Cali. El Cali pachanguero, la Cali ají que señala Belarcázar y protejen Cristo Rey y varias cruces. La sucursal del cielo. Sí? Oscuros acordes marcan el ritmo de los pasos. Oídos captan infinita contaminación auditiva. En el éter suenan los compases de una canción que te retrata, Cali, y que no es salsa. En esta puta ciudad todo se incendia y se va, matan a pobres corazones. El periódico matutino sumaba docena y media de muertos, dos niños entre ellos. Un pasquín miserable, que se ufana de tu nombre, se regodea con la foto de uno de los crímenes. El horror hecho tinta y papel, difundido por la radio entre delitos cotidianos, cánticos religiosos y chistes de doble sentido. La herencia de la noche anterior, el pan nuestro de cada día mientras rezamos ante los alimentos que otros no tienen. En esta sucia ciudad no hay que seguir ni parar. No hay tiempo para ello, para admirar la arquitectura narcotraficante, los inexistentes jardines o las vallas con errores de ortografía. Andenes áridos y puntillosos, trampas mortales, laberínticas. Y la calle donde el fluido mecánico aturde, enerva, cega con su nube de hollín y smog irrespirable. Añoramos el tranvía, el trolebús, el metro subterráneo. Pero todavía tenemos la zorra y su estela de cagajón, y supermercados en los semáforos. No quiero salir a fumar, no quiero salir a la calle con vos. No quiero soportar el atafago y el miedo y el calor asfixiante de la ciudad a la que sólo le falta la playa. Aldea global, urbe campesina, pueblo grande, como decían las abuelas. De identidades falsas y contradictorias. San Antonio con marihuana, Chipichape Plaza Shopping y nuestro Trade Center castellano. Mestizaje anodino. No quiero empezar a pensar quién puso la hierba en el viejo cajón. Es mejor no pensar en ello. Ni pensar, ni ver, ni sentir los miles de mendigos, los niños desnutridos, las indígenas migradas, los viciosos infectos, los ancianos averiados, los orates alucinantes, los harapientos, los desposeídos, los ignorados, los que hay que esconder bajo la alfombra o amarrar con cordones de miseria, lejos del horror que causan, cual hiedra venenosa, cual gangrena haciendo fila sangrante en el hospital. Buen día, señora; buen día, doctor. Buen día, ciudad de niños bien, de carros lujosos, de joyas doradas y de mansiones ostentosas. Ciudad cívica de diplomas comprados, de dinero sucio, de empresas fachada, de corruptos, de reinas de belleza y reyes de la coca. Desenfrenos y extremos y niñas con ombligos al aire, pues las caleñas son como las flores, pero eso es otra canción. Vamos todos a cortarnos el cabello como los niños bien. La ropa de marca y las gafas de moda. Todos a la sexta que Caicedo murió hace años! Maldito sea tu amor, tu inmenso reino y tu anciano dolor. Es la noche que fornica con Cali. La noche, niche. La de azotar baldosa, salir a aletear, irnos de rumba sin rumbo. De rumba, carajo, que la vida es corta, como la sexta de neón o la quinta y su añoranza de cabalgata. Y el mito eterno, el del puente para allá, el de la salsa dura y los pantalones brillantes con mocasines blancos. El de las familias a orillas del río con techos de plástico y paredes de cartón. De los entes que como fantasmas salen de los rincones de la noche calmando el hambre con la ley de hierro, fundidos en la oscuridad personificando el horror. Qué es lo que quieres de mí? Qué es lo que quieres saber? Seguridad para las niñas bien y los chicos play. Alejarlos de los espectros afilados que exigen su pedazo de Cali. Justicia, igualdad, oportunidades, trabajo, utopías, ideales, sueños escurridizos que somos incapaces de realizar, de crear, de creer. Sólo concebimos culpas y señalamos iracundos a quienes nos rodean la tranquilidad y los acusamos de todos nuestros problemas, esos prójimos hijos de tu sombra, Cali. Allá corre nuestro estigma con el acero sangrante, la bolsa llena y el corazón vacío. Víctimas fraternas. Mañana habrá otra noticia. No me verás arrodillado. No me verás arrodillado. Más rápido salen los seis tiros del revólver. El plomo vence al hierro. La cobija nocturna lo cubre todo. Nos permite tomar la ley por la mano, eliminar al que reclama lo que le ha sido negado. Somos la balanza y la espada, la venda y la mordaza. Brazaletes rojos, capuchas negras, el inicuo movimiento de cabeza pagado con dólares, con cheques, con dos papeletas de bazuco. Dicen que ya no soy yo, que estoy más loco que ayer y matan a pobres corazones. Los matan en vida, enjaulados por valores aritméticos cuando ni siquiera alcanzan a contar hasta diez, diez millones, diez mil millones, depende del estrato. Fotos inocentes enarboladas como banderas, mártires de una guerra estúpida, seres humanos convertidos en lucro cesante. Atrocidades que el diccionario apenas consigue describir y que no pasan ni por las mentes bestiales de los diálogos de Páez, digo, de paz. Destruir familias por crueldad, fanatismo y una cifra con siete ceros. Y en medio de todo, nuestra miopía, nuestra inacción. El marasmo, el horror de la insensibilidad. Pero cuando la acera nos quema los pies y el aire enrojece de insania, cerramos los ojos y cantamos calipachanguero, calibuscaunnuevocielo. En esta puta ciudad todo se incendia y se va. Porque Cali es la capital de la salsa, la ciudad donde todo es alegría y rumba. Porque sin rumba no pueden trabajar las prostitutas, los travestis, las líneas calientes, las masajistas, las acompañantes, las universitarias de celular, los strippers de gimnasio, las modelos de academia, las celestinas de conmutador, las secretarias coquetas, los profesores pervertidos, las cirugías plásticas o las francachelas alter party y su ajedrez de alucinógenos. Reinas drag junto a garajes que anuncian la venida de otro rey y se llevan al césar. Y matan a pobres corazones. Venden el cielo a la ingenuidad, citan libros ilegibles, prohíben y regalan pecados y milagros circenses. Los pobres al paraíso y los ricos a lucrarse con el dinero de los creyentes. Orar, cantar para orar dos veces y pagar para orar cuatro. No me importan tus pecados, Cali, porque tienes cientos de cristos de pastores y camándulas de marfil. Matan a pobres corazones, matan a pobres corazones. Nos matas del alma, ciudad cuna. Nos matas en tu injusticia, en las miradas de tus desamparados, en las piernas de tus meretrices, en las dagas de tus esquinas, en las sonrisas de tus secuestrados, en los diezmos de tus profetas, en los niños de tus semáforos, en la sed de tus viandantes, en el oro de tus asesinos, en la belleza de tus reinas de belleza. Nos matamos del alma en nuestra ignorancia. Morimos una y otra vez en ti, por ti, sin ti, Cali ajena, enajenada, sucursal del infierno, ciudad de pobres corazones.
2000
Pero no solo es el lugar que describes ajeno, enajenado, sucursal del infierno y ciudad de pobres corazones. Finalmente hay un poco de eso en todos lados, la entropía nos envuelve y el reto aquí es alimentar a los corazones perdidos ó ausentes de valores, principios y amor. A veces solo despierto y un rayo atraviesa el manto sobre mi ventana, y al husmear tras el cristal los días, sus noches y su historia, creo que aún hay esperanza. Aún no la he perdido, espero que otros tampoco lo hagan.
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