24 sept 2009

El Pintor


El pintor despertó en un omnipotente y calamitoso grito. Luego se enfrentó a la enorme sábana blanca. Aunque no había piso real, se sentó en él y murmuró.

-Tengo que hacerle algo muy bello.

-Para qué? -Susurró una voz a sus espaldas.

-Para que sonría. -Contestó con la lógica inflexible que lo había llevado hasta ese limbo de la creación.

El lienzo inacabable soportó la mirada del pintor. Durante varios minutos, un mudo diálogo se estableció entre el vacío y el caos. De pronto, como si hubieran llegado a un acuerdo, el pintor se levantó y trazó con su mano derecha un arco azul a la altura de su frente, como una pincelada de tiempo. El joven estudió el color. Era demasiado puro y perfecto, pensó; así que con la uña del meñique simuló un par de nubes esqueléticas a punto de derrumbarse con el viento.

-Cuál viento? -Preguntó la voz.

El pintor parpadeó y la bocanada de brisa en sus pestañas dio la respuesta. Extendió un poco más el azul, hasta alcanzar el horizonte, y sintió la inmensidad. Luego, jugó un poco con los dedos de la mano izquierda y algunos albatros y gaviotas volaron sobre el inmaculado. Dio un papirotazo al lienzo y se escucharon los graznidos juguetones.

Pero faltaba mucho más. El cielo era sólo marco para lo verdaderamente importante del regalo. El pintor miró fijamente la parte inferior de la sábana, como si sus ojos estuvieran cargados de algún poder ultradivino. Entonces, de sus pies que aún se apoyaban en el inexistente suelo, emergió una onda verde, hermosa y reptante, como serpiente de jardín. La sábana ondulaba al toque de la voluntad del artista y pronto se hizo líquida. La onda llegó hasta el fondo del horizonte, donde se juntó con el cielo recién creado, y regresó trayendo algo de azul del mismo y un poco de negro para los contrastes. El pintor miró agradado cómo los colores se fragmentaban y diluían en los nuevos movimientos. Sintió el ritmo de las olas y, como en tantas otras vidas, empezó a cantar. Y su voz se convirtió en el rugir del agua, el crepitar de las burbujas y el descanso de la arena.

-Arena? A qué hora creaste la arena?

-La arena ya estaba creada. -Pensó el pintor porque ya no tenía boca para responder. Sus labios se derretían en el mar y se transformaban en millares de pececillos que tenían como tarea un único canto. Sus brazos, extendidos sobre su espalda, se desintegraron con el viento y llevaron sus caricias a todo el océano y más allá, donde los continentes pierden la virginidad. Sus piernas, ahora fuertemente ancladas en el agua prismática, se convirtieron en dos firmes rocas para descanso de las gaviotas y el paisaje. Y su cabello, lo más hermoso que tenía, voló en el cielo recordando que él era el creador de aquel mar maravilloso. Esos cabellos, que llevaban la canción del pintor en su vuelo, jugaban todas las tardes con la graciosa arena de la playa.

-Playa? Qué playa?

La de ella. Ella era como una playa pura e imperecedera, llena de sol y vida, de leyenda y tibieza, de sal y arena, como decía la canción. Para ella era el regalo del pintor, la nada en la que pintaba un mar para bañarla, para protegerla, para quererla. Una playa paradisíaca y un mar insondable. El paisaje perfecto.

-Y yo?

-Tú no existes.

