Por estos días me ocurrió una desgracia, una catástrofe, una tragedia! Me robaron? Me estrellé en la moto? Perdió el Deportes Tolima? No, peor que todo eso junto: perdí mi teléfono celular.
Ya sé lo ridículo que suena. Particularmente, porque yo era de los que decía que el celular era una necesidad creada por la sociedad de consumo. Han pasado unos años desde mi lógica aplastante que afirmaba que si me llamaban al fijo de mi casa y no estaba, seguro me encontraba ocupado, por lo que no podrían contar conmigo para lo que fuera. Aún recuerdo mis críticas ácidas a los amigos que se enrolaban en la telefonía móvil, cuando cada llamada costaba mil pesos (de mediados de los noventa) y los celulares eran grandes, pesados e, inevitablemente, notorios, con todo lo que eso implica. Acepto, incluso, que he sido algo retrógrado. Hubo momentos en los que un manos libres me parecía presumido e innecesario. Si bien el tiempo me probó lo contrario: tener las manos libres es una ventaja, sin contar con que es obligatorio al conducir; aún tengo algunos de esos prejuicios equivalentes, como el famoso audífono bluetooth, que no deja de parecer más fantoche que útil. Reitero, es un prejuicio de mechudo retrógrado.
Pero llegó el momento en el que tuve que usar un /(&$% teléfono de esos. Obligado por la empresa en la que trabajaba, me enfundé mi primer celular y con él me inscribí en esa nueva etapa de la tecnología contemporánea. Desde luego, eso incluye todo un nuevo mundo de mensajes, tarjetas, simcards, redes y muchos términos más que sólo nombro por cultura general y no porque los entienda. Yo, a duras penas, conseguía contestar el aparato ese. Sin embargo, el tiempo y la competencia hicieron que la telefonía celular se hiciera más amigable y asequible, hasta que la necesidad inventada se convirtió en una necesidad real. Todos debíamos tener un celular para que nos localicen en cualquier caso.
Acepto que es difícil luchar contra el retrógrado interno. No es por simple terco ni por torpe (me cuesta infinidades manejar esos bichos), sino porque estas nuevas tecnologías suelen avanzar más rápido que la filosofía y el sentido común. Un teléfono no sirve para comunicarte sino para presumir del dinero que tienes para comprar el modelo más caro y moderno. Vales tanto como tu celular. Y eso sin contar con que ahora el teléfono no sirve, sino que debes tener un blackberry; de otra manera estas "out" o, simplemente, eres un pobre pendejo. Qué decir de esos aparatos que tienen cámara, radio, videograbadora y ni siquiera hacen bien lo que deben: llamadas. Bien lo llamó Juan Villoro: el "ornitorrinco electrónico".
Y si tanto me quejo, cuál fue la tragedia? Que perdí mi mugre teléfono y con él todos los datos de mis contactos. La vieja costumbre de la libreta con los números de los amigos desapareció. La información que tenía en el coco se fue con la sim y, desde luego, me vi en la penosa obligación de volver a fastidiar a mis amigos para que me mandaran sus números. Pero lo peor no fue eso, sino la horrible sensación de estar veinticuatro horas desconectado, incomunicado, inexistente en el mundo. En épocas pasadas, los amigos lo llamaban a uno a la casa, al trabajo, etc. En el peor de los casos, iban a buscarlo a la residencia. Hoy no. Hoy, si no te encuentran en el celular, no existes. Esa noche se pudo haber caído el mundo y nadie habría contado conmigo.
He ahí la tragedia, la dependencia de una costumbre ligada a una tecnología ligada al consumismo. Perder el celular es el moderno ostracismo, el destierro virtual. Esas son las nuevas cadenas que nos unen y nos esclavizan a todos.
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