¿Qué es ser colombiano? le pregunta Ulrika a Javier Otálora según la ficción de Borges. Es un acto de fe, contesta éste con una de las frases más sabias y, tal vez gracias a lo evidente y repetida, más manidas de las últimas décadas. Todo lo que nos define es un acto de fe: ser brasileros, cartageneros, hinchas del Tolima, ingenieros, escritores, agnósticos, liberales, hogareños, tímidos, incluso colombianos. Toda definición parte de la necesidad de distinguirnos de los demás y de creerla verdadera. Por eso nos dejamos el pelo largo o usamos botas moradas o nos delineamos los ojos como una reina egipcia. Por eso necesitamos ser los primeros de la clase, el que más goles anota, el que sabe cómo se repara el cuchuflí del mofle de un automóvil, etc. Inevitablemente, todas nuestras decisiones en la vida se remiten a una interminable búsqueda de nosotros mismos.
Pero, y para volver a la cita del Maestro Lúmino, una nacionalidad es un acto de fe aún mayor. Mal que bien, si escogemos el pelo verde, el cartón de derecho o la bandera del Unión Magdalena es una elección nuestra, sin importar los factores previos. Pero a ninguno de nosotros nos preguntan dónde quisiéramos nacer. Simplemente, cuando tenemos uso de razón nos damos cuenta de que somos colombianos, término tan iluso e indefinido que sólo nos queda remitirnos a la fe en Borges para sostenerlo. De hecho, como en todas las naciones, nos inventamos identidades a las qué aferrarnos. Celebramos el 20 de Julio, usamos mochilas Arhuacas, sacamos la bandera cuando juega la selección y cantamos borrachos de un sentimiento artificial "Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano". Pero se nos olvida que la mayoría de las veces no somos buenos colombianos, que a veces ni siquiera parecemos colombianos. Hace diez años las mochilas arhuacas eran sólo para hippies o universitarios de izquierda, con derecho a papa explosiva, pero de un momento a otro, gracias a unas empresas particulares y a una enorme campaña publicitaria, se puso de moda todo lo artesanal. Ahora ser colombiano es exhibir con orgullo sombreros aguadeños, mochilas indígenas, aretes de guadua y manillas de fique.
Será que la colombianidad es tan frágil o inexistente que dependemos de la publicidad o la moda para sentir orgullo por lo autóctono? La mayoría de personas a mi alrededor (yo mismo, inevitablemente) parecemos o queremos parecer de otros países. La ropa que usamos tiene nombres extranjeros, la música que escuchamos viene de otros lares, burgers y hot dogs desplazan tamales y empanadas. Algunos edificios o centros comerciales parecen sacados de Miami y no de Mompox. Bogotá pretendió ser la Atenas Suramericana y no la Nueva Sugamuxi. Nadie abre un chuzo para vender lo que sea que no tenga el apóstrofe del posesivo anglosajón: Chuzo's .
Pero también es cierto que la aldea global de McLuhan es una realidad. La globalización, con todo lo positivo y negativo que implica, nos ha poseído. Y en países de identidades débiles, como el nuestro, se ha empotrado como un colonialismo cultural que en lugar de enriquecer socava las costumbres tradicionales. Entonces todos queremos ser como Britney Spears o David Beckham y nos parece terriblemente ordinario el gusto por la rellena, Alejo Durán o las alpargatas.
Hace pocos días tuve dos ejemplos maravillosos de esa contradicción entre lo colombiano y lo global. Asistí en Bogotá a un concierto de Aerosmith, la famosa banda de rock norteamericana. Para sorpresa de todos, el vocalista Steven Tyler salió al escenario con un sombrero vueltiao y provocó la euforia nacionalista del público. Acto de populismo publicitario? Circo rockero? Sin duda. No creo que Tyler conozca la música de Luis Enrique Martínez y Rafael Escalona. Lo cierto es que Tyler y su sombrero simbolizaron por breves instantes la universalidad de lo colombiano y nos recordaron a todos que deberíamos sentirnos orgullosos de nuestro acto de fe.
