Eliminado Brasil y su olimpo verdeamarelo, todos los niños que jugaban en la calle con una pelota de plástico querían ser alguno de los que levantara la copa del mundo. Entre el polvo y las piedras jugaban Grzegortz Lato (nombre que nos daba mucha risa) de Polonia, Jean-Marie Pfaff (la máquina de coser, entre carcajadas) de Bélgica y, cómo no, Maradona y (para mi disgusto) Paolo Rossi. Yo nunca quise ser ninguno de ellos. Descartado Brasil, tenía dos opciones: ser recio y fuerte o ser enjuto y escurridizo. Mezclando los imaginarios, me quedé con las figuras de Karl-Heinz Rummenigge y de Michel Platini. Injusto sería decir que Platini era el pequeño talentoso y Rummenigge el grande fuerte. Ambos eran extremadamente hábiles y Rummenigge no era la torre aria que yo imaginaba. Pero cuando uno es niño, todo le parece enorme y junto a estos dos jugadores se me mezclaban los personajes de ficción de ambos países. Invariablemente, pensaba en D'Artagnan y todos los héroes franceses de las novelas folletinescas en las que la picardía gala siempre triunfaba y que, como no, eran mis favoritas de esos días. De otro lado tras tanto cómic y tanta película de James Bond quedaba el estereotipo del alemán gigante y recio, de gran fortaleza física, inteligente y calculador. En medio de mi fantasiosa niñez, Platini y Rummenigge se me antojaban parte de esos personajes de ficción.
Hoy, que entiendo que el fútbol es un deporte real en un mundo real jugado por personas reales, entiendo también que el cariño y las pasiones se engendran en esa ficción ingenua pero genuina. Estos dos héroes que tuve y que no son más que dos personas de las tantas que caminan por el globo, siguen siendo en mi imaginación dos titanes derrotados que representaban lo mejor que podían ofrecer el fútbol, la humanidad y la ficción.
Impecable comentario.
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