El 24 de noviembre de 1991 yo debía presentar (aunque no me lo crean) un examen de álgebra lineal. Afortunadamente (aunque tampoco me lo crean) había sacado cinco en el primer parcial y podía darme el lujo de perder el final, porque me era imposible concentrarme. Pocas horas antes había escuchado por radio la noticia, la muerte de uno de mis primeros y más grandes ídolos: Freddie Mercury.
En mi adolescencia, y durante el resto de mis miserables días, el rock calmó el sinsentido de la existencia. Uno de mis recuerdos más bellos es la fantasmagoria audiovisual de "Innuendo", tema épico y dramático que solía repetir hasta la ceguera en bares de mala muerte donde entraba siendo menor de edad con la Libreta Militar. La voz de Mercury, su fuerza vital, su tremenda corporalidad; todo se había extinguido para siempre. Ya sabía de la muerte, pero Lennon o Dalí, quienes ya habían regresado al Olimpo, dieron sus vidas antes de mi idolatría. El vocalista de Queen fue el primero que me mostró que los semidioses también son finitos.
Después, cada muerte de una estrella de rock fue un repetir de ese examen de álgebra lineal, de esa desazón interminable, de ese abismo a lo inexistente. Michael Hutchence, Kurt Cobain, George Harrison, Michael Jackson y todos los que siendo humanos frágiles se convirtieron en deidades imperecederas me recuerdan lo que siempre quise ser y lo que nunca fui.
Y, claro, recuerdo lo absurdo de aquel examen. Ninguno de los que lo presentó valdrá nada para la eternidad. Mercury tampoco lo presentó, pero su inmortalidad es tan indiscutible como su fallecimiento. Cada vez que escucho una de sus canciones o que veo morir a una estrella de rock recuerdo que mi fin es tan ineludible como fue inútil mi vida. Incluso lo que decidí hacer para disimular mi inexistencia, leer y escribir, no será ni siquiera un pie de página en el ilegible libro de la historia. El texto que ahora escribo no será leído por ojos que no se pierdan.
"Ya somos el olvido que seremos", rezaba Borges, otro tan inmortal como sus letras. Algo tienen en común el maestro argentino y el rockero universal: vivirán, no, serán para siempre. Y los que no somos ni siquiera olvido, tenemos el consuelo de compartir a través de unas páginas o unas guitarras un atisbo de aquello de lo que sólo los dioses tienen conocimiento.
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