28 sept 2011

Olor de espiritu joven

Hace 20 años, cuando la mayoría de mis estudiantes no habían nacido, mi generación saltó del pop prediseñado y del rock conformista hacia el nihilismo. Los culpables fueron tres tipos con aspecto de drogadictos que no pasan por la ducha, cuyas canciones arrojaron a nuestras adolescentes caras el sinsentido de la sociedad. De pronto, supimos que el mundo era una mierda y que nosotros, inmersos en el mismo, no podíamos ser nada diferente. Entonces, ahítos de frustración y rabia, nos identificamos con esos acordes duros y destemplados, con esas voces que gritaban desterradas del paraíso prometido, vomitamos nuestro odio junto con el licor barato y las patadas al universo. El nombre de estos tres degenerados que nos abrieron los ojos, Nirvana, fue la máxima ironía, pues en lugar de llevarnos a la paz espiritual nos mostraron el último círculo de la dantesca y miserable sociedad en la que vivíamos.
     Por supuesto, "vivíamos" es un decir. Aún vivimos en esa misma sociedad, tal vez peor. Y los jovenes que nos negábamos a doblegarnos ante el entorno conformista tuvimos que crecer porque el tiempo, a diferencia de los discos de la época, no puede tocarse al revés. El suicidio de Kurt Cobain nos mostró la derrota inevitable, lo inútil de nuestra rebeldía. Ya lo habían anticipado Janis Joplin, Jim Morrison, John Lennon y Jimi Hendrix. Estábamos ante un callejón sin salida: una sociedad donde los Cobain, los que restriegan la mierda del mundo en la cara de los demás, no tienen derecho a existir.
     Hoy, veinte años después, los jóvenes aún escuchan a Nirvana. Los de mi edad también, pero desde sus autos lujosos y en los breves espacios entre el trabajo, el colegio de los niños y la rumba con bachata. Unos pocos, tercos como buenos rebeldes, seguimos con el pelo largo y perdemos nuestra vida entre libros y pentagramas; aunque decidimos bañarnos todos los días. Y la mayoría de los jóvenes? A pesar de voces interminables como la de Amy Winehouse, parece que siguen en  ese conformismo ciego del que sólo un músico suicida puede sacarlos.
     A eso huelen, inevitablemente, los espíritus jóvenes.

2 sept 2011

País antideportivo

He visto la escena tantas veces que ya parece caricatura. Un joven o una muchacha de rostro y expresión humildes, con sonrisa tímida y un traje que parece prestado, recibe de manos de algún presidente o alcalde una condecoración. El gobernante hace un breve discurso con las palabras "orgullo", "patria"  y "ejemplo" mientras a sus espaldas se regodean unos dirigentes deportivos que no caben en las ropas, no por su alegría sino por su sobrepeso. Al final, al joven o la muchacha le entregan una placa que acumulará polvo en un cajón y la promesa de una casa que, con algo de suerte, le entregarán en algún barrio que no aparece en los mapas.
     La situación del deportista colombiano es triste. La clase dirigente no se dedica al deporte, a no ser que se trate del polo, el automovilismo o el tenis, actividades más relacionadas con la lúdica que con la competencia. Pero los boxeadores, los atletas e, incluso, los futbolistas salen de la enorme cantera de pobreza. Y ellos tienen que luchar y entrenar en contra de las decisiones políticas que prefieren comprar votos y robar tierras y recursos antes que invertir en una de las actividades que alejan a la juventud de las drogas y la violencia. La historia arriba narrada casi siempre tiene un preámbulo predecible: una madre pobre que lava ajeno o hace arepas en la esquina para sostener la casa; un infante noble y talentoso que camina decenas de cuadras para ir a entrenar porque no tiene para el bus; sacrificios, rifas y súplicas ante la empresa privada para comprar equipos y asistir a algún evento internacional; la indiferencia absoluta de los medios y la clase dirigente hasta el glorioso momento en que gane una medalla.
     Entonces todo cambia. Por arte de magia, nuestro anónimo deportista se convierte en orgullo patrio; aparecen los politiqueros oportunistas a robar pantalla y elogios a su lado, diciendo que siempre lo apoyaron y contando mentalmente los votos que representa; los buitres de la información vuelan en círculos sobre su casa y su barrio, y se solazan con el color local, las tórridas anécdotas de pobreza y superación y el rating amarillista que venderá más publicidad; el presidente o gobernador hará una magnífica ceremonia con himno nacional y coctel elegante en el que el deportista se sentirá como mosca en leche y en el que será consagrado como ejemplo para la juventud. Ni siquiera se le dejará hablar.
     Y una semana después regresará a la miseria de donde vino, a buscar sus triunfos con sus uñas. Los politiqueros que prometieron (como lo han hecho siempre) apoyo al deporte se irán a mentir en otros escenarios, los medios buscarán una nueva chiva o chivo (expiatorio), el gobernante irá con su cinismo a engañar a otro pueblo y delegará en una larguísima cadena de mando la famosa casa, que junto a las ayudas del invierno y la entrega de tierras a desplazados, quizá se pierda para siempre en el laberinto corrupto-burocrático que define a éste país.
     Y el noble deportista que con el único esfuerzo de su familia le regaló una medalla a la nación? Sepultado por el olvido y por la corrupción de nuestra clase dirigente, como desde antes de que naciera. Porque en este remedo de país, si usted es pobre, la única manera de conseguir una casa honradamente es ganar una medalla olímpica.