15 sept 2009

Live! Crónica de un concierto de Michael Jackson

Enero 31 de 1970, los Jackson Five alcanzan el No.1 con “I Want You Back”. Diciembre 24 de 1982, mis padres me compran el álbum “Thriller”. Agosto 10 de 1997, tras años de soñar con una utopía, estoy a punto de asistir a un concierto de Michael Jackson.
     Es simple, por Alemania pasan centenares de artistas importantes anualmente. En Colombia sólo podría escuchar a Darío Gómez, el Charrito Negro o el Burro Mocho. La superestrella más grande del mundo no se presentará nunca en mi país. Ahora, en tierra germana, tengo la increíble oportunidad de humillar de por vida a mis paisanos. La entrada me costó los marcos reservados para los regalos de mi familia. Patrick, el amigo que me hospeda, accede a conducir treinta minutos para llevarme a la ciudad desde donde parte el bus turístico que recorrerá las tres horas hasta el autódromo de Hockenheimring, palabra que no soy capaz de pronunciar, pero que está impresa en el tiquete que pienso mandar a enmarcar apenas regrese a mi humilde patria.
     Patrick me recomienda a la organizadora del viaje. Me siento como un niño chiquito al que mandan en avión de la mano de la azafata, pero no me quejo. No me conviene quedar desprotegido, sin saber alemán, entre ochenta mil personas. Sonrío de manera estúpida a mi tutora que ni siquiera masculla el poco inglés que yo hablo. Debo verme ridículo. Patrick se burla y me abandona a mi suerte. A la madrugada, cuando el bus nos deje de nuevo en este punto, debo llamarlo desde un teléfono público y soportar los treinta minutos de espera y los insultos en alemán por despertarlo para que me recoja. No importa, estoy demasiado excitado con el concierto. Recuerdo mi adolescencia marcada con esos pegajosos ritmos, las películas llenas de efectos especiales, los imposibles pasos de danza, mis amigos perdidos en la década pasada, dulce nostalgia que se quemará con un deseo cumplido. Cuando empiezo a pensar que me sentiré muy sólo durante las tres horas de viaje, la guía me arrastra del brazo y me presenta a un par de quinceañeras pálidas y de ojos claros, las únicas menores de edad del paseo. Aunque parezco de diecisiete años estoy bastante más viejo y no me emociona que me encarten con niñitas. Una de ellas habla inglés, al menos no me aburriré tanto. La guía nos hace abordar el bus y siento un pequeño malestar al tener que cargar con ellas. Luego me doy cuenta de que el encarte soy yo, el indio que no habla alemán y se perdió en la catedral de Colonia. Las jovencitas serán las únicas que me sacarán sano y salvo de la multitud. Mientras el motor se enciende, decido convertirme en el más amable de los latinoamericanos. La hipocresía sale cara. La alemanita angloparlante no hace sino hablar de su club de fans. Ni en mi más inmadura juventud me hubiera inscrito en un circo de esos, a no ser que fuera de Baudelaire. Me distraigo mirando mi tiquete. Fahrerlarger, Durchführung, Stehplatz y la inverosímil Geschaftsbedingungen. Caray, veinte letras y no entiendo ni media. Prefiero aguantarme la perorata de la muchachita.
     Finalmente llegamos al autódromo. Está situado en un pueblito del que nunca supe el nombre. El bus se estaciona en un parque y la organizadora nos indica que hay que caminar varias concurridas cuadras para llegar al concierto. Yo no me desprendo de las niñas, estoy casi tan asustado como emocionado. Avanzamos hasta la entrada donde requisan los maletines. Recuerdo que quería traer una cámara fotográfica aunque estuvieran prohibidas. Pensé esconderla, como la botella de aguardiente Tapa Roja cuando iba al estadio Murillo Toro de Ibagué, pero supuse que aquí sí habría controles estrictos. Me equivoqué. Apenas miran mi morral arhuaco y me empujan con la muchedumbre. Ya adentro, el único que no tiene cámara soy yo. Carajo, debí haber seguido mis corruptos instintos tercermundistas. Me sorprende el paisaje. Parece más una playa que un concierto. Como estamos en verano y el sol es sofocante la gente ha decidido broncearse en la gramilla. La asistencia no es la que pensaba, en realidad son ochenta y cinco mil personas. Un mar de gente, como se ha dicho tantas veces. Venden todo tipo de productos alusivos al rey del pop, incluyendo su propia gaseosa. Qué fenómeno de masas! Trato de imaginar las millonadas de dólares que se mueven tras cada canción, las manipulaciones comerciales, la privacidad perdida, la vida vertiginosa. Recuerdo de nuevo mi pubertad y sus ídolos plastificados. La visión adulta me causa angustia existencial. No quiero pensar en eso. Ahora estoy cumpliendo uno de mis sueños juveniles y me costó ciento diez marcos, así que voy a disfrutar cada segundo. Hay que esperar varias horas. Mientras tanto converso con la jovencita, me deshidrato y siento como mi emoción aumenta. He regresado a la etapa adolescente. Ajusto mi reloj digital en cuenta regresiva y me obligo a orinar en uno de los inodoros portátiles para evitar futuras interrupciones. De regreso del baño me extravío. El pánico se apodera momentáneamente de mí. Intento recrear el camino hacia el bus pero no puedo, estaba demasiado excitado y no puse atención por confiarme en las chicas. Ya me imagino durmiendo bajo un puente de setecientos años cuando una de las quinceañeras me rescata. Suspiro el danke más sincero de todo mi viaje por Alemania.
     Los últimos minutos son desesperantes. Todavía me parece un sueño del que vendrán a despertarme. Mi corazón es una batería funky, las manos me sudan y no puedo apartar la mirada del imponente escenario frente a mí. Estoy hipnotizado, expectante y temeroso de que me dé un cardiaco. La alarma del reloj chilla. Ya lo sabía, pues contaba los segundos mentalmente. Ahora quedo dependiendo de la voluntad de Jackson. Me siento más niñito que cuando Patrick me encomendó a la guía. Estoy tan concentrado que el inicio del concierto me sorprende. Lo que sigue lo viví como un ensueño imposible de describir en mi estado de dichosa enajenación mental. Recuerdo que salté, grité, canté y lloré un par de veces. Me dejé llevar totalmente por la euforia colectiva. No me importa que mis compañeros poetas me reclamarán esa adición a la cultura comercializada tan lejana del arte supremo que ellos creen tener. Sólo existen Van Gogh y Berlioz y Flaubert. Y mercí y quesquecé y yenencepá. Y todo lo que sea francés, intelectual y suene supercalifragilístico. No puedo darme el lujo de leer un cómic de Batman, disfrutar una película de James Bond o escuchar un disco de Prince. Eso es comercial, cultura de masas, contracultura, fenómeno publicitario, pecado indigno de cualquiera que se atreva a sacralizar el arte. Se supone que soy un poeta, luego ese infierno terrenal me está vedado. Debo remitirme exclusivamente a las altas esferas de la música clásica, la pintura impresionista y el boom latinoamericano. Me importa un comino. Yo estoy feliz en un concierto del cantante más vendido y controvertido del mundo. Et quoi?
     Me demoré cinco minutos para comprender que el concierto había terminado. Pasaron exactamente dos horas y media que parecieron un instante. La alemanita no intenta hablarme más y me arrastra de la camisa hacia el bus. Supongo se lamenta de que la hayan encartado conmigo. Durante casi todo el viaje trato de perpetuar el momento en mi memoria y apenas me despido de las chicas al momento de bajarme. Sólo regreso a mi edad adulta en la caseta telefónica, a las tres de la madrugada, cuando descubro que no tengo ninguna moneda para llamar. No me preocupa, hay un puente muy cómodo en la cuadra siguiente.

