre carcajadas cantidades de whisky capaces de derrumbar un elefante. Y siempre están dispuestos a regalar una sonrisa y una dedicatoria.
     Pero, incluso si no nos gustan los escritores por beodos y pedantes, podemos ir a la Feria a disfrutar de todo lo que hay. Música, teatro, crispetas... siempre hay una feria en la Feria. Además de conversatorios y exposiciones; los niños hallarán quién les narre un cuento o quién les dibuje a Batman; las mamás encontrarán el recetario mágico o la guía para la vida de su hijo; hasta los que no saben qué leer encontrarán el libro que les indique qué leer. Libros con dibujos, con títeres, con fotos y hasta sin letras esperan en la gran fiesta. 
     Sobra decir que los escritores, entre los que me precio de estar sin ser viejo ni aburrido, somos los que más nos gozamos la Feria. Es más, todas las noches, tras los consabidos whiskys, cuando el público se está retirando y nos quedamos solos con nuestras anécdotas, es cuando empieza nuestra verdadera feria.

24 abr 2011

Escrito en la Grama, Antología de Relatos Colombianos sobre Fútbol

Escrito en la Grama es un libro que, de brillante manera, combina dos universos que suelen parecer antagónicos: la literatura y el fútbol. La primera, pensada como un arte mayor al que sólo acceden los eruditos; y el segundo, pasión visceral de un pueblo que se desespera por un triunfo o una derrota; se funden en un solo latir, en un partido de doscientas páginas llenas del sabor del deporte pero urdidas con la maestría que sólo los literatos pueden crear.
      Los veintisiete cuentos incluidos en la antología pertenecen a autores colombianos que varían desde los grandes pesos pesados de nuestra literatura, como Álvaro Cepeda Samudio, Juan Manuel Roca y Fernando Soto Aparicio; hasta valores más recientes como Carlos Patiño Millán, Margarita Posada o Harold Pardey. En este abanico, encontraremos textos de Umberto Valverde, Oscar Collazos, Orlando Mejía, Daniel Samper Pizano, Evelio Rosero Diago, Juan Diego Mejía y toda una selección nacional de escritores que redactan historias de amor, de fracaso y de gloria, todas enmarcadas por la blanca línea de cal de una cancha de fútbol. Por estas páginas desfilan los recuerdos del Maracanazo, del 5-0, del Mundial del 86, de las barras de la Mechita, de los torneos escolares, de la Cali de los 60, de los barrios polvorientos donde niños corren descalzos tras un balón. Se trata, sin duda, de un libro que enamorará, incluso, a aquellos que creen que el fútbol se trata de once tipos en pantaloncillos; pues sus relatos están hechos de la misma materia de la que se fabrican los anhelos de los deportistas o de los escritores, ese deseo inacabable de gloria que sólo se puede alcanzar con un tintero o un golazo.
     Bienvenida sea, entonces, este vibrante libro compilado por Oscar Perdomo Gamboa y Hernando Urriago Benítez, jóvenes autores que ya han sido laureados en las lides de la novela y la poesía y cuyas carreras alcanzan hoy un nuevo triunfo. ¡Que ruede el balón!

