24 abr 2011

Escrito en la Grama, Antología de Relatos Colombianos sobre Fútbol

Escrito en la Grama es un libro que, de brillante manera, combina dos universos que suelen parecer antagónicos: la literatura y el fútbol. La primera, pensada como un arte mayor al que sólo acceden los eruditos; y el segundo, pasión visceral de un pueblo que se desespera por un triunfo o una derrota; se funden en un solo latir, en un partido de doscientas páginas llenas del sabor del deporte pero urdidas con la maestría que sólo los literatos pueden crear.
      Los veintisiete cuentos incluidos en la antología pertenecen a autores colombianos que varían desde los grandes pesos pesados de nuestra literatura, como Álvaro Cepeda Samudio, Juan Manuel Roca y Fernando Soto Aparicio; hasta valores más recientes como Carlos Patiño Millán, Margarita Posada o Harold Pardey. En este abanico, encontraremos textos de Umberto Valverde, Oscar Collazos, Orlando Mejía, Daniel Samper Pizano, Evelio Rosero Diago, Juan Diego Mejía y toda una selección nacional de escritores que redactan historias de amor, de fracaso y de gloria, todas enmarcadas por la blanca línea de cal de una cancha de fútbol. Por estas páginas desfilan los recuerdos del Maracanazo, del 5-0, del Mundial del 86, de las barras de la Mechita, de los torneos escolares, de la Cali de los 60, de los barrios polvorientos donde niños corren descalzos tras un balón. Se trata, sin duda, de un libro que enamorará, incluso, a aquellos que creen que el fútbol se trata de once tipos en pantaloncillos; pues sus relatos están hechos de la misma materia de la que se fabrican los anhelos de los deportistas o de los escritores, ese deseo inacabable de gloria que sólo se puede alcanzar con un tintero o un golazo.
     Bienvenida sea, entonces, este vibrante libro compilado por Oscar Perdomo Gamboa y Hernando Urriago Benítez, jóvenes autores que ya han sido laureados en las lides de la novela y la poesía y cuyas carreras alcanzan hoy un nuevo triunfo. ¡Que ruede el balón!

