Colombia es un país que, al menos en términos identitarios, no existe. Tal aseveración puede parecer ruda, grosera e injusta, y seguramente inexacta, pero sirve para dar pie a la discusión que pocas veces enfrentamos: una confusión entre el imaginario del ser colombiano y la realidad que podemos percibir a nuestro alrededor, particularmente en lo relativo a la influencia africana.
Comencemos con los lugares comunes: El escudo y el himno nacional. Casi caricaturesco es ya repetir que la supuesta colombianidad del escudo se manifiesta en cornucopias griegas, gorros franceses y cóndores andinos. De la misma forma, los ciclopes, centauros y las referencias a la batalla de las Termópilas del himno nacional probablemente no aparecen en su equivalente griego. Desde su inicio como país, o mejor como experimento de país, la Gran Colombia quiso ser lo que no era: una nación fundada en principios europeos y por ellos definida. No es gratis que Bogotá pretendiera ser la Atenas Suramericana y no la Tierra de Bochica, o algo por el estilo.
Este nuevo ser al que la historia conocería como “colombiano” se originó, entonces, por la virtud de las firmas y decisiones de unos próceres inspirados, cómo no, en gestas europeas. Tras las luchas, sin duda heroicas, crueles y contradictorias, se llegó al difícil momento de la fundación de esos nuevos países. Pero los padres de nuestras patrias se equivocaron desde el inicio, pues decidieron borrar de un solo brochazo toda la herencia cultural, histórica y, cómo no, étnica que tenía la colonia española, que si bien tampoco fue precisamente justa e incluyente, al menos había consolidado unas tradiciones, espacios y definiciones para criollos, indígenas, africanos, etc. Sin embargo, la creación de estos nuevos países se dio a partir de una nueva definición de lo nacional, de lo colombiano para ser más específico. Y en esa reescritura de la historia y la sociología colombiana no había espacio para indígenas, campesinos, mestizos y, mucho menos, afros. Colombia se consolidó como una supuesta nación blanca, de raíces europeas con minorías raciales.
De esta manera, pasaron las décadas y las clases dominantes blancas, herederas de los criollos que a su vez descendían de los españoles, minimizaron o ignoraron por completo la existencia de las negritudes en la sociedad colombiana. Inevitablemente, la historia y las artes siguieron el mismo camino para invisibilizar la influencia africana en el nuevo país. No es gratuito que el primer retrato del gran prócer afrocolombiano, el almirante José Prudencio Padilla, haya sido pintado con piel blanca y rasgos afilados en lugar de sus facciones mulatas. El mismo Bolívar, en su afamada Carta de Jamaica dijo que “no somos indios ni españoles sino un compuesto incierto de ellos”. ¿Y la presencia e influencia africana? Si para el Libertador, el gran visionario e ideólogo de la independencia, los afrodescendientes fueron inexistentes en uno de sus más importantes documentos, ¿qué podemos esperar de otras figuras históricas menos comprometidas con la liberación de las negritudes? Por ejemplo, es bien conocido que Francisco de Paula Santander en su exilio por Europa no tuvo vergüenza alguna en exhibir un esclavo afrodescendiente a pesar de vanagloriarse como una de las grandes mentes liberales de América y enemigo de la dictadura que representaba Bolívar.
Así pues, la huella del afro en la historia de la colonia y la independencia colombiana se limitó a su rol como esclavos y a algunos personajes casi anecdóticos que se resaltaron en las batallas de la gesta libertadora. Hubo excepciones destacables, claro, como el ya citado José Prudencio Padilla, y aún estas figuras sufrieron procesos que pretendían “blanquearlos” o, al menos disimular su carácter afrodescendiente. Pero las grandes masas compuestas por las negritudes que a veces conformaban ejércitos enteros simplemente no eran registradas por los historiadores de la época. Inevitablemente, la omisión se repetía generación tras generación de historiadores y de colombianos. Manuel Moreno Fraginals lo explica en términos muy claros: “Puede afirmarse que la casi totalidad de los documentos con que trabaja el historiador se originaron en las clases sociales dominantes. Ahora bien, en un lógico proceso defensivo estas clases dominantes han ido depurando sus documentos, borrando –como los delincuentes- las huellas de sus pasos y dejándonos, como fuentes históricas, un material previamente seleccionado y con el cual sólo puede llegarse a ciertas conclusiones prefijadas”.