18 abr 2011

Ozzy, I'm coming home. Crónica de un concierto del Príncipe de las Tinieblas

Cuando era adolescente tenía dos sueños: recorrer el mundo en una Harley Davidson y ser el mayor rockero de la historia. Por supuesto, pronto la vida y el tercermundismo me relegaron a la buseta y al salario mínimo, pero los sueños perseveran, así sea como recuerdos de un pasado que pudo ser. Lejana ya mi pubescente juventud, pude comprarme una moto. No una Harley Davidson para recorrer el mundo, sino una de corte parecido pero una décima del precio. Y la distancia que recorro es una milmillonésima de la original alrededor del globo. De la misma manera, mis ídolos de juventud han ido destiñéndose con el tiempo, llenos de arrugas y encerrados en mansiones, lejos de los escenarios donde brincaban y escupían sangre a sus seguidores. La crisis de la mediana edad acecha con cada calendario. Ya no sé cuáles son los grupos de moda y me desespero en una discoteca porque la bulla de ahora me parece insoportable. Pero los sueños siguen allí, jóvenes por siempre.
     Y entonces decidí cumplir, al menos en apariencia, como a través de un papel calco, una parte de mis sueños. Me fui en mi moto con actitud arrogante, pantalones de cuero y el cabello al viento, a darle la vuelta al mundo hasta encontrar un concierto de rock. La metáfora, por supuesto, sólo cubrió la ruta Cali-Pereira, pues la lluvia me recomendó seguir el viaje en bus. Secuelas de la edad. El Oscar joven y temerario se le hubiera enfrentado a las montañas con huracán, derrumbe y muerte segura. El Oscar actual consulta el pronóstico del clima en la página del IDEAM y resuelve pagar el tiquete en flota hasta Bogotá.
     Pero nada de eso importa, porque el objetivo es joven aunque haya un viejo de por medio. El rock tiene sus íconos, pero el mayor de todos, el epítome de todo lo malvado, la encarnación viva de la música es Ozzy Osbourne. El que lideró la banda que creó el metal, el que le arrancó la cabeza a un murciélago de un mordisco, el que trató de matar a su mujer en medio de la locura, el que ha acabado su salud consumiendo todo tipo de drogas y químicos, el que personifica todos los vicios, toda la irresponsabilidad, toda la degeneración que merece un rockero. El ídolo de todos los que buscamos la autodestrucción a través del arte. Ozzy, de sesenta y pico de años, es más rockero que cualquiera de los adolescentes que se desgreñan entre guitarras eléctricas. Él es el púber eterno que todos añoramos. Hoy voy a escuchar a un anciano que canta música más vieja que yo pero que representa todo lo que es el rock, todo lo que amo, todo lo que quise ser.
     Yo todavía no soy anciano, y espero no serlo, pero ya las horas en bus me cansan la espalda. El aire capitalino me parece más frío y me tomo una pastillita de vitamina C para que no me afecte el clima. Me voy al concierto con una chaqueta de cuero llena de hebillas, al mejor estilo de James Dean, pero también llevo una chompa impermeable por si llueve. Todavía tengo el pelo largo y moriré con él, pero me aterra que se moje con la lluvia y me traiga una gripa que me recuerde mi edad. Ozzy es un viejo chocho, me dicen los amigos que se negaron a ir al concierto, pero yo me comporto de la misma manera. El rock and roll no muere sino que sobrevive terco y achacoso en sus ídolos y sus seguidores. No me importa que Ozzy sea un anciano patético. Ya lo vi derrotado por la droga, ridiculizado en un reality y haciendo comerciales con Justin Beaver; ya nada peor puede pasar. Pero Ozzy es como el Cid Campeador, cuyo cadáver ganaba batallas. Ozzy, o el cadáver de Ozzy, pueden dar un concierto.
