1 feb 2011

Dulce compañía

Tengo un amigo que me acompaña a todas partes; y no es imaginario o mitológico, como algunos que conocemos por ahí. Utilísima compañía en filas de bancos, salas de espera, viajes largos y cualquier evento que me obligue a un tiempo muerto. En estos días, que tuve que ir a una sala de urgencias en una clínica, lo invité y gracias a él la espera fue más agradable. Como ya imaginarán, se trata de un libro. Todos hemos pasado por el desesperante trance de hacer colas interminables o esperar a que de alguna oficina nos atiendan. En algunos sitios públicos entienden el martirio y tienen periódicos y algunas revistas a disposición del cliente. Sin embargo, casi siempre se trata de ejemplares viejos y grasosos, a veces de años de antigüedad, que, desesperados, hojeamos con la esperanza de que su otear acelere el tiempo. Las peluquerías son buen ejemplo de ello, particularmente porque las lecturas que ofrecen suelen ser perversas: sólo revistas de moda o de chismes de farándula; eventualmente algún Condorito que, dadas las circunstancias, es recibido con agradecimiento.
     Por eso, hace mucho aprendí a llevar siempre un libro cuando debía enfrentarme a la sala de espera. Las veces que lo he olvidado he tenido que sufrir el desespero predecible. Leer, aunque suene a publicidad, es fácil, barato y entretenido. Sin embargo, esta idea tan aparentemente obvia no es general. El día al que me remito, en el que estuve más de cuatro horas en la clínica, yo era el único que tenía algo para leer. Ni siquiera estoy hablando de un libro de literatura, sino de cualquier revista, cómic, folleto... cualquier cosa que permitiera amainar el implacable paso del tiempo. Desde luego, los rostros de mis vecinos de espera eran terribles, se veía en ellos el aburrimiento, la fatal laxitud que, sumados a la preocupación por un ser querido, deben minar el ánimo de cualquiera. Y si a eso le sumamos la mirada sin párpado del televisor y la novela de turno...
     Curiosamente, no vi lo que he encontrado en muchos espacios parecidos: la gente ensimismada en un blackberry enviando mensajes o jugando. Y, por irónico que pueda parecer, esa misma semana fui testigo de la escena opuesta: una familia almorzaba en un centro comercial y, en lugar de hablar y compartir, cada cual estaba absorto chateando en su teléfono; ni siquiera se miraban. No me tomen a mal, no soy un retrógrado que detesta la tecnología. De hecho, me gusta resolver sudokus en mi celular, pero no cambiaría la sonrisa de una joven por un mensaje con emoticones.
     Dos conclusiones, si algo se puede deducir de estas líneas sin norte: la costumbre de andar con un libro, revista o el periódico bajo el brazo se ha perdido. Y con ella, la idea de que lectura es sinónimo de cultura. La otra conclusión es que las relaciones humanas están al borde de la ciencia ficción en la que todo es mediado por un artilugio electrónico. Y si perdemos lo que nos hace humanos...

5 comentarios:

  1. leido, pero prefiero leer libros en mi smart phone

    ResponderEliminar
  2. No eras el único con un libro en la sala de espera de urgencias. Tu acompañante, quien ingresaba a sala de urgencias, también llevaba uno.

    ResponderEliminar
  3. Profe, qué hacia usted en la clinica?

    ResponderEliminar
  4. Comparto la idea de llevar un libro siempre,pues a mi me ha salvado de tener colapsos colectivos cuando hay que esperar en medio de la multitud y no encuentras con quien tener una buena conversación. un buen libro me abstrae de la relidad cuando es necesario y me hace la espera productiva.
    buena reflexión!!

    ResponderEliminar