Lucumí despertó antes que el reloj se lo ordenara. Su cuerpo estaba mejor cronometrado cada día, producto del régimen militar. Se levantó sin producir ruido alguno en la cama para no despertar a Yisele. Aún no amanecía y la tiniebla inundaba la casa, pero eso no impidió que Lucumí se moviera entre los muebles con comodidad. Sabía perfectamente dónde estaba cada silla, cada florero, cada huevo de la cocina, de los que tomó uno y lo echó en una olleta con agua servida desde la noche anterior. Prendió la estufa a gas con un encendedor comprado en el centro por dos mil pesos y esa flama azul iluminó los pasos de Lucumí hacia el baño. La ducha duró el tiempo exacto que demoraba el huevo en cocerse. De camino al cuarto, Lucumí apagó el fogón y puso el huevo en un plato para que se enfriara mientras se vestía. Cuando Yisele se levantó, él terminaba de cepillarse los dientes. Los niños daban sus últimos ronquidos en la habitación contigua. Se despidieron con un beso anticipando los afanes del día.
A Jaider lo levantó el grito de su mamá. Brincó como un resorte y, como era costumbre, se tiró al piso e hizo cinco lagartijas mientras contaba en inglés. Luego se paró y dio a su vieja un beso en la frente. Hacía años que medía más que ella y, aunque él había acabado de crecer, ella se hacía más pequeña con los años y la ropa ajena que lavaba. Nirdia, a pesar de sus años, sus maridos idos y sus hijos muertos, sonreía porque ese muchacho era el más bello e inteligente de todos los que había conocido. Mientras Jaider se bañaba, ella miró los diplomas en la pared sin repellar de la casa. Siempre el primero de la clase. Becas y condecoraciones. Y en medio del mosaico, la foto de Jaider con toga y birrete. Algo ridículo, reconocía cada vez que la miraba, pero simbolizaba todo lo que su hijo era y podía ser. Le calentó como desayuno los fríjoles con arroz que quedaban de la noche anterior, le echó una manzana en su mochila arhuaca y lo despidió con un beso en la nariz, como lo hacía desde que era bebé.
En el bus, Lucumí pensaba en la película que había visto sobre África. “Será Lucumí un apellido africano?” Se preguntaba mientras bajaba la loma y veía las señoras que vendían arepas matutinas que se convertirían en minutos a celular por la tarde y empanadas por la noche. Con algo de suerte, la venta sería buena y podrían comprarles cuadernos a sus hijos. Un niño se subió al bus a cantar una ranchera. Tenía buena voz, había que reconocerlo. Quiso darle algo, pero sabía que el muchachito consumiría en bazuco las monedas que obtuviera. Dejó que la filosofía mejicana lo invadiera un momento: “nada vale la vida, la vida no vale nada”. A él le gustaba la salsa pesada, el titicó-titicó. Las rancheras eran para los borrachos y a él le gustaba la rumba sana y larga. Así se enamoró de Yisele, la negra que mejor bailaba en la cuadra. Solía bromear diciendo que trabajaba para comprarle zapatos que le dieran el ritmo. Ya no salían a bailar, pero hacían rumbas en la casa con los amigos donde tronaba el guateque hasta que salía el sol.
Casi se le escapa el bus. A último momento estiró la mano y se colgó en acrobático salto. Para algo le servían las habilidades aprendidas con los teatreros y cuenteros. Se subió y contó las monedas que le había dado su vieja. Faltaban cincuenta pesos, pero el chofer se los perdonó. Jaider se sentó junto al señor Lucumí, que iba a trabajar. Se saludaron amablemente. A Lucumí le agradaba el muchacho, muy inteligente y servicial. Hacía deporte y no fumaba ni bebía. Además, trabajaba cuando tenía oportunidad y se rebuscaba unos pesos para su mamá. A Lucumí le recordaba su propia juventud. Jaider también apreciaba a Lucumí. Era decente y no se emborrachaba ni le pegaba a su mujer o a sus hijos. Incluso, una vez ayudó a su vieja a destapar la cañería cuando él estaba fuera de la ciudad. Ambos eran hinchas de la mechita y una vez Lucumí lo había invitado a una de sus fiestas caseras y le había celebrado el tumbao. Charlaron brevemente y de lugares comunes mientras el bus dejaba la loma y se adentraba en la ciudad. La situación del equipo era dura, sin duda, y a ese paso nunca iban a salir de la B. La esperanza estaba en el guapireño Arana, que siempre marcaba un gol por partido. Entonces Lucumí se tuvo que bajar. “Suerte, vecino”, se despidieron sin ceremonia.
Lucumí caminó cinco cuadras hasta la estación. Allí, tras saludar a sus compañeros, pasó a cambiarse; se quitó su ropa de civil, su jean y camisa comprados en oferta en el Rebajón del Único, y se puso el uniforme verde. “Verde como los sapos, pensaba cada vez”. “Ni siquiera es un verde bonito, como el del Deportivo Cali, aunque sea el rival de patio”. Se presentó impecable a la formación. Himno nacional, informe del día, asignaciones, y la misma frase de algún prócer, cuya historia nunca le enseñaron, resaltando el orgullo de defender la patria. Cada vez que la escuchaba, recordaba que en el barrio tenía que ocultar que era policía; era peligroso. Eso le daba tristeza, pues sólo quería que la gente pudiera vivir sin temor a la violencia. Pero para mantener la paz le daban un bolillo, un arma y varias bombas lacrimógenas.
Tras veinte minutos más en el bus, Jaider llegó a la universidad. No tenía clase tan temprano, pero iba a verse con unos amigos que su mamá ignoraba. La viejita no podía saberlo. Se cumplían dos años de la muerte de Fernely en una pedrea y había que conmemorarlo. A él y a todos los compañeros caídos desde antes de Camilo Torres. Algún día, ojalá con su lucha, se haría la revolución y ya no habría ricos y pobres sino una sociedad con derechos iguales para todos. Pero en el barrio no entenderían nada de eso. Alienados por la televisión y el hambre, pensarían que era un terrorista, como se decía ahora en los medios. Por eso debía mantenerlo en secreto, para proteger a su viejita. Pensaba en esa paradoja mientras humedecía la capucha y revisaba el número de bombas molotov.
Esa tarde, entre humo y explosiones, Lucumí y Jaider se enfrentaron con odio, como los enemigos mortales que eran, y quisieron aniquilarse.
Esa noche, entre lomas y olor a empanada, se encontraron y lamentaron que se hubiera lesionado el guapireño Arana.
oscar portate serio. cual es el final.
ResponderEliminar"mejicana", en serio?. En España lo admito, xq no saben ni hablar su propio idioma. Pero Usted???. Noooo, por favor, noooo!!!.
ResponderEliminarPor otra parte, el post refleja la realidad colombiana de los "menos afortunados". Muy entretenido e interesante.