Y esta visión de una historia nacional blanca se extendió por muchos años en los cuales los estudios afrocolombianos eran prácticamente inexistentes. Escribe Rafael Antonio Díaz Díaz en su ensayo “Ausencia y presencia de África en los textos escolares en Colombia”: “Los llamados estudios africanos, o lo que se denomina como el africanismo, no constituyen en Colombia un ámbito específico, referencial o epistémico que incida en la enseñanza de las ciencias sociales o de la historia; en el diseño y redacción de los textos escolares ni, en general, del material educativo para la enseñanza; en la investigación, en la formulación de políticas públicas, ni mucho menos en esa labor crucial y definitiva como lo es la formación de los profesionales en las más diversas áreas del conocimiento tanto de las ciencias sociales como de las humanidades.” Aún hoy, África se enseña como un continente pobre, atrasado y subdesarrollado, y su influencia en Colombia se minimiza o, como es costumbre, se invisibiliza.
Esta invisibilización, señalada por Nina de Friedeman a mediados del siglo pasado, permaneció no sólo en los historiadores que escribían enciclopedias y libros de texto para los colegios, sino que trascendió las artes y las letras. Muchos escritores y poetas colombianos imitaban las formas europeas de sonetos y alejandrinos, y desdeñaron la verdad mestiza y mulata que vivía la gente fuera de sus curubitos intelectuales. Mientras ellos redibujaban los mitos griegos e imitaban a los poetas malditos franceses, en las calles y veredas el pueblo mestizo bailaba ritmos de tambores, silbaba flautas indígenas y experimentaba con guitarras, arpas, acordeones y otros instrumentos europeos. Los cantos de los bogas se hacían poesía y las aventuras de los caminantes adquirían tono de leyenda. Pero fueron pocos los literatos que se acercaron a estos riquísimos fenómenos, particularmente a los protagonizados por afrodescendientes. Incluso cuando se hacía, una censura racial eliminaba los vestigios africanos de las letras blancas. El mejor ejemplo es la novela “María”, joya del romanticismo, que durante años sufrió la mutilación de la historia de Nay, la princesa africana que terminó como esclava en el occidente colombiano. En su ensayo “La marca de África, la negritud en la novela colombiana”, Darío Henao hace un análisis de esa historia y cómo fue repetidamente omitida en muchas ediciones de la novela: “La ilusión de volver al África va ser una constante en muchos de relatos de la esclavitud. Manuel Zapata consideraba a María la primera novela en introducir el tema negro en nuestra literatura. La vida de Nay como princesa en África y sus amores con el guerrero Sinar, el infortunio de haber sido prisioneros y embarcados como esclavos hacia América, su llegada primero al Caribe y luego a Turbo donde será vendida al padre de Efraín que trae a Esther, la pequeña hija de un primo judío que acaba de enviudar en Jamaica y que bautizará como cristiana con el nombre de María, su llegada a una hacienda del entonces Estado del Cauca y su vida hasta su muerte con su hijo, Juan Ángel, configuran el periplo completo de muchas mujeres que llegaron a trabajar en las labores domésticas de las haciendas del valle del río Cauca. Su salida del África es relatada en los capítulos XL,XLI, XLII, XIII y XLIV, conocidos como la historia de Nay y Sinar”. Esta historia, denuncia y narración, fue eliminada de la novela original durante décadas y constituye una prueba de la invisibilización que han sufrido las sociedades afrocolombianas.
Tras estos dos ejemplos, vuelvo a mi premisa inicial: que Colombia es un país sin identidad; no sólo por pretender ser lo que no es, sino porque niega lo que verdaderamente es o, en el mejor de los casos, lo menciona como un pie de página. Peter Wade lo describe en su texto “Población negra y la cuestión identitaria en America Latina”: “El discurso nacionalista en Colombia, y también en otras naciones, no deja de hablar de “los negros”, pero los inferioriza, o los hace exóticos”. Y no sólo hace doscientos años, cuando se estrenaba como país y pretendía una raíz europea; sino aún ahora que ha sufrido un colonialismo cultural venido de los Estados Unidos y no sólo quiere parecerse a la potencia del norte sino que se arrodilla ante ella a nivel político y económico. Y todo esto, desconociendo que su verdadera identidad viene de la mezcla racial que fue negada en sus inicios; y, particularmente, de la herencia africana que ha permeado y enriquecido de maneras inimaginables todos los ámbitos sociales, no sólo de Colombia, sino de América en general. Edouard Glissant en su ensayo “Criollización en el Caribe y en las Américas” distingue tres Américas: la Meso América, de los pueblos autóctonos; la Euro América, de los colonizadores europeos; y la Neo América, la de la criollización y el mestizaje entre los tres pueblos encontrados y en donde prima la raíz africana: “Lo que es interesante en el fenómeno de la criollización en el fenómeno que constituye a la neo América, es el poblamiento de esa América es muy especial: en ella es África la que prevalece”, en sus propias palabras.
