La fábula es la siguiente: Un tipo de mediana edad, culto, adinerado, entra a su almacén de antigüedades favorito. Durante varios años ha comprado allí pinturas, jarrones y diversos artículos de los que se ha antojado como camafeos, bastones con empuñadura de marfil y espejuelos. En esta ocasión se siente atraído por un enorme reloj de arena. El anticuario, en quien confía ciegamente y que se ha hecho acreedor a ese honor, le asegura que tiene cien o doscientos años y alguna historia que no viene al caso pero que está muy lejana de supercherías o esoterismos. Es, simplemente, un noble reloj de arena que cuelga de dos soportes de roble que le permiten girar ciento ochenta grados para contar de nuevo las inexorables horas hasta que el flujo amarillo se detiene y espera otra vuelta. Habrá una corta negociación que finalizará con el cliente satisfecho y varios paquetes que incluyen una máquina de escribir, un acordeón de una sola hilera de botones curtidos y una preciosa lapicera de alguno de los países que desapareció tras la primera guerra mundial. El hombre llega a su casa, que en sí misma tiene aspecto de museo. Apenas se puede percibir el color de las paredes tras el tapizado de pinturas de diversas épocas, muebles antiguos, fotografías en sepia y la innumerable colección de objetos perdidos en el tiempo, victrolas, microscopios, sables, candelabros, etc. El hombre desenvuelve sus regalos y, tras mover dos o tres objetos de lugar, como para distraerlos de su monotonía, los acomoda en su nuevo hogar. El último, por ser el más frágil, es el reloj de arena que pasa a ocupar un destacado sitial encima de un buró francés, desplazando quizá a un reloj de péndulo en un curioso proceso de involución tecnológica. Finalmente, y como para cerrar el proceso y dedicarse a otra labor, el individuo gira la clepsidra y espera la caída de la arena, pero ésta se queda en la bombilla superior. Sorprendido y algo indignado, golpea suavemente con los dedos el cristal mientras murmura un “bah”. En ese momento cae un pequeño número de granos, pero el flujo se detiene de inmediato. El hombre se cruza de brazos y piensa que por primera vez el anticuario lo ha estafado. Por costumbre, como suelen hacer las personas que viven solas, termina en voz alta la frase que está pensando y exclama: “mañana vuelvo y hago el reclamo”, pero entonces la arena cae suave y constantemente, aliviando la preocupación del ofendido cliente. “Ah, no era nada”, dice satisfecho y vuelve la espalda al reloj para dedicarse a alguno de sus oficios sin notar que los granos se detienen de nuevo. Al día siguiente, el hombre llega tarareando una canción, contento por algún negocio que ha tenido buen fin, y da un par de vueltas por su apartamento, sin dejar de notar su nueva máquina vieja, su acordeón mudo y su reloj en el que la arena cae sin sospecha. Sin embargo, en su alegría no se da cuenta de que la arena en la bombilla inferior es muy poca y que han transcurrido más de doce horas, lapso que no concuerda con la cantidad recogida. El hombre se distrae de nuevo y, cuando deja de canturrear para leer el periódico acompañado por un emparedado de pavo, la clepsidra se detiene lejos de su mirada. Pasan dos o tres días y el tipo, embebido por sus negocios, ignora los cuadros, vasijas, bastones y, desde luego, al reloj cuya arena avanza y se detiene sin que nadie descubra su errático ritmo. El sábado, sin embargo, el hombre habla por teléfono con una chica a la que quiere convencer de salir a una discoteca, y quizá parodiando la pista de baile da vueltas por la estancia intercalando piropos y propuestas. Varias veces dirige la mirada al reloj, cuya arena fluye tranquilamente, sin que él note la paradoja temporal. De pronto, la chica del teléfono recita una larga lista de compromisos que le impedirán la salida y el callado hombre ve que la arena se detiene. “Carajo”, pensará un momento y se acercará a examinar el reloj mientras escucha, ya sin interés, la perorata de la muchacha. Agita las bombillas un par de veces sin resultado alguno y se resuelve a regresarlo al anticuario. En el momento en que da la espalda y se dirige a su habitación por la libreta de teléfonos, quizá pensando en otra consorte, se despide cordialmente de la dama y no puede ver que la arena cae nuevamente. Para alegrar un poco la existencia del pobre