15 feb 2017

FRAGMENTO DE LA NOVELA "ALLÁ EN LA GUAJIRA ARRIBA"

El almirante Padilla entiende por fin lo equivocado que estuvo al confiar en tantos que se hacían pasar por sus amigos, todos políticos intrigantes o militares envidiosos. Mis verdaderos amigos fueron aquellos a quienes les fallé, piensa en la lucidez de su último día, los africanos que me querían en Getsemaní, los libres que lucharon bajo mi mando y se hacían matar en mi nombre, los esclavos a quienes prometí liberación y cuyas cadenas nunca pude romper definitivamente. La amistad y admiración por Bolívar por fin se ha desvanecido. Sin embargo, no lo ve con odio o desprecio sino con una infinita compasión por el genio militar y político que fue y que se ha convertido en la sombra caricaturesca de un tirano. Su compañero de cadalso es el coronel Ramón Nonato Guerra, también condenado injustamente. Me juzgaron cómplice, le narra al riohachero, y me dieron ocho años de cárcel. Pero el Libertador quiso que todos los partícipes murieran y el general Urdaneta sustituyó mi sentencia por la de muerte. Incluso me instaron a que declarase en contra del vicepresidente Santander a cambio de mi vida, pero no caí en tal infamia. Prefiero conservar mi honor para legárselo a mis hijos. El almirante Padilla lo comprende, a él también le ofrecieron calumniar a su amigo. Pero él no tiene hijos a quienes heredar su honor, su historia o sus posesiones. Mis hijos fueron esos cadetes que andaban descalzos y entusiasmados por mis barcos, piensa silencioso. Ellos son quienes deben perpetuar el legado de valentía y gloria que no me pueden arrebatar con ningún fusil. Todo compatriota que vea el infinito en el océano es mi heredero. Una última sonrisa tiñe su rostro. Por fin se presenta el momento. El pelotón de fusilamiento llega por ellos para conducirlos al patíbulo. El almirante Padilla se yergue con toda la estatura de su dignidad. Apocado, pero cubierto por la sombra de su compañero de desgracia, Guerra lo imita lentamente. Ambos salen de su prisión escoltados por los soldados que callan tristes ante el infortunio de uno de sus ídolos. Dos sacerdotes y unos monjes de la orden de la Veracruz entonan letanías fúnebres. El marino no las escucha. En lugar de esas voces lastimeras, vienen desde su Guajira los gritos de guerra de la tribu de su madre y los tambores que su padre trajo desde África más allá de su cuna de agua. La plaza mayor de Bogotá, donde se dará la ejecución, está totalmente militarizada. El gobierno quiere hacer un acto intimidatorio para toda la población. Los clarines tocan aires bélicos, las armas a discreción, los soldados confundidos entre el héroe de la armada y la orden de sus superiores. Desde lejos, los ciudadanos miran con resentimiento y miedo. Hay rumores de revuelta, pues nadie está contento con la canallada a cometerse. Los hombres que dispararán contra los condenados están más asustados que ellos mismos. Las campanas resuenan y la banda anuncia una marcha militar. Llega el cortejo de los condenados. Impávidos los soldados, luctuosos los predicadores, el coronel Guerra cabizbajo con la mirada en el crucifijo que lleva en sus manos. El almirante Padilla camina digno, levantando la mirada con aire de realeza. Con cada paso al cadalso deja una huella en las playas de Riohacha, se escabulle en los galeones españoles, domina el vaivén de las olas en el San Juan Nepomuceno, combate a Nelson en Trafalgar, lidera a los africanos de Getsemaní, protege las murallas de Cartagena, rompe el sitio de Morillo, navega el Caribe cosechando triunfos, libera las ciudades de la costa atlántica, fuerza la barra de Maracaibo, recorre las montañas llevando la voz de su pueblo, y, finalmente, tropieza con la ruindad de sus enemigos, tan mezquinos cuando se comparan con la grandeza de ese espíritu inquebrantable. Ni siquiera la humillación de la degradación pública puede amilanarlo. Cuando le quitan las charreteras de los hombros, exclama altivo: ¡Ésas no me las dio Bolívar sino la República! Con esa frase se despide del que fue su amigo y ahora es su verdugo. Un libertador con sangre inocente en sus manos. Así serán todos los bárbaros que gobiernen este país, piensa amargado, caníbales que no dudarán en devorar a sus hermanos para complacerse en su egolatría. Lo despojan de su chaqueta militar. En ella van sus condecoraciones, que ahora pretenden arrebatarle en un acto humillante que no puede borrar sus actos heroicos de la memoria del pueblo. Los mismos soldados recuerdan que fue él quien forzó la barra de Maracaibo y quien derrotó a los españoles en todas las poblaciones de la costa caribe. Insignias y medallas son sólo trozos de metal que no pueden abarcar la admiración que América siente por tan grande héroe que ahora está sometido al sacrificio. El coronel Guerra se sienta en su banquillo. Lo vendan con tal naturalidad que parece un juego infantil y no el terrible suplicio que se avecina. El almirante Padilla no permite que lo venden. Su mirada lleva fuego, la cicatriz reluce como metal al rojo, los soldados que deben disparar desvían los ojos de tal fuerza. Moriré mirando al mundo, piensa el riohachero, buscando en esta cordillera ingrata los caminos que llevaran a las generaciones futuras a conseguir la libertad que les quedamos debiendo. Será de ellos la tarea de completar la independencia y evitar que el país quede en las manos de unos pocos avarientos de poder. La escuadra que debe disparar se prepara. El oficial que dará la orden pasa saliva nervioso. No se atreve a mirar la centella que fulge en los ojos del marino. El silencio de la plaza es tan pesado como una lápida. De pronto, una voz de trueno, un rugido ultramarino, un estruendo de tambores se escucha en el continente.