De la misma manera lo ve Manuel Zapata Olivella, quizá el más grande intelectual afrodescendiente que ha dado nuestro país: “El afro conlleva una fuerza viva y creadora, dinámicamente actuante en el contexto de la cultura nacional; en nuestros pensamientos conscientes e inconscientes; en la totalidad de las manifestaciones materiales, espirituales y trascendentes del país”, dice en su libro “Africanidad, Indianidad, Multiculturalidad”. Y más adelante refuerza la necesidad de reconocer la condición mestiza y la influencia africana: “Esta visión multidisciplinaria como se ha visto enfocada aquí, nos permite evidenciar la contribución del afro a través de su dimensión étnica, humana, racial y social en el mestizaje con el indio y el hispano. Sólo así saldrían a relucir otros aspectos de la historia implícitos en las fuentes bibliográficas, escritas u orales, revelándonos los nexos ocultos que integran nuestra cultura”. Esta verdad tan evidente, tan sencilla y clara, parece eludir a los historiadores que durante años han persistido, a veces quizá de manera ingenua, en la invisibilización de las negritudes y de su enorme aporte a la identidad colombiana.
Y esa invisibilización que se ha presentado ha permanecido de tal manera en el imaginario colectivo del colombiano que muchos ciudadanos aún creen que Colombia es un país blanco y que las negritudes (por no decir los indígenas) son una minoría racial. A pesar de que la Constitución Política de 1991 reconoce a Colombia como un país pluriétnico y multicultural, el ciudadano de a pie, dopado por la constante invisibilización que aún hoy permanece en la educación y los medios de comunicación, sigue pensando en los afrodescendientes como un pueblo aparte, un “ellos” que tienen sus propias incomprensibles e incivilizadas costumbres; y difícilmente reconocen su aporte constante y permanente en la cotidianidad nacional. Escribe Edouard Glissant: “El africano deportado no tuvo las posibilidades de mantener, de conservar esa especie de herencias puntuales. Pero creó algo imprevisible a partir únicamente de los poderes de la memoria, esto es, solamente a partir de los pensamientos Rastros / Residuos, que le restaban: conformó lenguajes criollos y formas de arte válidos para todo, como por ejemplo la música”. Y esa música; para tomar sólo ese aspecto cuando se podría hacer lo mismo con la gastronomía, el lenguaje y muchos otros; se hace popular e identitaria en Colombia, pero en una versión blanqueada en la que se ocultan sus raíces africanas y se pretende vender como algo autóctono del país desconociendo su origen, como lo explica Peter Wade en su texto “Música, Raza y Nación”.
Este nuevo ejemplo de la invisibilización de la raíz africana en la música colombiana, que, repito, es sólo uno de los muchos que se podrían mencionar, sirve para sustentar la tesis de la fragilidad de la identidad colombiana. Cómo podrá tener identidad un país que oculta una de sus influencias culturales e históricas más vitales? “Respecto a Colombia, se puede afirmar que la presencia de la gente del África occidental fue decisiva en la conformación de las nuevas culturas afrocolombianas, en el impacto y los aportes que éstas hicieron a la consolidación de la llamada identidad regional y nacional”, declara Luz Adriana Maya Restrepo como una verdad casi axiomática y que, aún hoy, se invisibiliza. Y bajo la solapa de esa invisibilidad viene un mal mayor: el racismo. Aunque nadie lo reconozca, el racismo repta malsano por las calles colombianas. El ciudadano de a pie no suele reconocer al afrodescendiente como su conciudadano, sino como otro diferente, como si la condición de negro le diera unas condiciones particulares, distintas y, casi siempre, negativas; pues incluso las positivas como las habilidades para la danza, la música y el deporte se convierten en estereotipos que refuerzan la división entre las “dos razas”; situación que, evidentemente, es equívoca porque la población colombiana se conforma en una enorme masa mestiza de los tres continentes fusionados, sin contar la multiplicidad de etnias africanas, indígenas y europeas que conforman el crisol del colombiano.
Y es difícil exigirle al ciudadano promedio que cambie su manera de pensar y se reconozca a sí mismo y a su país como producto de una mezcla maravillosa y rica cuando, además de que nunca se le muestra en realidad en su educación formal, diariamente ve lo contrario en los medios de comunicación. No es difícil constatar que el fenotipo del colombiano que se ve en la televisión corresponde a la raza blanca europea; y, valga el espacio, bella según los cánones y clichés estéticos norteamericanos. Si nos guiáramos por los programas televisivos, podríamos deducir que en Colombia son prácticamente inexistentes las razas indígena y africana. Hasta los comerciales, sin duda con una mirada racista según la cual las negritudes no tienen el suficiente poder adquisitivo, acentúan la invisibilización mencionada.
