23 abr 2013

Fernando Soto Aparicio, de la ficción a la realidad

El presente texto fue incluido en el tomo "Detrás del Espejo" de la Colección de Oro de Fernando Soto Aparicio publicada por Caza de Libros.

Cuando se es niño, el mundo se divide entre juego y el estudio. Parafraseando a Borges: “jugar o no jugar es la medida de mi tiempo”. Sinónimos de jugar eran, por supuesto, la imaginación y la lectura. Por eso, entre los goles con compañeritos que también querían ser Zico, entre espadas Excalibur y del Augurio, entre el escondite y el ponchado, había un glorioso momento en el que me sentaba en mi silla especial a encontrarme con otros héroes que no eran de grama o de celuloide sino de papel. Allí conocí al Capitán Nemo, a Sandokán, a Sherezada, a D’Artagnan y a muchos más. En la escuela, el extremo opuesto al tiempo libre, me obligaban a la regla de tres y al sistema digestivo; pero también me presentaban nuevos amigos literarios que pasaban a sumar mi historial de héroes. En una de esas mañanas, entre “El Moro” y “La Marquesa de Yolombó”, me dijeron que tenía que leer “La Rebelión de las Ratas”.
     Y ahí empezó a maquinar mi mente. Imaginé, inevitablemente, un ratón gigantesco y heroico, una suerte de Mickey Mouse enrazado con Bolívar y Lion-O. Como un Homero infantil al que le atribuyen la Batracomiomaquia, mi curiosidad alimentada por cómics y dibujos animados trazó ejércitos de roedores dirigidos por algún Super Ratón que luchaban contra gatos, perros o, para que no se enoje Pigres de Halicarnaso, ranas.
     La anécdota me trae una sonrisa. Pronto supe que el libro no era una fábula de Esopo o un cómic de Disney. En cambio, fue el descubrimiento de la metáfora más sencilla, de la pobreza más extrema y de la injusticia más irreparable. Una nueva manera de ver las letras. No se trataba de la aventura heroica o de las picardías de algún buscón; era un retrato a blanco y negro de una parte de la sociedad colombiana que yo ignoraba. Los mineros, que en mi mundo infantil eran más cercanos a los enanos de Blancanieves, se me presentaban como seres humanos profundos y explotados, esclavizados por una sociedad en la que yo vivía y de la que era partícipe y culpable.
     El nombre de Fernando Soto Aparicio se hizo lugar en otro grupo de héroes, los que dedican su vida a la literatura.
     Años y letras después, tras sus innumerables libros, tuve la fortuna de tratar a Fernando. Siempre he sido tímido, aunque nadie me lo crea; las grandes plumas me intimidan, pues es el sitial al que quisiera llegar algún día y que por ahora no es menos imaginario que el Nautilus del Capitán Nemo. Fue un momento para recordar. En el colegio, los escritores no existen. Es decir, se ven en las contracarátulas de los libros, en las enciclopedias y eventualmente en la televisión hablando de asuntos que a un niño poco le interesan. Fernando Soto Aparicio era tan inaccesible y ficcional como John Lennon, Aureliano Buendía o Clark Kent. Ninguno de nosotros imaginaba a los maestros tomando gaseosa en una cafetería, pidiendo rebaja en una botella de vino o disgustado porque perdió un billete. Eso lo hacían los mortales. Por algún motivo, entre mágico e indescifrable, los escritores parecen estar en otra esfera. Por eso, conocerlo fue como si uno de esos personajes de la ficción cobrara vida.
     Me sorprendió su sencillez, digna y serena. Los años cuentan inviernos en su cabello pero no desdibujan su sonrisa. Y la fiesta que representa la lectura siempre lo anima. La tertulia, el whisky y la camaradería nos recuerdan que las edades de los escritores siempre son la eternidad. Con décadas de diferencia, somos coetáneos y colegas a pesar de que yo sólo tenga cuatro libros y el multiplique esa cifra por más de diez. A fin de cuentas, la literatura nos hermana a todos. Comparte sus anécdotas con la levedad del que se sabe escuchado. Los juegos de palabras ruedan por la mesa, junto a los libros y el licor. Siempre alguien lo señala como el gran escritor que es y alguna muchacha compra un libro y le pide una dedicatoria. Luego, se retira sabedor de que las fiestas vividas son más que suficientes. Se lleva la admiración en sus pasos cortos, pues los afanes son para quienes están retrasados, mientras que él hace rato cruzó sus metas, lo que no impide que se trace unas nuevas cada mañana. Yo siento que se ha ido una leyenda, alguien que ha cabalgado con éxito por décadas en el endiablado corcel de la literatura, y espero que una fracción de esos laureles me corresponda algún día.

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