La muerte, inevitablemente, suele verse como una gran tragedia; particularmente si el occiso es joven o famoso. Siempre he pensado que la muerte, como se hace en varias partes del mundo, debe celebrarse. El difunto, joven o viejo, ya dejó de sufrir, está reunido con sus dioses, seres queridos o, simplemente, en el eterno o la nada, lo que para el caso es lo mismo. Los que realmente sufren son los parientes que lo añorarán y desearán que se hubiera quedado en cualquier condición. Y si la muerte es debido a un accidente, peor todavía, pues es una vida truncada que pudo dar mucho y terminó en desastre.
Las partidas en menos de un mes de Facundo Cabral, Amy Winehouse y Joe Arroyo confirman que alguien querido y popular, como un músico, hace metástasis en la población. En el primer caso, un asesinato vil, como todos, que mancha de crimen una muerte que pudo ser placentera y amigable. Winehouse murió como vivió, al extremo y en sus propias alucinadas reglas. El Joe gozó su vida y su muerte rodeado de amigos y fiesta. Individuos y sociedades se identificaron con ellos, y sus voces, ya lejanas, sonarán mientras la humanidad tenga alma.
Pero, a riesgo de que alguien me añada a su lista de enemigos, ésos son los finales que merecen los artistas. Agentes del inframundo que despotrican de dios y le enrostran su eternidad a los hombres no pueden tener una muerte sencilla, de segunda mano, rodeada de gasas y antibióticos. El suicidio, la tragedia, el misterio debe cerrar con broche de oro, con acorde estridente, una vida brillante y azarosa. Nadie quisiera ver un Kurt Cobain anciano, con tatuajes arrugados, recibiendo un título honoris causa de algún conservatorio en Seattle. Andrés Caicedo cautivará por siempre a las adolescentes caleñas con su cabello largo y sus gafas de cinéfilo. Hemingway, en el círculo en que esté, se jactará de que aún no ha escrito su última aventura. Janis Joplin, siempre joven, nos cautiva con una voz que no necesitó muchos años para añejarse.
Hay quienes merecen morir en sus camas, envueltos en frazadas y con crucifijos y escarpines. Así habrán fallecido Borges, Frank Sinatra y Roy Rogers. Pero vidas escandalosas claman partidas igualmente emblemáticas. Bien reza el refrán: sólo merece morir quien ha vivido.
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