22 nov 2010

Lección de istoria

No, el título no es un error ortográfico. No es que haya olvidado lo que mínimamente sé hacer. El gazapo se trata de una irónica mirada a algo evidente pero que nos duele reconocer: desconocemos la historia. Y, peor todavía, nos acostumbramos a que nos la enseñen mal.
     Ejemplo que motiva este escrito: En pasados días fui con mis amigos del club de motos al bello y frío pueblo de Coconuco, en el Cauca. Una vez instalados en la hostería, peregrinamos por los lugares turísticos con un guía que debió darnos los desconocidos datos de la región, como el origen del nombre y mitos locales. Para mi triste sorpresa, la charla empezó con un horrible gazapo: afirmar que el fundador Tomás Cipriano de Mosquera (reconocido prócer de la independencia y cuatro veces presidente de la república) era español y que había sido el primer alcalde de Coconuco, que sólo fue municipio muchos años después de su muerte. El dato lo tenía muy claro por haber leído recientemente la obra de Víctor Paz Otero sobre la región ("Entre encajes y cadenas", y "El demente exquisito", no dejo de recomendarlos) A partir de ahí, empecé a sospechar de todo lo dicho por el supuesto guía. Luego caí en la cuenta de errores garrafales, como afirmar que los indígenas tenían sus cultivos de vacas en la región (así lo dijo, cultivos). No sobra recordar que el ganado bovino sólo llegó con los españoles, más específicamente con el segundo viaje de Cristobal Colón; los indios no conocieron la ganadería.
     No quiero alargarme en la retahíla de incorrecciones que nuestro malogrado guía nos dijo por el camino. Sin embargo, al conversar sobre sus errores con los compañeros de viaje, uno de ellos dijo algo que me asustó aún más: nos habíamos dado cuenta porque yo había leído al respecto, en caso contrario nos creeríamos todo lo dicho. Inevitablemente, pensé cuántas mentiras y errores garrafales nos habrán dicho a lo largo de nuestras vidas, cotidianamente en los medios de comunicación, para convencernos de verdades que no son ciertas.
     No leemos, no estudiamos la historia. Evidente es el lugar común, estamos obligados a repetirla, pero no como materia escolar sino como tragedia nacional.

11 nov 2010

El nuevo destierro

Por estos días me ocurrió una desgracia, una catástrofe, una tragedia! Me robaron? Me estrellé en la moto? Perdió el Deportes Tolima? No, peor que todo eso junto: perdí mi teléfono celular.
     Ya sé lo ridículo que suena. Particularmente, porque yo era de los que decía que el celular era una necesidad creada por la sociedad de consumo. Han pasado unos años desde mi lógica aplastante que afirmaba que si me llamaban al fijo de mi casa y no estaba, seguro me encontraba ocupado, por lo que no podrían contar conmigo para lo que fuera. Aún recuerdo mis críticas ácidas a los amigos que se enrolaban en la telefonía móvil, cuando cada llamada costaba mil pesos (de mediados de los noventa) y los celulares eran grandes, pesados e, inevitablemente, notorios, con todo lo que eso implica. Acepto, incluso, que he sido algo retrógrado. Hubo momentos en los que un manos libres me parecía presumido e innecesario. Si bien el tiempo me probó lo contrario: tener las manos libres es una ventaja, sin contar con que es obligatorio al conducir; aún tengo algunos de esos prejuicios equivalentes, como el famoso audífono bluetooth, que no deja de parecer más fantoche que útil. Reitero, es un prejuicio de mechudo retrógrado.
     Pero llegó el momento en el que tuve que usar un /(&$% teléfono de esos. Obligado por la empresa en la que trabajaba, me enfundé mi primer celular y con él me inscribí en esa nueva etapa de la tecnología contemporánea. Desde luego, eso incluye todo un nuevo mundo de mensajes, tarjetas, simcards, redes y muchos términos más que sólo nombro por cultura general y no porque los entienda. Yo, a duras penas, conseguía contestar el aparato ese. Sin embargo, el tiempo y la competencia hicieron que la telefonía celular se hiciera más amigable y asequible, hasta que la necesidad inventada se convirtió en una necesidad real. Todos debíamos tener un celular para que nos localicen en cualquier caso.
     Acepto que es difícil luchar contra el retrógrado interno. No es por simple terco ni por torpe (me cuesta infinidades manejar esos bichos), sino porque estas nuevas tecnologías suelen avanzar más rápido que la filosofía y el sentido común. Un teléfono no sirve para comunicarte sino para presumir del dinero que tienes para comprar el modelo más caro y moderno. Vales tanto como tu celular. Y eso sin contar con que ahora el teléfono no sirve, sino que debes tener un blackberry; de otra manera estas "out" o, simplemente, eres un pobre pendejo. Qué decir de esos aparatos que tienen cámara, radio, videograbadora y ni siquiera hacen bien lo que deben: llamadas. Bien lo llamó Juan Villoro: el "ornitorrinco electrónico".
     Y si tanto me quejo, cuál fue la tragedia? Que perdí mi mugre teléfono y con él todos los datos de mis contactos. La vieja costumbre de la libreta con los números de los amigos desapareció. La información que tenía en el coco se fue con la sim y, desde luego, me vi en la penosa obligación de volver a fastidiar a mis amigos para que me mandaran sus números. Pero lo peor no fue eso, sino la horrible sensación de estar veinticuatro horas desconectado, incomunicado, inexistente en el mundo. En épocas pasadas, los amigos lo llamaban a uno a la casa, al trabajo, etc. En el peor de los casos, iban a buscarlo a la residencia. Hoy no. Hoy, si no te encuentran en el celular, no existes. Esa noche se pudo haber caído el mundo y nadie habría contado conmigo.
     He ahí la tragedia, la dependencia de una costumbre ligada a una tecnología ligada al consumismo. Perder el celular es el moderno ostracismo, el destierro virtual. Esas son las nuevas cadenas que nos unen y nos esclavizan a todos.