tipo, digamos que tiene una gran velada con otra muchacha, una buena cena, media botella de vino y un sexo cálido y amigable en un motel relativamente elegante. El domingo, para celebrar su resaca, toma jugo de naranja y da vueltas en bata por su sala de museo. Se dirige de nuevo al paralizado reloj con un gesto de decepción y, tras dos o tres papirotazos en el vidrio, dice rencoroso: “debí ensayarlo primero”. Al punto resbala una pizca de arena que se detiene con el silencio. Él mira sorprendido e incrédulo y dice, cual conjurando un fantasma: “hey”. La respuesta son dos granos que se arrojan suicidas al vacío que ya no está tan vacío. “Hola, hola, hola”, pronuncia el tipo como si probara el sonido de un micrófono y observa atónito el desfile de arena que se detiene junto con su voz. Sólo entonces advierte que durante casi una semana apenas ha caído una parte del contenido del reloj. Tras dos o tres minutos más de pruebas, el hombre entiende la lógica de la clepsidra, que ya habrá usted adivinado: La arena sólo cae cuando él habla. Como el individuo es culto y letrado, se forjara un montón de hipótesis fantasiosas acerca del tiempo de los hombres, de la inmovilidad del silencio y de la trascendencia de la palabra. Y tras días de silencioso cavilar llega a una preocupación terrible: Qué sucederá cuando, tras tanto hablar, finalmente se vacíe la bombilla superior? Será acaso el fin de su voz? De su tiempo? Llegarán entonces las parcas a cortar el hilo de su existencia? La idea lo aterra y, desesperado, trata de hallar en silenciosas bibliotecas las respuestas que no tiene pero la búsqueda es infructuosa. Por momentos se siente tentado a girar de nuevo el reloj pero teme las impredecibles consecuencias: Se devolverá el tiempo? Se devolverán sus palabras? O, siendo menor la cantidad de arena en la bombilla inferior, le quedará menos vida que antes? También contempla la posibilidad de acostar el reloj y detener el proceso en la horizontalidad pero sospecha que eso sería tanto como detener el tiempo y, posiblemente, finalizarlo, lo que equivaldría a su muerte o, peor aún, algún estado comatoso del que sólo podría salir cuando alguna casualidad enderece de nuevo el reloj. El temor lo atormenta durante días y se enclaustra callado, más aún que el acordeón, mientras las ideas zumban en su cabeza como avispas en un globo. Finalmente, decide que el miedo no es vida y sale a la calle a buscar respuestas, pero ya no en los libros, sino en las personas. Va donde el anticuario, quien repite la historia del día de la venta y lo contacta con un comerciante de arte que, a su vez, lo remite a un caserón antiguo donde una anciana casi sorda lo hace recorrer varios establecimientos de otra ciudad; y en uno de ellos se ve obligado a tomar un avión hasta otro país, digamos Holanda. Allí se entrevista con el que, presumiblemente, fue el primer dueño de la clepsidra. Valga anotar que en cada estación el tipo ha tenido que preguntar y explicar lo que necesita, a veces referir la historia parcial o totalmente; y en su aterrada imaginación sabe que eso significa una cuenta hacia atrás en su tiempo, en los granos de arena por caer, en el número de sílabas por pronunciar. Un destino horrible, no le parece?
Sí, me parece bastante tenebroso.
Bueno, pues esa es mi situación. Le suplico, señor Van de Kerkhof, no recuerda nada que su padre le haya dicho sobre ese reloj?
El holandés mira indiferente al hombre, sin ningún atisbo de asombro o incredulidad. Sólo cuando los segundos pasan se puede entender que está escarbando en su memoria.
Mi padre murió hace muchos años y no recuerdo que alguna vez se haya referido al reloj. Sin embargo, su media hermana Inge vive en Hamburgo y sé que fueron muy unidos en su niñez. Es probable que ella sepa algo que pueda ayudarle.
La fábula termina con el hombre suspirando resignado mientras escribe las señas de la anciana. No sabe cuántos granos de arena le queden, no sabe qué pasará cuando la bombilla se vacíe por completo, y, sobre todo, no sabe cuánto tiempo podrá relatar la misma agonía hasta que alguien le dé una respuesta.
Este cuento fue primer lugar en el concurso literario Palabras Autónomas de la Universidad Autónoma de Occidente. No es publicidad, pero sirve el dato.
ResponderEliminarmaravilloso...
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