18 abr 2011

Ozzy, I'm coming home. Crónica de un concierto del Príncipe de las Tinieblas

Cuando era adolescente tenía dos sueños: recorrer el mundo en una Harley Davidson y ser el mayor rockero de la historia. Por supuesto, pronto la vida y el tercermundismo me relegaron a la buseta y al salario mínimo, pero los sueños perseveran, así sea como recuerdos de un pasado que pudo ser. Lejana ya mi pubescente juventud, pude comprarme una moto. No una Harley Davidson para recorrer el mundo, sino una de corte parecido pero una décima del precio. Y la distancia que recorro es una milmillonésima de la original alrededor del globo. De la misma manera, mis ídolos de juventud han ido destiñéndose con el tiempo, llenos de arrugas y encerrados en mansiones, lejos de los escenarios donde brincaban y escupían sangre a sus seguidores. La crisis de la mediana edad acecha con cada calendario. Ya no sé cuáles son los grupos de moda y me desespero en una discoteca porque la bulla de ahora me parece insoportable. Pero los sueños siguen allí, jóvenes por siempre.
     Y entonces decidí cumplir, al menos en apariencia, como a través de un papel calco, una parte de mis sueños. Me fui en mi moto con actitud arrogante, pantalones de cuero y el cabello al viento, a darle la vuelta al mundo hasta encontrar un concierto de rock. La metáfora, por supuesto, sólo cubrió la ruta Cali-Pereira, pues la lluvia me recomendó seguir el viaje en bus. Secuelas de la edad. El Oscar joven y temerario se le hubiera enfrentado a las montañas con huracán, derrumbe y muerte segura. El Oscar actual consulta el pronóstico del clima en la página del IDEAM y resuelve pagar el tiquete en flota hasta Bogotá.
     Pero nada de eso importa, porque el objetivo es joven aunque haya un viejo de por medio. El rock tiene sus íconos, pero el mayor de todos, el epítome de todo lo malvado, la encarnación viva de la música es Ozzy Osbourne. El que lideró la banda que creó el metal, el que le arrancó la cabeza a un murciélago de un mordisco, el que trató de matar a su mujer en medio de la locura, el que ha acabado su salud consumiendo todo tipo de drogas y químicos, el que personifica todos los vicios, toda la irresponsabilidad, toda la degeneración que merece un rockero. El ídolo de todos los que buscamos la autodestrucción a través del arte. Ozzy, de sesenta y pico de años, es más rockero que cualquiera de los adolescentes que se desgreñan entre guitarras eléctricas. Él es el púber eterno que todos añoramos. Hoy voy a escuchar a un anciano que canta música más vieja que yo pero que representa todo lo que es el rock, todo lo que amo, todo lo que quise ser.
     Yo todavía no soy anciano, y espero no serlo, pero ya las horas en bus me cansan la espalda. El aire capitalino me parece más frío y me tomo una pastillita de vitamina C para que no me afecte el clima. Me voy al concierto con una chaqueta de cuero llena de hebillas, al mejor estilo de James Dean, pero también llevo una chompa impermeable por si llueve. Todavía tengo el pelo largo y moriré con él, pero me aterra que se moje con la lluvia y me traiga una gripa que me recuerde mi edad. Ozzy es un viejo chocho, me dicen los amigos que se negaron a ir al concierto, pero yo me comporto de la misma manera. El rock and roll no muere sino que sobrevive terco y achacoso en sus ídolos y sus seguidores. No me importa que Ozzy sea un anciano patético. Ya lo vi derrotado por la droga, ridiculizado en un reality y haciendo comerciales con Justin Beaver; ya nada peor puede pasar. Pero Ozzy es como el Cid Campeador, cuyo cadáver ganaba batallas. Ozzy, o el cadáver de Ozzy, pueden dar un concierto.
     Y sus seguidores estamos igual. Los jóvenes no fueron al concierto, ellos estaban escuchando música para jóvenes. Los que estábamos esperando al Príncipe de las Tinieblas éramos los treinta-cuarenta-cincuentones que todavía teníamos sueños por purgar. Algunos calvos, otros canosos, otros con lentes, pero todos con camisetas negras buscando el elíxir de la eterna juventud en la saliva de un degenerado. Yo, que dedico mis días a escribir versos que no sobrevivirán a la erosión, sigo pensando que pude desperdiciar mejor mi vida, que pude estar trepado en un escenario exhibiendo mi pudibundez y mi miseria. Igual lo hago con las letras, pero el rock es más divertido.
     Y por fin, cuando la paciencia nos hace pensar que sería mejor ver un DVD con un par de cervezas, sale el semidios vomitivo. Es, en efecto, un anciano cuyas arrugas han sido borradas por cirugías hollywoodenses; que camina con pasos lentos como dice la canción de Piero, que nada tiene que ver con el rock; que mira a la nada del público con ojos idos, desorbitados, como poseídos por la droga o la locura. Pero el que nos mira es el rock, la decadencia de una vida incestuosa y envidiada. Por eso gritamos como acólitos demoníacos, como las huestes que traerán el fin de los tiempos al que, tal vez, sobreviva el tembloroso Ozzy. Pero ya no somos los mismos. En lugar de los encendedores con que iluminábamos las baladas inmortales, se levantan cámaras y celulares que pretenden guardar el evento para la memoria digital y lo único que consiguen es obstaculizar la mirada y perpetuar la estupidez. Y, para sorpresa de todos los que temíamos ver un abuelito decrépito y lastimero, el Príncipe de las Tinieblas se apodera del escenario con la voz que corrompió generaciones. Es la misma alma joven y eterna del olimpo de los rockeros la que habita en ese cuerpo fofo y derruido. Ozzy camina vacilante por la tarima, pero se ve en su mirada que quiere correr y volar sobre el escenario. Aplaude arrítmico animando al público que no para de gritar. Se inclina tembloroso moviendo su cabello largo y tinturado al vaivén de la estridente guitarra y todos sufrimos por él. "Se va a caer", "se torcerá un tobillo", "habrá tomado el calcio suficiente?" Y Ozzy nos agradece aullando, mirando como sólo los condenados saben hacerlo, arrojándonos a la cara su juventud de sesenta años.
     Nosotros, que hemos visto morir nuestros sueños, nos alejamos de nuestro propio patetismo. Nuestro ídolo regresa a sus paraísos artificiales, a sus millones de dólares y sus jovencitas drogadas y lujuriosas. Viejo tonto y acabado, decimos muertos de la envidia, muertos en vida porque debemos regresar a nuestras oficinas, a nuestra cotización para la pensión, a nuestra vitamina C. Yo, particularmente, ni siquiera puedo volver a mis sueños frustrados porque mi moto se quedó en Pereira. Debo contentarme con viajar en un bus escuchando en un Ipod la vida que nunca tuve y deseando la muerte que nunca tendré.

7 abr 2011

Discurso para la ceremonia de Profesor Distinguido

We don’t need no education 
We don’t need no thought control 
No dark sarcasm in the classroom 
Teachers, leave the kids alone 
All and all you’re just another brick in the wall 
PINK FLOYD 

