Hace 20 años, cuando la mayoría de mis estudiantes no habían nacido, mi generación saltó del pop prediseñado y del rock conformista hacia el nihilismo. Los culpables fueron tres tipos con aspecto de drogadictos que no pasan por la ducha, cuyas canciones arrojaron a nuestras adolescentes caras el sinsentido de la sociedad. De pronto, supimos que el mundo era una mierda y que nosotros, inmersos en el mismo, no podíamos ser nada diferente. Entonces, ahítos de frustración y rabia, nos identificamos con esos acordes duros y destemplados, con esas voces que gritaban desterradas del paraíso prometido, vomitamos nuestro odio junto con el licor barato y las patadas al universo. El nombre de estos tres degenerados que nos abrieron los ojos, Nirvana, fue la máxima ironía, pues en lugar de llevarnos a la paz espiritual nos mostraron el último círculo de la dantesca y miserable sociedad en la que vivíamos.
Por supuesto, "vivíamos" es un decir. Aún vivimos en esa misma sociedad, tal vez peor. Y los jovenes que nos negábamos a doblegarnos ante el entorno conformista tuvimos que crecer porque el tiempo, a diferencia de los discos de la época, no puede tocarse al revés. El suicidio de Kurt Cobain nos mostró la derrota inevitable, lo inútil de nuestra rebeldía. Ya lo habían anticipado Janis Joplin, Jim Morrison, John Lennon y Jimi Hendrix. Estábamos ante un callejón sin salida: una sociedad donde los Cobain, los que restriegan la mierda del mundo en la cara de los demás, no tienen derecho a existir.
Hoy, veinte años después, los jóvenes aún escuchan a Nirvana. Los de mi edad también, pero desde sus autos lujosos y en los breves espacios entre el trabajo, el colegio de los niños y la rumba con bachata. Unos pocos, tercos como buenos rebeldes, seguimos con el pelo largo y perdemos nuestra vida entre libros y pentagramas; aunque decidimos bañarnos todos los días. Y la mayoría de los jóvenes? A pesar de voces interminables como la de Amy Winehouse, parece que siguen en ese conformismo ciego del que sólo un músico suicida puede sacarlos.
A eso huelen, inevitablemente, los espíritus jóvenes.
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