Está bien, lo confieso. Soy un anticuado ser del siglo XX. Me gustan las camisas pasadas de moda, la música de más de treinta años y las fotografías en papel. Esto último, tal vez, es lo que más me distancia de las nuevas maneras de retratar al mundo.
Pero antes de mi linchamiento virtual, quiero aclarar que no tengo nada, absolutamente nada contra los avances tecnológicos; y menos en el campo de la fotografía. No piensen que soy uno de esos retrógrados que aún recorta los negativos con bisturí (negativos? Qué es eso? pensarán los más jóvenes) y que cree que lo digital es un formato demoniaco que arrebata el alma del arte. No, nada por el estilo. Tengo, junto a mi reflex análoga (intraducible) que, lamentablemente, cada vez uso menos, una cámara digital muy moderna, con zoom electrónico y tarjeta de memoria. Me parece maravilloso tomar centenares de placas (ya sé que el término está desactualizado) sin preocuparse por cambiar de rollo (Rollo? Qué es eso?) o tener que invertir horas inclinado con lupa ante un contacto (Contacto?).
Entonces, qué es lo que me molesta? Tal vez sea esa parte de mí que se acerca a la tercera edad y empieza a ensayar con las chocheras, pero me fastidia sobremanera la nueva actitud hacia la fotografía. Para retratarla, he aquí un relato imaginario que todos ustedes podrán reconocer en la realidad. Supongan una reunión cualquiera en un restaurante o casa familiar. Sonríen los amigos, se abrazan e, inevitablemente, llega el momento de la foto. Antes rodaban dos o tres cámaras fotográficas que sólo podían ser de dos tipos: la caserita con un único botón que nunca se desenfocaba y en la que siempre salía más paisaje que gente (y que eventualmente fotografiaba un dedo ancho y tosco); y la complicadísima de lente pesado y que no se podía manejar sin un curso en el sena. Por eso, cada fiesta tenía su fotógrafo oficial: algún pariente ocioso con el hobby y el dinero para alimentarlo. Hoy en día, ruedan cámaras digitales equivalentes a las caseras, pero junto a ellas, parásitas del retrato, vuelan las cámaras de teléfonos celulares que poco sirven, mucho alardean y nunca se pasan al papel.
Segundo momento. Tras la foto en la cámara (o celular), todos (con más frecuencia las mujeres, debo señalar) se arruman sobre la pantalla para ver cómo quedaron. Actitud que, debo reconocer, es lógica, pues en el fondo todos saben que la imagen nunca pasará al papel. Eventualmente, y con algo de suerte, la verán en Facebook. Acepto que me estoy volviendo chocho, pero no me es fácil contemplar ese momento de narcisismo y vanidad. Y eso que soy narciso y vanidoso.
Y el tercer momento me desconcierta. En la misma reunión, tras la comida, el baile y el chiste, se sientan en grupos aislados a ver las fotos que han tomado durante el evento. Y, como cada quien tiene sus celulares con cámara, los grupos son cada vez menores, sin descontar el conjunto unitario. Tal vez soy chapado a la antigua, pero cuando me reúno con mis amigos es para hablar y divertirme con ellos, no para sentarme frente a una pantalla diminuta en la que no se ve nada a chatear, consultar internet o mirar fotos. He tenido que presenciar en centros comerciales almuerzos familiares en los que nadie habla: todos están en su smartphone conectados con el mundo y distanciados entre ellos. Yo todavía soy de los que prefiere el contacto humano.
Supongo que, en el fondo, soy algo retrógrado. Pero no por la tecnología, sino por el uso de la misma. Me gustaba la época en la que la gente hablaba entre sí, mirando sus labios y sus ojos, y no a través de un teclado. Disfruto las chanzas espontáneas y no los chistes leídos por internet. Prefiero las carcajadas a los emoticones. En fin, soy uno de esos seres prehistóricos, antediluvianos, anquilosados en sus gustos personales que se resisten a que la sociedad de consumo les diga qué hacer. En ese sentido, esa ridícula rebeldía que me obliga a no seguir la moda como borrego digital, tal vez me haga más joven y moderno que muchos de los muchachos que conozco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario