Cuando era adolescente tenía dos sueños: recorrer el mundo en una Harley Davidson y ser el mayor rockero de la historia. Por supuesto, pronto la vida y el tercermundismo me relegaron a la buseta y al salario mínimo, pero los sueños perseveran, así sea como recuerdos de un pasado que pudo ser. Lejana ya mi pubescente juventud, pude comprarme una moto. No una Harley Davidson para recorrer el mundo, sino una de corte parecido pero una décima del precio. Y la distancia que recorro es una milmillonésima de la original alrededor del globo. De la misma manera, mis ídolos de juventud han ido destiñéndose con el tiempo, llenos de arrugas y encerrados en mansiones, lejos de los escenarios donde brincaban y escupían sangre a sus seguidores. La crisis de la mediana edad acecha con cada calendario. Ya no sé cuáles son los grupos de moda y me desespero en una discoteca porque la bulla de ahora me parece insoportable. Pero los sueños siguen allí, jóvenes por siempre.
Y entonces decidí cumplir, al menos en apariencia, como a través de un papel calco, una parte de mis sueños. Me fui en mi moto con actitud arrogante, pantalones de cuero y el cabello al viento, a darle la vuelta al mundo hasta encontrar un concierto de rock. La metáfora, por supuesto, sólo cubrió la ruta Cali-Pereira, pues la lluvia me recomendó seguir el viaje en bus. Secuelas de la edad. El Oscar joven y temerario se le hubiera enfrentado a las montañas con huracán, derrumbe y muerte segura. El Oscar actual consulta el pronóstico del clima en la página del IDEAM y resuelve pagar el tiquete en flota hasta Bogotá.
Pero nada de eso importa, porque el objetivo es joven aunque haya un viejo de por medio. El rock tiene sus íconos, pero el mayor de todos, el epítome de todo lo malvado, la encarnación viva de la música es Ozzy Osbourne. El que lideró la banda que creó el metal, el que le arrancó la cabeza a un murciélago de un mordisco, el que trató de matar a su mujer en medio de la locura, el que ha acabado su salud consumiendo todo tipo de drogas y químicos, el que personifica todos los vicios, toda la irresponsabilidad, toda la degeneración que merece un rockero. El ídolo de todos los que buscamos la autodestrucción a través del arte. Ozzy, de sesenta y pico de años, es más rockero que cualquiera de los adolescentes que se desgreñan entre guitarras eléctricas. Él es el púber eterno que todos añoramos. Hoy voy a escuchar a un anciano que canta música más vieja que yo pero que representa todo lo que es el rock, todo lo que amo, todo lo que quise ser.
Yo todavía no soy anciano, y espero no serlo, pero ya las horas en bus me cansan la espalda. El aire capitalino me parece más frío y me tomo una pastillita de vitamina C para que no me afecte el clima. Me voy al concierto con una chaqueta de cuero llena de hebillas, al mejor estilo de James Dean, pero también llevo una chompa impermeable por si llueve. Todavía tengo el pelo largo y moriré con él, pero me aterra que se moje con la lluvia y me traiga una gripa que me recuerde mi edad. Ozzy es un viejo chocho, me dicen los amigos que se negaron a ir al concierto, pero yo me comporto de la misma manera. El rock and roll no muere sino que sobrevive terco y achacoso en sus ídolos y sus seguidores. No me importa que Ozzy sea un anciano patético. Ya lo vi derrotado por la droga, ridiculizado en un reality y haciendo comerciales con Justin Beaver; ya nada peor puede pasar. Pero Ozzy es como el Cid Campeador, cuyo cadáver ganaba batallas. Ozzy, o el cadáver de Ozzy, pueden dar un concierto.
Y sus seguidores estamos igual. Los jóvenes no fueron al concierto, ellos estaban escuchando música para jóvenes. Los que estábamos esperando al Príncipe de las Tinieblas éramos los treinta-cuarenta-cincuentones que todavía teníamos sueños por purgar. Algunos calvos, otros canosos, otros con lentes, pero todos con camisetas negras buscando el elíxir de la eterna juventud en la saliva de un degenerado. Yo, que dedico mis días a escribir versos que no sobrevivirán a la erosión, sigo pensando que pude desperdiciar mejor mi vida, que pude estar trepado en un escenario exhibiendo mi pudibundez y mi miseria. Igual lo hago con las letras, pero el rock es más divertido.
Y por fin, cuando la paciencia nos hace pensar que sería mejor ver un DVD con un par de cervezas, sale el semidios vomitivo. Es, en efecto, un anciano cuyas arrugas han sido borradas por cirugías hollywoodenses; que camina con pasos lentos como dice la canción de Piero, que nada tiene que ver con el rock; que mira a la nada del público con ojos idos, desorbitados, como poseídos por la droga o la locura. Pero el que nos mira es el rock, la decadencia de una vida incestuosa y envidiada. Por eso gritamos como acólitos demoníacos, como las huestes que traerán el fin de los tiempos al que, tal vez, sobreviva el tembloroso Ozzy. Pero ya no somos los mismos. En lugar de los encendedores con que iluminábamos las baladas inmortales, se levantan cámaras y celulares que pretenden guardar el evento para la memoria digital y lo único que consiguen es obstaculizar la mirada y perpetuar la estupidez. Y, para sorpresa de todos los que temíamos ver un abuelito decrépito y lastimero, el Príncipe de las Tinieblas se apodera del escenario con la voz que corrompió generaciones. Es la misma alma joven y eterna del olimpo de los rockeros la que habita en ese cuerpo fofo y derruido. Ozzy camina vacilante por la tarima, pero se ve en su mirada que quiere correr y volar sobre el escenario. Aplaude arrítmico animando al público que no para de gritar. Se inclina tembloroso moviendo su cabello largo y tinturado al vaivén de la estridente guitarra y todos sufrimos por él. "Se va a caer", "se torcerá un tobillo", "habrá tomado el calcio suficiente?" Y Ozzy nos agradece aullando, mirando como sólo los condenados saben hacerlo, arrojándonos a la cara su juventud de sesenta años.
Nosotros, que hemos visto morir nuestros sueños, nos alejamos de nuestro propio patetismo. Nuestro ídolo regresa a sus paraísos artificiales, a sus millones de dólares y sus jovencitas drogadas y lujuriosas. Viejo tonto y acabado, decimos muertos de la envidia, muertos en vida porque debemos regresar a nuestras oficinas, a nuestra cotización para la pensión, a nuestra vitamina C. Yo, particularmente, ni siquiera puedo volver a mis sueños frustrados porque mi moto se quedó en Pereira. Debo contentarme con viajar en un bus escuchando en un Ipod la vida que nunca tuve y deseando la muerte que nunca tendré.