La humanidad no deja de sorprenderme. Cada vez que creo que lo posible ha sido alcanzado por Cortázar, Magritte o Prince aparece algo que supera la ficción, aunque no siempre de la mejor manera. Durante la última temporada decembrina tuve que repetir viejos y conocidos ritos como las compras navideñas. El cuadro era el de siempre: oleadas de gente buscando su pantalón de moda o el descuento en el juguete obligado, maridos barrigones sentados con media docena de paquetes y mujeres probándose diez vestidos para no decidirse por ninguno. El único que llevaba un libro era yo (en los centros comerciales están desapareciendo las librerías, el buen gusto y la arquitectura colombiana) y mientras mi compañía femenina investigaba los pros y contras de cada prenda de vestir yo me entretenía con las letras ajenas. Eventualmente pensé comprar algo para mí y busqué un inexistente sombrero azul (aparentemente, a pesar de ciertas canciones, es más fácil conseguir manzanas y unicornios azules que un simple sombrero). Entonces vi la mujer que me paralizó. Llevaba un vestido negro, la piel era grisácea y no tenía cabeza. Se trataba de uno de los tantos maniquíes que exhiben los almacenes. El detalle que me deslumbró fue que tenía los senos grandes, muy grandes, enormes. Unas tetas gigantescas, hablando en plata blanca. Obviamente, quedé estupefacto. Ya es suficientemente complicado ver algunas mujeres de carne y hueso exhibiendo siliconas desproporcionadas para su cuerpo y para la situación política del país como para tener que aprobar esas monstruosidades simbólicas.
Aclaro, no tengo nada contra la cirugía estética. La vanidad es válida y todos tenemos derecho sobre nuestros cuerpos. Cualquier muchacha tiene la libertad para, si quiere, ponerse las tetas de la mujer biónica. La gran pregunta es si de verdad lo hace porque quiere o porque la sociedad patriarcal, machista y misógina la ha llevado a ello. Y, definitivamente, algunas prótesis traquetas que deambulan por ahí son desproporcionadas y antiestéticas. Uno se queda mirándolas por morbosidad y no porque le parezcan bonitas.
Tras el choque inicial, me fijé en los otros maniquíes del centro comercial y noté que casi todos habían aumentado su copa, aunque no a las medidas desproporcionadas de mi ejemplo. Obviamente la gran pregunta es si esas son las mujeres que queremos y tenemos: tetonas y sin cabeza? Es eso lo que le enseñamos a nuestras niñas, un mundo de banalidades y superficialidades donde lo importante es el cuerpo y el hedonismo antes que el intelecto y la formación? Era mi librito de Saramago tan extravagante en ese centro comercial como me parecía a mí la maniquí ensiliconada? Inevitable pensar en las injusticias sociales y la falta de educación que ha perpetuado a las mujeres en el rol de objetos de placer y adorno.
Supongo que algunos seres como yo somos dinosaurios anquilosados en creencias y posiciones ya pasadas de moda. Tal vez el mundo gire más rápido de lo que yo puedo entender. Podré acostumbrarme a los diciembres sin librerías, la novena leída en el laptop, los villancicos buscados en youtube e, incluso, los maniquíes estrambóticos; pero aún espero encontrar un sombrero azul y una sociedad que permita a la mujer su dignidad y su libertad. Tal vez sea más fácil lo primero que lo segundo.