Para quienes aún no se han vinculado con el bilingüismo, se trata de una cita de una muy conocida canción de rock que traduce “no necesitamos educación, no necesitamos control del pensamiento, no oscuros sarcasmos en los salones de clase, profesores, dejen a los niños en paz. Después de todo, sólo eres otro ladrillo en el muro”. 
     La metáfora del muro, cantada por Pink Floyd, tiene diferentes interpretaciones. Necesariamente un muro se construye para separar, para proteger, para aislar. Pero nosotros no somos constructores ni albañiles. Somos profesores. Así que preguntémonos por qué alguien, así se trate de un grupo de músicos británicos, podría suponer que no necesitamos educación y que somos ladrillos en una pared. 
     Vivimos en un país que no es perfecto, eso lo sabemos. Un país que adolece de todos los males imaginables; pero el que más nos hiere a nosotros como docentes es la falta de educación. En Colombia, lamentablemente, la educación no es un derecho como lo dictan la constitución y la lógica, sino un privilegio al que sólo un porcentaje de la población tiene acceso. Los muros, que no existían para Epicuro cuando decidió instaurar su escuela de filosofía en los jardines de Atenas, se alzan ahora en nuestras fronteras internas. Dividimos a las personas entre quienes han tenido acceso a la educación y quienes no. Nos catalogamos como analfabetas, bachilleres, tecnólogos, profesionales, doctores y varias estratificaciones que a veces sirven más para aumentar la altura de los ya demasiados muros que escinden nuestra sociedad que para echar por tierra esos prejuicios. Décadas de violencia y corrupción han levantado atalayas inexpugnables para aislar al pueblo del pensamiento que le permitirá convertirse en dueño de su propio destino y no seguir siendo esclavo de intereses creados, de corbatas y quepis y sotanas. 
     Hay que derribar ese muro, desde luego. Ese gigantesco muro de desigualdad social que sufre nuestro país. Pero esto sólo se puede lograr con la educación. Y los que estamos en estos claustros, los privilegiados, valga recordar, que podemos acceder a los salones de clase, somos los que tenemos las herramientas, las armas para derribar esa barrera. De qué servirá graduar profesionales que sólo se interesen en llenar sus egos con automóviles caros y cirugías estéticas si la juventud a media cuadra aún carece de la libertad para estudiar? Estos títulos que otorgamos semestralmente, esos jóvenes que egresan orgullosos de nuestros claustros, deben tener la misión de derribar esas fronteras, de trabajar en pro de la población a la que le ha sido robado su derecho a la educación. Ya que tenemos la oportunidad de estudiar esas diferencias sociales, de ver donde otros han sido vendados, es deber de los egresados de ésta y todas las universidades ser la voz que derribe el muro y no el ladrillo que lo refuerce. 
     Pero, se estarán preguntando algunos, no íbamos a hablar de los profesores? Esto parece un discurso de grado… Y tienen razón. Quizá estamos pasando por alto que el estudiante, el egresado, no se da por generación espontánea. La academia le endilga a sus pupilos la responsabilidad de cambiar la sociedad, pero, como sabiamente decían nuestros abuelos, “la caridad comienza por casa”. No queremos que nuestros estudiantes sean ladrillos en un muro, claro que no. Mirémonos ahora y preguntémonos. Somos acaso nosotros un ladrillo en la pared? Un eslabón más en una cadena insípida y monocromática? Son nuestros salones de clase una prisión obligatoria para alcanzar el estatus que asegure un mejor sueldo o son un espacio de reflexión que permita ablandar el cemento de esos ladrillos que dividen a los colombianos.      
     Nosotros, educadores, tenemos una doble obligación. Por un lado, como personas, como ciudadanos, como compatriotas debemos luchar por derribar esos muros y devolverle a las generaciones futuras los derechos que les han sido arrebatados. Y como docentes, como maestros, tenemos el noble deber de alentar el conocimiento, avivarlo como una brasa que pueda convertirse en un incendio purificador. No vamos a alimentar nuestros egos suponiendo que nosotros tenemos el saber y que de manera magnánima lo compartimos con nuestros estudiantes, eso es lo que criticaban Epicuro y Pink Floyd. Esos son los ladrillos en la pared, los que impiden que los estudiantes lleguen al conocimiento de la única manera posible, a través de ellos mismos. Y este saber, desde luego, no se trata de integrales triples, pirámides invertidas o verbos irregulares. Se trata de la capacidad de evaluarse a sí mismos y a la sociedad que los rodea, que perciban las terribles injusticias en las que han nacido y se decidan a escribir un nuevo futuro para su nación. 

     Esa es nuestra misión real, despertar en los estudiantes la necesidad de conocer, de investigar, de criticar y mejorar su sociedad. Más aún en un país donde el dinero fácil y el consumismo sumergen a la juventud en una languidez bobalicona, un estado de confortable insensibilidad, como diría Pink Floyd en otra canción. Ese es nuestro verdadero objetivo, más allá de los torreones y los laboratorios de química. Podemos ser una universidad abierta, como el jardín de Epicuro. Podemos ser una sociedad abierta, donde la pluralidad y la libertad sean los colores de nuestra bandera. Pero todo eso empieza con nosotros, los docentes, en nuestras cátedras que también deben ser espacios abiertos, sin lugar a murallas que limiten el saber y el cuestionar. 

     No queremos muros en nuestros salones de clase, y si alguno de nosotros tiene que ser un ladrillo, que no sea el que se une a la pared que divide sino el que se hace yesca y produce la chispa que inicia fuego.