     Y sus seguidores estamos igual. Los jóvenes no fueron al concierto, ellos estaban escuchando música para jóvenes. Los que estábamos esperando al Príncipe de las Tinieblas éramos los treinta-cuarenta-cincuentones que todavía teníamos sueños por purgar. Algunos calvos, otros canosos, otros con lentes, pero todos con camisetas negras buscando el elíxir de la eterna juventud en la saliva de un degenerado. Yo, que dedico mis días a escribir versos que no sobrevivirán a la erosión, sigo pensando que pude desperdiciar mejor mi vida, que pude estar trepado en un escenario exhibiendo mi pudibundez y mi miseria. Igual lo hago con las letras, pero el rock es más divertido.
     Y por fin, cuando la paciencia nos hace pensar que sería mejor ver un DVD con un par de cervezas, sale el semidios vomitivo. Es, en efecto, un anciano cuyas arrugas han sido borradas por cirugías hollywoodenses; que camina con pasos lentos como dice la canción de Piero, que nada tiene que ver con el rock; que mira a la nada del público con ojos idos, desorbitados, como poseídos por la droga o la locura. Pero el que nos mira es el rock, la decadencia de una vida incestuosa y envidiada. Por eso gritamos como acólitos demoníacos, como las huestes que traerán el fin de los tiempos al que, tal vez, sobreviva el tembloroso Ozzy. Pero ya no somos los mismos. En lugar de los encendedores con que iluminábamos las baladas inmortales, se levantan cámaras y celulares que pretenden guardar el evento para la memoria digital y lo único que consiguen es obstaculizar la mirada y perpetuar la estupidez. Y, para sorpresa de todos los que temíamos ver un abuelito decrépito y lastimero, el Príncipe de las Tinieblas se apodera del escenario con la voz que corrompió generaciones. Es la misma alma joven y eterna del olimpo de los rockeros la que habita en ese cuerpo fofo y derruido. Ozzy camina vacilante por la tarima, pero se ve en su mirada que quiere correr y volar sobre el escenario. Aplaude arrítmico animando al público que no para de gritar. Se inclina tembloroso moviendo su cabello largo y tinturado al vaivén de la estridente guitarra y todos sufrimos por él. "Se va a caer", "se torcerá un tobillo", "habrá tomado el calcio suficiente?" Y Ozzy nos agradece aullando, mirando como sólo los condenados saben hacerlo, arrojándonos a la cara su juventud de sesenta años.
     Nosotros, que hemos visto morir nuestros sueños, nos alejamos de nuestro propio patetismo. Nuestro ídolo regresa a sus paraísos artificiales, a sus millones de dólares y sus jovencitas drogadas y lujuriosas. Viejo tonto y acabado, decimos muertos de la envidia, muertos en vida porque debemos regresar a nuestras oficinas, a nuestra cotización para la pensión, a nuestra vitamina C. Yo, particularmente, ni siquiera puedo volver a mis sueños frustrados porque mi moto se quedó en Pereira. Debo contentarme con viajar en un bus escuchando en un Ipod la vida que nunca tuve y deseando la muerte que nunca tendré.