Un día después, aún en la fría Bogotá, asistí a otro concierto diametralmente opuesto. El maestro Gualajo y su grupo deleitaron a una pequeña audiencia con su bello repertorio de música del pacífico, interpretada con marimba de chonta, bombos, y cantaoras. Tras el recital, seguimos la parranda donde se hospedaban los músicos y la música autóctona se extendió hasta la madrugada. Lo que me puso a pensar fue que yo vestía la misma chaqueta negra de cuero y taches que había llevado al concierto de Aerosmith, es decir, la misma pinta de rockero que he tenido siempre. Pero ese gusto por el rock no me quita el calor de los acordeones del Valle, los tiples de mi Tolima o el sonido ancestral del piano de la selva. Recordé entonces, en esa vorágine de sonidos y sensaciones, las palabras de uno de los músicos de Gualajo al anunciar que cantaría un son cubano: uno no debe ser de un sólo país. Las fronteras se hicieron para separar, no para definir nacionalidades. En cambio, las verdaderas identidades como la música, el arte o el deporte, no conocen límites.
Esa es, si se me permite la libertad, la verdadera aldea global donde yo quiero vivir. Una aldea donde lo colombiano se abrace con lo extranjero. Donde un francés me diga los condimentos usados en un tamal valluno, donde se cante igual a Sting y a Jorge Villamil, donde me cambien una mamushka por una chiva que diga "me 109cito". Tal vez no es tan difícil. Tal vez lo único que necesitamos es que un rockero gringo o un escritor argentino nos recuerden de nuevo que los actos de fe, a fin de cuentas, siempre son actos.
Será que la colombianidad es tan frágil o inexistente que dependemos de la publicidad o la moda para sentir orgullo por lo autóctono? La mayoría de personas a mi alrededor (yo mismo, inevitablemente) parecemos o queremos parecer de otros países. La ropa que usamos tiene nombres extranjeros, la música que escuchamos viene de otros lares, burgers y hot dogs desplazan tamales y empanadas. Algunos edificios o centros comerciales parecen sacados de Miami y no de Mompox. Bogotá pretendió ser la Atenas Suramericana y no la Nueva Sugamuxi. Nadie abre un chuzo para vender lo que sea que no tenga el apóstrofe del posesivo anglosajón: Chuzo's .
Pero también es cierto que la aldea global de McLuhan es una realidad. La globalización, con todo lo positivo y negativo que implica, nos ha poseído. Y en países de identidades débiles, como el nuestro, se ha empotrado como un colonialismo cultural que en lugar de enriquecer socava las costumbres tradicionales. Entonces todos queremos ser como Britney Spears o David Beckham y nos parece terriblemente ordinario el gusto por la rellena, Alejo Durán o las alpargatas.
Hace pocos días tuve dos ejemplos maravillosos de esa contradicción entre lo colombiano y lo global. Asistí en Bogotá a un concierto de Aerosmith, la famosa banda de rock norteamericana. Para sorpresa de todos, el vocalista Steven Tyler salió al escenario con un sombrero vueltiao y provocó la euforia nacionalista del público. Acto de populismo publicitario? Circo rockero? Sin duda. No creo que Tyler conozca la música de Luis Enrique Martínez y Rafael Escalona. Lo cierto es que Tyler y su sombrero simbolizaron por breves instantes la universalidad de lo colombiano y nos recordaron a todos que deberíamos sentirnos orgullosos de nuestro acto de fe.
Un día después, aún en la fría Bogotá, asistí a otro concierto diametralmente opuesto. El maestro Gualajo y su grupo deleitaron a una pequeña audiencia con su bello repertorio de música del pacífico, interpretada con marimba de chonta, bombos, y cantaoras. Tras el recital, seguimos la parranda donde se hospedaban los músicos y la música autóctona se extendió hasta la madrugada. Lo que me puso a pensar fue que yo vestía la misma chaqueta negra de cuero y taches que había llevado al concierto de Aerosmith, es decir, la misma pinta de rockero que he tenido siempre. Pero ese gusto por el rock no me quita el calor de los acordeones del Valle, los tiples de mi Tolima o el sonido ancestral del piano de la selva. Recordé entonces, en esa vorágine de sonidos y sensaciones, las palabras de uno de los músicos de Gualajo al anunciar que cantaría un son cubano: uno no debe ser de un sólo país. Las fronteras se hicieron para separar, no para definir nacionalidades. En cambio, las verdaderas identidades como la música, el arte o el deporte, no conocen límites.
Esa es, si se me permite la libertad, la verdadera aldea global donde yo quiero vivir. Una aldea donde lo colombiano se abrace con lo extranjero. Donde un francés me diga los condimentos usados en un tamal valluno, donde se cante igual a Sting y a Jorge Villamil, donde me cambien una mamushka por una chiva que diga "me 109cito". Tal vez no es tan difícil. Tal vez lo único que necesitamos es que un rockero gringo o un escritor argentino nos recuerden de nuevo que los actos de fe, a fin de cuentas, siempre son actos.
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