Algunos seres como los gatos, las reinas de belleza o Björk no poseen puntos intermedios: Se les adora o se les aborrece. Diego Maradona es uno de esos casos aunque, al menos para mí, oscila como péndulo afectivo entre ambos extremos. En España 82, cuando pateó alevosamente a Zico y fue expulsado, lo odié. Cuando se mostró en su dimensión divina en México 86 fue amado. Cuando en Italia 90 hizo esa única genialidad, esa jugada perfecta en que le lavó la cara a Dunga y le puso el gol hecho a Caniggia no supe si amarlo por futbolista u odiarlo porque sacaba a Brasil de la competencia. El amor y el odio vacilaban con las noticias sobre drogadicción, las lágrimas ante el subcampeonato, los disparos a la prensa, el espíritu izquierdoso, la expulsión por dopaje, el aura barriobajera, el pelo a lo Boca, en fin... un ser humano como cualquiera de nosotros, con muchas cosas adorables y muchas detestables. Era la primera vez que uno de mis ídolos futboleros poseía los dos extremos. Antes de eso y sólo en los libros, pues nunca los vi jugar, Pelé era el Rey perfecto, el ejemplo para la juventud; mientras Garrincha era el hijo calavera, el borrachín ultratalentoso. Al primero le darían un cetro para la eternidad y al segundo una muerte temprana. Pero Diego parecía merecer ambos al mismo tiempo. A veces el mundo pensaba que estaba cerca su triste final, gordo como una número cinco, con problemas cardiorespiratorios y cocainómanos; y meses después lo veía rozagante presentando su propio programa de televisión: “El show del 10”. Los que lo creen Dios le levantan un altar físico en Rosario y fundan la Iglesia Maradonita ante las carcajadas del mundo. Incluso la Asociación de Fútbol Argentino propone seriamente ante la FIFA eliminar el número 10 de la camiseta de la selección porque éste sólo pertenece al Diego. El mismo nombre “EL” Diego sobrepasa los apodos antiguos del “Pelusa”, “Petiso” o varios más que tuvo en su carrera. Su infinita arrogancia, que lleva a su inevitable humillación, hace que el mundo mire al Diego con la ironía y envidia con que ve a las estrellas de rock, esperando el gran error para caer como buitres. Pero Maradona es más grande que eso y ha alimentado la envidia y las burlas durante mucho tiempo, sustentado sin duda en su innegable talento futbolístico. Sólo ahora que vuelve a un mundial pero en el banco del técnico nos pone a pensar a los que lo amamos y lo odiamos porque amamos lo divino y odiamos lo humano. Su talento en la cancha dista mucho de su ineptitud en el banquillo. Su carisma como capitán palidece ante su desamparo como técnico. Un terrible temor repta por mi cráneo: El dios que siempre se hizo amar en una cancha se hará odiar ahora cuando acabe a palos de ciego el fútbol de la selección Argentina? No deseo eso. No quiero que el último recuerdo del Diego sean unas declaraciones mal habladas asumiendo la responsabilidad por la temprana eliminación de Argentina. Sería tanto como verlo presentar excusas por la Mano de Dios, tanto como si se excusara por ser tan odioso, que es exactamente lo que lo hace que lo amemos.
AMPLIACIÓN TRAS LA ELIMINACIÓN EN SUDÁFRICA: Diego, nos diste otro motivo para amarte y odiarte. Supongo que está en tu doble naturaleza divina y humana. Llega un momento en el que las revanchas sólo corresponden a los historiadores o los literatos.
AMPLIACIÓN TRAS LA ELIMINACIÓN EN SUDÁFRICA: Diego, nos diste otro motivo para amarte y odiarte. Supongo que está en tu doble naturaleza divina y humana. Llega un momento en el que las revanchas sólo corresponden a los historiadores o los literatos.
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