7 abr 2011

Discurso para la ceremonia de Profesor Distinguido

We don’t need no education 
We don’t need no thought control 
No dark sarcasm in the classroom 
Teachers, leave the kids alone 
All and all you’re just another brick in the wall 
PINK FLOYD 

Para quienes aún no se han vinculado con el bilingüismo, se trata de una cita de una muy conocida canción de rock que traduce “no necesitamos educación, no necesitamos control del pensamiento, no oscuros sarcasmos en los salones de clase, profesores, dejen a los niños en paz. Después de todo, sólo eres otro ladrillo en el muro”. 
     La metáfora del muro, cantada por Pink Floyd, tiene diferentes interpretaciones. Necesariamente un muro se construye para separar, para proteger, para aislar. Pero nosotros no somos constructores ni albañiles. Somos profesores. Así que preguntémonos por qué alguien, así se trate de un grupo de músicos británicos, podría suponer que no necesitamos educación y que somos ladrillos en una pared. 
     Vivimos en un país que no es perfecto, eso lo sabemos. Un país que adolece de todos los males imaginables; pero el que más nos hiere a nosotros como docentes es la falta de educación. En Colombia, lamentablemente, la educación no es un derecho como lo dictan la constitución y la lógica, sino un privilegio al que sólo un porcentaje de la población tiene acceso. Los muros, que no existían para Epicuro cuando decidió instaurar su escuela de filosofía en los jardines de Atenas, se alzan ahora en nuestras fronteras internas. Dividimos a las personas entre quienes han tenido acceso a la educación y quienes no. Nos catalogamos como analfabetas, bachilleres, tecnólogos, profesionales, doctores y varias estratificaciones que a veces sirven más para aumentar la altura de los ya demasiados muros que escinden nuestra sociedad que para echar por tierra esos prejuicios. Décadas de violencia y corrupción han levantado atalayas inexpugnables para aislar al pueblo del pensamiento que le permitirá convertirse en dueño de su propio destino y no seguir siendo esclavo de intereses creados, de corbatas y quepis y sotanas. 
     Hay que derribar ese muro, desde luego. Ese gigantesco muro de desigualdad social que sufre nuestro país. Pero esto sólo se puede lograr con la educación. Y los que estamos en estos claustros, los privilegiados, valga recordar, que podemos acceder a los salones de clase, somos los que tenemos las herramientas, las armas para derribar esa barrera. De qué servirá graduar profesionales que sólo se interesen en llenar sus egos con automóviles caros y cirugías estéticas si la juventud a media cuadra aún carece de la libertad para estudiar? Estos títulos que otorgamos semestralmente, esos jóvenes que egresan orgullosos de nuestros claustros, deben tener la misión de derribar esas fronteras, de trabajar en pro de la población a la que le ha sido robado su derecho a la educación. Ya que tenemos la oportunidad de estudiar esas diferencias sociales, de ver donde otros han sido vendados, es deber de los egresados de ésta y todas las universidades ser la voz que derribe el muro y no el ladrillo que lo refuerce. 
     Pero, se estarán preguntando algunos, no íbamos a hablar de los profesores? Esto parece un discurso de grado… Y tienen razón. Quizá estamos pasando por alto que el estudiante, el egresado, no se da por generación espontánea. La academia le endilga a sus pupilos la responsabilidad de cambiar la sociedad, pero, como sabiamente decían nuestros abuelos, “la caridad comienza por casa”. No queremos que nuestros estudiantes sean ladrillos en un muro, claro que no. Mirémonos ahora y preguntémonos. Somos acaso nosotros un ladrillo en la pared? Un eslabón más en una cadena insípida y monocromática? Son nuestros salones de clase una prisión obligatoria para alcanzar el estatus que asegure un mejor sueldo o son un espacio de reflexión que permita ablandar el cemento de esos ladrillos que dividen a los colombianos.      
     Nosotros, educadores, tenemos una doble obligación. Por un lado, como personas, como ciudadanos, como compatriotas debemos luchar por derribar esos muros y devolverle a las generaciones futuras los derechos que les han sido arrebatados. Y como docentes, como maestros, tenemos el noble deber de alentar el conocimiento, avivarlo como una brasa que pueda convertirse en un incendio purificador. No vamos a alimentar nuestros egos suponiendo que nosotros tenemos el saber y que de manera magnánima lo compartimos con nuestros estudiantes, eso es lo que criticaban Epicuro y Pink Floyd. Esos son los ladrillos en la pared, los que impiden que los estudiantes lleguen al conocimiento de la única manera posible, a través de ellos mismos. Y este saber, desde luego, no se trata de integrales triples, pirámides invertidas o verbos irregulares. Se trata de la capacidad de evaluarse a sí mismos y a la sociedad que los rodea, que perciban las terribles injusticias en las que han nacido y se decidan a escribir un nuevo futuro para su nación. 

