11 feb 2011

Moto y circo

Una vez más está en la mesa la polémica: deben las motos pagar peajes? Apenas la idea volvió a rondar por las legislaturas (a modo de mico, además), rodaron las protestas. Pequeño escándalo de por medio, la propuesta se echó para atrás. Algunas cosas quedan en claro: Primero, cuando no se confía en un gobierno es obligatoria la vigilancia; segundo, la protesta es necesaria y efectiva.
     Sin embargo, muchas voces sostienen que las motocicletas sí deberían pagar peajes. A fin de cuentas, están usando la malla vial. En eso tienen razón. Lo que sucede es que el desgaste que produce una motocicleta en una carretera es mínimo, por no decir inexistente. Desde luego, de todas maneras se usa, así que debería pagarse un peaje menor, pero peaje al fin. No lo niego, sólo que con esa lógica también habría que cobrar a las bicicletas e, incluso, a los peatones.
     Pero el problema no es ese. El punto es que los motociclistas no existen para el gobierno. No hay vías, reglamentaciones, programas educativos, control, etc. Los motociclistas sólo existen cuando hay dinero para quitarles. Sobra decir que igual sucede con la educación, la pequeña industria y, en general, con lo que los pobres consiguen con las uñas y en contra de la corrupción del país. Apenas una persona humilde construye algo aparece el gobierno exigiendo su tajada, pero nunca colaboró para ese desarrollo y, en cambio, lo torpedeó con la corrupción.
     Las motocicletas, salvo los clubes de alto cilindraje, suelen ser un medio de transporte y herramienta de trabajo para la clase baja. El estrato seis tiene su auto por lujo, su camioneta enorme que grite al mundo su estatus; y entre más costoso el carro, más importante el dueño. En la parte baja de la pirámide social la motocicleta es una necesidad. Los usuarios se empeñan por cuatro años para pagar dos millones de pesos y, claro, tienen que pagarla más cara. Malos negociantes? No! Simplemente no tienen el dinero en efectivo porque sus recursos son escasos. Y esa motico es la que les permitirá ahorrar en transporte (que en Colombia es ridículamente caro) y que su presupuesto rinda un poco más. En general, la moto es una manera de salir de la pobreza.
     Pero eso irrita a la godarria. El que tiene su carro de ochenta millones que cambia cada año por gusto, se molesta con el gamín que vende chicles, el desplazado que le limpia el parabrisas y, cómo no, el motociclista que amenaza con rayarle la pintura. Hay demasiadas motos! Se quejan rabiosos de que las  vías que eran para sus carros ahora estén atestadas de motos. Pero no se les ocurre que la solución es acondicionar las vías (y menos aún generar mejores economías) sino que hay que eliminar las motocicletas. 
     Nadie va a negar que hay infinitas imprudencias de motociclistas que terminan en accidentes fatales. Pero el problema no son las motos sino la falta de educación. La prueba está en que todos los días atrapan buses, taxistas, carros del año, camionetas de traqueto y todo tipo de infractores conduciendo borrachos, atropellando peatones y cometiendo las mismas imprudencias que el de la moto. Nadie se pone a pensar que el motociclista está mucho más desprotegido que el que va en una caja de metal. Y, como en las calles colombianas no hay dios ni ley, todos hacen lo que se les da la gana.
     No hay educación ni formación. Sin ella, nos mataremos en motos, carros o, como pasa todos los días, a navajazos y disparos. Pero no puede haber educación mientras sigan gobernando los corruptos que, sabemos, sólo quieren esquilmar al pueblo. Los posibles peajes de las motos, que deberían servir para acondicionar vías y promover programas educativos, seguramente se los robarían como todo lo demás. Los mismos automovilistas deberían saber que la gasolina y los peajes que pagan son los más caros de América Latina y que las vías dejan mucho que desear. Ellos también deberían protestar contra los gobernantes delincuentes en lugar de discutir con el vecino que es igual de víctima.
     En suma, el problema no es pagar o no un peaje sino saber que el país está tan corrompido que todo, por definición, será objeto del latrocinio. El problema es que el pueblo no se sienta representado y protegido por sus gobernantes sino explotado e ignorado por ellos. Y, lo peor de todo, que dejamos que nos hagan lo que les da la gana y nos limitamos al pan y al circo, aunque el pan cada día es más duro y el circo cada vez más ridículo.

1 feb 2011

Dulce compañía

Tengo un amigo que me acompaña a todas partes; y no es imaginario o mitológico, como algunos que conocemos por ahí. Utilísima compañía en filas de bancos, salas de espera, viajes largos y cualquier evento que me obligue a un tiempo muerto. En estos días, que tuve que ir a una sala de urgencias en una clínica, lo invité y gracias a él la espera fue más agradable. Como ya imaginarán, se trata de un libro. Todos hemos pasado por el desesperante trance de hacer colas interminables o esperar a que de alguna oficina nos atiendan. En algunos sitios públicos entienden el martirio y tienen periódicos y algunas revistas a disposición del cliente. Sin embargo, casi siempre se trata de ejemplares viejos y grasosos, a veces de años de antigüedad, que, desesperados, hojeamos con la esperanza de que su otear acelere el tiempo. Las peluquerías son buen ejemplo de ello, particularmente porque las lecturas que ofrecen suelen ser perversas: sólo revistas de moda o de chismes de farándula; eventualmente algún Condorito que, dadas las circunstancias, es recibido con agradecimiento.
     Por eso, hace mucho aprendí a llevar siempre un libro cuando debía enfrentarme a la sala de espera. Las veces que lo he olvidado he tenido que sufrir el desespero predecible. Leer, aunque suene a publicidad, es fácil, barato y entretenido. Sin embargo, esta idea tan aparentemente obvia no es general. El día al que me remito, en el que estuve más de cuatro horas en la clínica, yo era el único que tenía algo para leer. Ni siquiera estoy hablando de un libro de literatura, sino de cualquier revista, cómic, folleto... cualquier cosa que permitiera amainar el implacable paso del tiempo. Desde luego, los rostros de mis vecinos de espera eran terribles, se veía en ellos el aburrimiento, la fatal laxitud que, sumados a la preocupación por un ser querido, deben minar el ánimo de cualquiera. Y si a eso le sumamos la mirada sin párpado del televisor y la novela de turno...
     Curiosamente, no vi lo que he encontrado en muchos espacios parecidos: la gente ensimismada en un blackberry enviando mensajes o jugando. Y, por irónico que pueda parecer, esa misma semana fui testigo de la escena opuesta: una familia almorzaba en un centro comercial y, en lugar de hablar y compartir, cada cual estaba absorto chateando en su teléfono; ni siquiera se miraban. No me tomen a mal, no soy un retrógrado que detesta la tecnología. De hecho, me gusta resolver sudokus en mi celular, pero no cambiaría la sonrisa de una joven por un mensaje con emoticones.
     Dos conclusiones, si algo se puede deducir de estas líneas sin norte: la costumbre de andar con un libro, revista o el periódico bajo el brazo se ha perdido. Y con ella, la idea de que lectura es sinónimo de cultura. La otra conclusión es que las relaciones humanas están al borde de la ciencia ficción en la que todo es mediado por un artilugio electrónico. Y si perdemos lo que nos hace humanos...