José Jorge de Carvalho en su texto “Cimarronaje y afrocentricidad: los aportes de las culturas afroamericanas la América Latina contemporánea” hace referencia a esa discriminación y esa invisibilización de la que son víctimas las negritudes y sus contribuciones a la sociedad: “A veces vista con cierto rechazo por parte de nuestras elites blancas y/o blanqueadas, la afrocentricidad debe ser mejor comprendida, porque no significa necesariamente sectarismo o prejuicio cultural. De hecho, todo el sistema de valores que fundamenta la mirada dominante sobre América Latina es sencillamente la perspectiva eurocéntrica. Si tomamos ese hecho en su debida cuenta, entonces la perspectiva afrocéntrica es una actitud legítima de afirmación de la diferencia simbólica de los afroiberoamericanos que luchan por sobrevivir con dignidad en el medio de sociedades racistas como son las latinoamericanas”. Pero esta perspectiva no podrá darse sin un cambio real y efectivo en las políticas de educación y en los imaginarios que se presentan cotidianamente al ciudadano a través de los medios de comunicación controlados por las élites económicas y políticas que en Colombia han sido blancas por tradición, como se mencionó al inicio de este ensayo. Sólo entonces el colombiano sentirá la presencia africana en su identidad y reconocerá su valor. Hasta ese momento, habrá que seguir educando en contravía de la invisibilización permanente.
Y, lamentablemente, hay algo aún peor que un ciudadano desinformado: un político ignorante, prejuiciado y racista. Muchos dirigentes que, supuestamente, representan al país pluriétnico y multicultural distan bastante de trabajar por el reconocimiento de esta identidad o generar espacios de justicia social para las poblaciones afrodescendientes. En lugar de ello, a veces se muestran abiertamente racistas o ignorantes, lo que para el caso es lo mismo. Tres denigrantes ejemplos contemporáneos de nuestra clase política: El concejal Jorge Durán, quien expresó en una sesión poco ordenada del concejo: “Esto se nos está volviendo una merienda de negros”; el diputado antioqueño Rodrigo Mesa, quien afirmó que “invertir en Chocó es como perfumar un bollo”; y probablemente el peor porque fue Ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega, quien, mientras fungía como embajador en Italia, aconsejó al periodista italiano Lorenzo Cairoli no viajar al Chocó porque allí: “sólo hay negros y mosquitos”.
Indignantes y miserables estos ejemplos de nuestra casta dirigente, que sin duda no representan los intereses de ningún colombiano de ningún color, y más bien desacreditan la clase política y la ciudadanía colombiana. Y es evidente que, cortesía de esos mismos políticos corruptos, las negritudes (y los indígenas, campesinos y, en general, todos los colombianos marginados y condenados a la miseria) siguen condenados a la discriminación e injusticia social. “Es obvio que en la actualidad, en la práctica, en la realidad, son muy pocos los afrodescendientes que viven en condiciones de vida digna, pues la mayoría está inmersa en un universo de exclusión, marginalidad, racismo, discriminación. Poblaciones y localidades enteras no pueden satisfacer las necesidades básicas, y menos dar oportunidades en cuanto a empleo, vivienda digna y saludable, salud, educación de calidad en todos los niveles desde el preescolar hasta el profesional”, denuncia Félix Domingo Cabezas Prado una situación que, lamentablemente polariza más la falsa dicotomía de las “dos razas”. Más aún cuando, a pesar de tanta invisibilización y prejuicios heredados, el colombiano suele, quizá por la mezcla de etnias o por sufrir la misma injusticia social, ser una persona abierta, generosa y cordial con sus amigos, vecinos y conciudadanos. Los afrodescendientes, incluso a pesar de la invisibilización y el deje de racismo que conlleva, son cada vez más reconocidos por el general de la población y poco a poco han ganado espacios que antes les eran negados. Más allá de los clichés del deporte y la música, se han generado eventos culturales como el Festival Petronio Álvarez y han aparecido figuras afrodescendientes como presentadoras de noticias en informativos nacionales y reinas nacionales de belleza (aunque esto último podría significar un retroceso para los estudiosos de género). Pero aún falta trabajar mucho para un completo reconocimiento de las negritudes como componente vital e indisoluble de la nacionalidad colombiana y como fuerza movilizadora de su historia, su cultura e identidad. Sólo entonces la premisa invocada al principio podrá desmoronarse por completo y Colombia se reconocerá a sí misma y a la sangre africana, indígena y europea, es decir mestiza, criolla y colombiana, que corre por sus venas.
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