     Esa es nuestra misión real, despertar en los estudiantes la necesidad de conocer, de investigar, de criticar y mejorar su sociedad. Más aún en un país donde el dinero fácil y el consumismo sumergen a la juventud en una languidez bobalicona, un estado de confortable insensibilidad, como diría Pink Floyd en otra canción. Ese es nuestro verdadero objetivo, más allá de los torreones y los laboratorios de química. Podemos ser una universidad abierta, como el jardín de Epicuro. Podemos ser una sociedad abierta, donde la pluralidad y la libertad sean los colores de nuestra bandera. Pero todo eso empieza con nosotros, los docentes, en nuestras cátedras que también deben ser espacios abiertos, sin lugar a murallas que limiten el saber y el cuestionar. 

     No queremos muros en nuestros salones de clase, y si alguno de nosotros tiene que ser un ladrillo, que no sea el que se une a la pared que divide sino el que se hace yesca y produce la chispa que inicia fuego. 

25 mar 2011

La máxima expresión de la libertad informativa

Cuántas personas murieron bajo el infame régimen de Laureano Gómez? Cuáles son las cifras de contaminación de la bebida más vendida del mundo? Hay exmilitares nazis en Barranquilla, Montevideo o Brasilia? Qué delitos se cometieron durante el (también infame) mandato de Uribe? En otras épocas, resolver estas preguntas hubiera requerido trabajo investigativo arduo. Hoy también, claro; algún historiador, periodista o curioso debe gastar su tiempo y trabajo hallando esas respuestas. Lo que quiero decir es que el ciudadano común debía esperar a que algún programa de TV accediera transmitir esa información, o buscar en librerías y bibliotecas la publicación con los mismos datos.  A veces, simplemente no había acceso a esas producciones y ese ciudadano se quedaba con la curiosidad o, peor, la ignorancia, y simplemente creía que Laureano o Uribe habían sido grandes presidentes.
     Pero eso no existe más. Usted, en este momento, tiene ante sus ojos la mayor y más grande herramienta para la difusión de información: Internet. Lo que los investigadores publican en Nairobi, Nueva Delhi o Ramiriquí está a disposición del mundo entero. No hay que salir de casa a buscar la revista especializada o rogar para que den el programa que nos interesa, todo lo encontramos ya, en nuestro cuarto. Y, lo mejor, gratis.
     Tan maravillosa es esta herramienta, que nos proporciona la libertad que sólo se soñaba en la ciencia ficción. Cualquier hijo de vecino (como yo) puede abrir un blog para escribir sus opiniones, colgar sus fotos, videos o caricaturas y estarán, instantáneamente, al alcance de un planeta. En youtube, al lado de Verdi y Stevie Wonder, están Wendy Sulka o la niña que toca en organeta a Lady Gaga. Lo mismo se puede ver un cuadro de Magritte que la foto del perrito del vecino. Podemos leer a Umberto Eco o a Perdomo Gamboa (sugiero al primero). Y, claro, podemos acceder a la información que nos han ocultado los gobiernos, los gremios y las multinacionales. Con sólo un click podemos saber qué químicos hay en la lata de salchichas, cuántas hectáreas de Amazonía se destruyen diariamente o los delitos de ciertos gobiernos. Podemos leer el País de Madrid (España) desde Madrid (Cundinamarca) y podemos ver, sin censura, los documentales que jamás transmitirán por la televisión oficial, o evaluar las noticias que los gobiernos quieren tapar a toda costa. Wikyleaks es el último ejemplo.
     Pero, como siempre, el problema no es de flecha sino de indio; no es la herramienta sino el usuario. El mayor uso de Internet no es cultura sino pornografía (no tengo nada contra la pornografía, sólo que no creo que deba ser una prioridad). No usamos internet para ser mejores personas sino para idiotizarnos más. La trivialidad reina implacable y nos interesan más las páginas que cuentan el chisme de la celebridad de turno o venden zapatos que la que nos cuenta las atrocidades de un gobernante.
     Pero aún pienso que el futuro es promisorio. En blogs o redes sociales, además de las fotos de los borrachos de la fiesta y la canción de moda, podemos colgar información, denuncias, investigaciones que permitan a los compañeros de ciberespacio darse cuenta de las horribles tramas de nuestra sociedad. De tanto repetir, algunas mentes y actitudes se irán cambiando. Y esa libertad, inalienable, como todas, está a sólo un click de distancia. Sólo falta, como con todas las libertades, que nos decidamos a ejercerla.

16 mar 2011

Desastre

Muchos de mis amigos (casi todos, de hecho) me detestan. No porque sea odioso ni perverso, sino porque nunca pude tragarme la actitud chauvinista de defender el país a capa y espada. Acepto, y cualquiera que pierda su tiempo repetidamente leyendo este blog puede comprobarlo, que suelo ser cínico y cruel cuando critico a Colombia, pero esto no es gratis. Si lo hago es porque me duele la corrupción e indiferencia, y la única manera de calmar esa sensación es la ironía. No es la mejor, de acuerdo, pero es la única que tengo. Y dudo que haya alguien que piense que la solución a los conflictos es ocultarlos o ignorarlos. Colombia tiene problemas, y graves; pero lo primero que tiene que hacer, como los alcohólicos, es reconocerlo en lugar de autocomplacerse diciendo que somos el mejor vividero del mundo y todos esos mitos que, al esconder una realidad, eternizan una problemática.
     El ejemplo más reciente, para volver a exponer mi humanidad al escarnio público y al rincón del paria: El terremoto en Japón y su hermano tsunami asestaron un duro golpe al país nipón, nación que ha sobrevivido a desastres naturales y guerras nucleares. Tuve oportunidad de ver videos de ciudades destruidas en las que los sobrevivientes de los albergues, en perfecto orden ciudadano, esperaban su turno para recibir la ración de comida, y luego salían en escuadrones a buscar desaparecidos y rescatar cadáveres. Una nación unida y solidaria, pensé con envidia.
     Porque en nuestro último desastre natural tuve que ver en vivo y en directo el fenómeno opuesto. Tras el terremoto del eje cafetero desfilaron decenas de buses y carros con colombianos dirigidos a la zona del desastre. A buscar desaparecidos y rescatar cadáveres? No. Al saqueo. Se metían en las casas abandonadas sin importar si habría o no sobrevivientes y se robaban una licuadora, una plancha o unos pantalones. También fueron muchos más a ayudar, claro; pero que a alguien, a muchas personas, de hecho, se le ocurra despojar a los damnificados de lo poco que les quedaba es inhumano, por decir lo menos.
     Ésta es la Colombia que queremos ocultar. O, al menos, la que seguramente se contrarresta con una imagen bonita de ancianos tocando acordeón o niñas donando su domingo a los damnificados del invierno. Cuál es la verdadera?