—¡¡¡Viva la República!!! ¡¡¡Viva la libertad!!!

No es la garganta de José Prudencio Padilla la que clama ese himno. Son los miles de hombres y mujeres traídos en cadenas en los barcos negreros a golpes de látigo y cruz, son los ancestros que cantan en las voces de los wayuu desde el desierto, son todos los soldados anónimos que lucharon en nombre de un país que no existía y que luego fueron olvidados para siempre, son los niños que nacerán durante décadas y encontrarán una guerra interminable y reyezuelos en los solios. El eco de ese grito retumba entre las montañas y disturba a Bolívar en su paranoia, a Urdaneta en su ambición, a Montilla en su perfidia. Por un breve instante, el universo tiene miedo de esas voces multitudinarias. El tiempo se detiene y calla admirado ante el valor de tal hombre. Los segundos son eternos. Aún atado y condenado a muerte, el almirante Padilla tiene poder sobre todas las personas de esa plaza. Finalmente, el oficial mueve los labios y pronuncia la palabra definitiva, pero esta no se escucha en el aplastante silencio que ha dejado el reclamo rebelde. Tampoco se escuchan las detonaciones que se antojan difusas, soñolientas en el teatro del mundo. Los rifles escupen un fuego que le parece débil al marino que ha desafiado las balas de varios imperios. El almirante Padilla mira esos disparos con desprecio. No podrán quitarle la vida que permanecerá por siempre en las venas del país, en los libros legendarios, en las historias que contarán los ancianos de Getsemaní y que se repetirán de generación en generación. La vida es sólo una ilusión efímera, piensa en sus últimos instantes. La muerte del cuerpo nada significa cuando los actos vivirán para siempre en la memoria de un continente. Eku vigila desde una sombra imperceptible. Todo es un sólo fulgor: el amor de sus padres, la fidelidad de sus hermanos, las enseñanzas de Churruca, las explosiones en Trafalgar, la prisión en Inglaterra, las batallas en América; todo se funde en un único momento glorioso. El fuego de su pecho se confunde con una alquimia roja. A su lado, el coronel Guerra cae desvencijado, vendados los ojos, muerto por el capricho de dos hombres. El almirante Padilla aún vive, herido y ensangrentado con la mirada indomable. Los soldados dudan asustados de la fuerza de ese hombre de hierro. ¡Cobardes! les grita con la voz de Changó y ese clamor es aún más tenebroso que la muerte que lo acecha. Los disparos se repiten y el riohachero ve entre las llamas el rostro de todas las mujeres que ha amado. Pabla Pérez, su esposa, se dibuja como fue al principio del romance, la hermosa dama que caminaba por el mercado con un abanico andaluz, la que fue sueño, verso y esperanza. Y Anita Romero refulge con todo su brío y su pasión, huella perenne en el corazón navegante. Ambas se funden con todas las demás en una piel que es el gran amor de José Prudencio, el océano que lo llama desde las olas, la Yemayá africana. Allá se dirige el niño vacilante de la playa de Riohacha. Allá navega el marino aventurero. Allá vuela el hombre que ha amado al infinito en todas sus formas. Aún cuando las balas le destrozan el rostro, el almirante Padilla muere en un gesto digno y glorioso que envidia la nación entera. Eku lo recibe e impide que su cuerpo toque la tierra impura de un país que lo ha traicionado.