Reconozco que soy amargado y cínico. Soy un convencido de la maldad innata de la humanidad y espero que mis días alcancen para ver el fin de la historia entre explosiones nucleares o catástrofes ecológicas. Sin embargo, hay breves momentos en los que creo vislumbrar la grandeza del ser humano. Las Olimpiadas son unos de esos momentos. La antorcha olímpica, símbolo de los juegos y su hermandad, representa el fuego que la humanidad lleva en su interior, el espíritu creador y emprendedor. Cada vez que un deportista bate un récord o recibe una medalla, pienso que a lo mejor este planeta aún no está condenado.
Sin embargo, sé que todo se trata de una pantalla. Como las ceremonias de inauguración, donde hay mucho espectáculo grandilocuente pero todo es prefabricado, el espíritu olímpico que quisiera ver no existe, no más allá de lo que todos quisiéramos ver. Nos imaginamos que en verdad podemos hacer un mundo mejor y cantar "We Are The World" entre vuelo de palomas. Pero en el fondo sabemos que estamos acabando el planeta y matándonos entre nosotros.
Pero todavía queremos dejar de pensar así. Queremos ver esperanza, así sea la de una llama que recorre el globo para un evento deportivo. Si el mundo fue capaz de engendrar a Gandhi, a Mandela o a Luther King; si es capaz de asombrarse con una llama prefabricada que simboliza la unión, a lo mejor también es capaz de evitar su autodestrucción y de crear un mundo mejor. Incluso si suena tan cursi.
O más fácil aún: Disfrutar el gran evento sin trascendentalismos-No hay hechos gloriosos, no es un tema del espíritu. Es más bien un asunto de proeza motriz.
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