Por estos días todos estamos celebrando los doscientos años de las independencias del continente. Eso es bueno, la alegría y el jolgorio acompañados con música, pólvora y efectos especiales. Pero no se puede olvidar la historia, es decir, la verdadera historia y no la icónica y pantallera que nos han metido durante décadas.
Yo quiero contar una historia menor, una de las historias de la Historia. La historia de uno de los pequeños grandes héroes que, sin embargo, se convirtió en la primera víctima de la burocracia y las falsas promesas de la naciente Colombia. Se trata del niño soldado, relato que ya ha sido contado muchas veces, la mejor de todas en la novela "Pedro Pascasio Martínez Rojas, héroe antes de los doce años" de Fernando Soto Aparicio.
Para quienes no lo recuerdan, Pedro Pascasio Martínez fue el niño héroe de la Batalla de Boyacá. A los doce años de edad, era el encargado de cuidar los caballos de Simón Bolivar. Tras la mencionada batalla, Pedro y el Negro José recogían los caballos desperdigados por el campo y se encontraron a dos oficiales realistas. El primero fue muerto y el segundo, amenazado por la lanza de Pedro Pascasio, le ofreció una bolsa con monedas de oro, pero el niño soldado no se dejó tentar y entre puyones y amenazas lo llevó al campamento. Allí lo recibió Bolívar a regaños porque no le tenía listo su caballo (no el famoso Palomo, el de la adivinanza, sino otro llamado Muchacho), y Pedro le mostró al prisionero. Bolívar nunca había visto al comandante español y grande fue la sorpresa de todos cuando el capturado por el niño resultó ser el General Barreiro, jefe del ejército español en la Nueva Granada. Pedro Pascasio fue colmado de elogios, ascendido a sargento y pasó a la historia como un ejemplo de heroísmo y honradez. El mismo Libertador le asignó de su puño y letra una gratificación de cien pesos, el equivalente por estos días a un par de milloncitos.
Sin embargo, lo que la historia no cuenta es que el niño soldado, el héroe de la patria Pedro Pascasio Martínez, también se convirtió en el primer tumbado de la naciente república. En primer lugar, su ascenso se le embolató, en parte por su edad y por su desconocimiento del (terrible) arte de la guerra. Y, peor todavía, no le pagaron los cien pesos prometidos por Bolívar. El muchacho siguió un rato con el ejército libertador y luego regresó a su terruño, una vereda de Belén, Boyacá, donde se dedicó a la agricultura (en tierra ajena) hasta su muerte en 1885. Supongo que se llevó a la tumba su heroica anécdota, su henchido orgullo y la decepción de no recibir una recompensa justamente merecida.
Este relato es reflejo de lo que somos todos en Colombia: tumbados, engañados, desposeídos. La nación que en 200 años debió brindar a sus hijos seguridad, salud, empleo, educación, etc, se desvanece en un mar de engaños y promesas no cumplidas. Sin duda hay que celebrar, eso es bueno. Pero también hay que leer la historia, entenderla, rumiarla hasta que nos sintamos parte de la misma y estemos dispuestos a integrarnos a la patria más allá de conciertos y banderitas. O corremos el riesgo de seguir siendo los Pedro Pascasios, utilizados y desechados por una dirigencia corrupta y sumidos en la miseria de nuestra propia libertad.
NOTA POSTERIOR: Gracias a un amable lector, me llega otra de las versiones del pago de la gratificación de Pedro Pascasio. Según documentos de la Biblioteca Nacional, finalmente en 1880 se le otorga una pensión a nuestro ya no joven héroe, quien alcanza a disfrutarla cinco años antes de su muerte. Supongamos, en un último grado de optimismo, que se la dieron cumplidamente, sin presentar el certificado de supervivencia y sin las inhumanas filas a las que someten hoy a los ancianos.
NOTA POSTERIOR: Gracias a un amable lector, me llega otra de las versiones del pago de la gratificación de Pedro Pascasio. Según documentos de la Biblioteca Nacional, finalmente en 1880 se le otorga una pensión a nuestro ya no joven héroe, quien alcanza a disfrutarla cinco años antes de su muerte. Supongamos, en un último grado de optimismo, que se la dieron cumplidamente, sin presentar el certificado de supervivencia y sin las inhumanas filas a las que someten hoy a los ancianos.