19 mar 2010

Babel Baby

Berlín. Estoy en el centro de Berlín, en el enorme centro de nada que puedo entender. Si no fuera porque me han de recoger las azafatas del tour que me condujo a esta esquina diría que estoy perdido. Mis únicas palabras en alemán son Bier y danke para cuando me traigan la Bier. Estuve en el cuartel del Servicio Secreto nazi, me trepé al ángel de la victoria, acabo de ver el muro y de robarme un pedazo. Es un descrédito para el tercer mundo que este turista despistado se haya quedado en una salchichería.
     Podría volver solo a la hostería, si pudiera pronunciar Jugendgästehaus Tegel Ziekowstrabe 161. Creo que es algo así como casa de la juventud. Nunca había visto una a con diéresis, ni siquiera aprendí a usarlas en español. No estoy preocupado, sé que vendrán por mí. Y si no, sé cómo llegar al Hard Rock Cafe, atiborrarme de Biar y luego pedir a un taxi que me lleve a la embajada.
     Lo mejor será disfrutar mi descanso obligado. Pido una morcilla blancuzca señalándola con el dedo y paso el billete de veinte marcos esperando que no me vayan a engañar con el cambio. Me siento frente a la puerta y sus ventanales a esperar a la guía turística y a curiosear a los viandantes.
Y entonces una esbelta figura aparece caminando lentamente por la ventana izquierda. Es delgada, pero de atrayentes formas. Calculo un poco más baja que yo. Sus facciones orientales son muy bellas según mis humildes apreciaciones estéticas. Su piel es acanelada, bruñida, perfecta. Y su cabello, por algún curioso hechizo de la naturaleza o la química, es rubio y tímido. Una imagen exótica, paradisíaca, exuberante en esta selva aria berlinesa. Me quedo mirándola fijamente, sin disimulos. He viajado miles de kilómetros para ver las maravillas de la civilización y no voy a intimidarme porque ella me sorprende y me devuelve la mirada.
     El ventanal termina. Sigo su invisible caminar hasta la puerta, donde aparece de nuevo. Aún me mira. Gira la cabeza aparentando indiferencia. Yo continúo embelesado con su sofisticado conjunto de gracias. La puerta está por terminar. En el último instante gira de nuevo para comprobar mi mirada. Desaparece. Mis ojos imaginan sus pasos hasta el ventanal derecho para verla por última vez antes de que se pierda en la bárbara urbe bávara... Pero no sale. La diosa oriental no emerge de la pared de ladrillo hasta la transparencia de la ventana. Se ha escondido a mi vista. Se ha quedado parada junto a la puerta de la salchichería... Quizá esperándome?
     Me levanto suavemente, más movido por la curiosidad que por la coquetería. Doy dos, tres pasos hacia la puerta. Alcanzo a percibir que retiran la morcilla empezada de la mesa y que un trapo gris sacude el polvo. No me importa, aunque sí los marcos desperdiciados. Ahora llego al umbral y miro la calle. Ahí está ella, esperándome...
     Nos miramos un segundo, algo intimidados por la situación. Sé que debo hablarle. Durante estos días en tierra teutona me he defendido utilizando el idioma inglés. No el de Shakespeare, sino el de Madonna. Así que decido iniciar la conversación utilizando todas mis habilidades en el habla anglosajona:
     -Hi.
Maldita sea! Mis sobrinos se saben las letras de los discos de Marilyn Manson y yo no soy capaz de hablarle a esta chica. Maldito tercermundismo! Ella me contesta con fluido alemán: Hallo. Eso lo entiendo, es lo que hay que decir antes de pedir la Biar. Después me sacude con una frase completa de la que nada capto. Trato de articular mi ignorancia: “No German”. Con señas le doy a entender mi desconocimiento del alemán y le sugiero otra opción.
     -Do you speak English?
     Nunca falla. Alemania es primer mundo. La educación es buena. Los niños a los diez años ya hablan inglés, francés y hasta italiano. Mi afición al rock me ha permitido comunicarme en suelo germano. Lamentablemente, la chica no habla inglés. Balbuceo estupefacto. Esto no tiene sentido. Everyone I’ve met in Germany speaks English excepto la chica que me gusta. Destino fatal, fatal destiny, katastrophiches Schicksal. Ella aún intenta hablarme en la lengua de Thomas Mann, de Michael Ende, de Franz Beckenbauer. Mis oídos escuchan pero mi cerebro sólo entiende el sincero intento de sus labios carnosos. Nada, nothing, nichts.
     Se me ocurre un último subterfugio, una tabla de náufrago en la que podríamos navegar juntos: La langue espagnol. Ignoro la gramática francesa y le hablo en indiano, en el variable español que rueda en América Latina. Recuerdo expresiones distantes como che, cuate, compadre, aparcero, pibe, pana... sinnúmero de morfemas que dividen nuestro continente. Imagino el feudalismo latinoamericano, con castillos de paja habitados por indolectos. Cientos de criollos unidos por un regionalismo, luchando a sangre y fuego por una palabra. Una Latinoamérica boba, como la de los revolucionarios de piñata.
     Obviamente, ella no entiende castellano. Fue un patriótico pero fallido intento. Sin embargo, tiene otra carta bajo la manga. Sus ancestros orientales le susurran al oído una solución y entonces pronuncia:
     -Wakamarimasuka?
     Frase agradable al oído que yo, naturalmente, no comprendo. A mi confusión se une la curiosidad. Más señas, más gestos, más unnütz Deutch, más useless English, más español inútil. Y de pronto escucho una palabra esclarecedora: “japanese”.
     -Japan? –Pregunto mientras ruego una equivocación. Su adorable rostro oval contesta afirmativamente con una sonrisa. Ella considera esto un adelanto. Confunde mi desesperación con entusiasmo, pero pronto mi desoladora expresión la devuelve a la realidad. Japón, emperador Hirohito, Akira Kurosawa, mundial del 2002, televisión de alta definición, equipos de sonido, Nintendo, Hiroshima, Nagasaki, Kawasaky, Mazinger Z, Caballeros del Zodiaco, manga, el sol naciente en el rostro de esa jovencita que abarca una cultura milenaria totalmente inaccesible a mi ignorancia. Acongojado, derruido por el fracaso de este último intento me rindo al fatal destiny. Mi bandera blanca, mi entrega de armas es la frase: “I don’t think we will understand each other”. Curiosamente, la chiquilla agacha la cabeza y asiente triste, como si me hubiera entendido. Scheiße. Cuatro idiomas entre los dos y no podemos comunicarnos.
     Nos despedimos con señas, la broncínea tez se ensombrece. Mi palidez debe tornarse amarillenta. Dos pasos atrás. La pared de la salchichería. Mi morcilla en la basura. El sol naciente gira, me deja los rayos de sol en su espalda. Berlín nos despide con su rostro ario. La esquina. Una última mirada. La mano levantándose. Wohl, el adiós. El recuerdo. Mi postrera ironía, el plagiar al mejor escritor vivo de habla hispana: Me sentí puro, explícito, invencible en el momento de responder:
     -Sayonara.

2 comentarios:

  1. Simplemente genial¡¡ me hizo recordar episodios de mi amarga adolescencia... también de episodios de Los Viajes de Gulliver cuando se trataba de comunicar infructuosamente el naúfrago gigante con los liliputienses... Pero este coloquio entre el foráneo y la chica oriental fue más triste... y dulce.

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  2. Bellísimo escrito. Nostálgico. Perdomo es un maestro del género.

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