(1997)

8 sept 2009

Dictaduras, novelas de nunca acabar...


Quién lo diría? Después de Videlas, Pinochets y Trujillos; después de siglos de libertad y democracia, parece que las dictaduras han vuelto. Algunas, con el metálico sonido del golpe militar; otras, con soterradas manipulaciones a la constitución. Pero todas, desde luego, con ese clima turbio y denso de la vigilancia, la persecución y el miedo; todas con el beneplácito de ciertos sectores que sonríen hipócritas con los bolsillos llenos y con la gran masa deshumanizada, sin derechos ni libertades.
     Cuando abrí este blog prometí ante una foto de Bill Gates y un diccionario Español-Computación que no iba a tratar aquellos tres temas que podían causar escozor y polémica: política, religión y fútbol. Que no clasifique la selección, que pululen las iglesias de garaje, que se roben las elecciones... No importa, aquí hablaríamos de literatura, de música, de arte. Éste no se supone que sea un espacio que de pie a discusiones y polarizaciones.
     Por eso, cedo mis palabras a los que sí saben escribir. Recordaré brevemente algunas de las novelas de dictaduras en América con la ilusión de que el desocupado lector que pierde dos minutos leyendo este artículo invierta un par de horas en ese recorrido literario e histórico que nadie quiere repetir. Al menos en teoría.
     Empecemos por Gabriel García Márquez y “El Otoño Del Patriarca”, hermoso y patético retrato del tradicional dictador tropical que acaba con un país y se ve envejecer pálido y solitario, envuelto en su propia egomanía y su retahila de fracasos.
     “Yo El Supremo”, la obra magna de Augusto Roa Bastos, denuncia la dictadura en Paraguay de José Gaspar Rodríguez de Francia y, en una narración brillantemente construida, la locura y la corrupción que envuelven al poder absoluto.
     Sobre el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo, el dictador Dominicano, hay dos novelas brillantes, “La Fiesta Del Chivo” de Mario Vargas Llosa y “La Maravillosa Vida Breve De Oscar Wao” de Junot Díaz. La primera, con la maravillosa prosa a la que nos tiene acostumbrados el autor peruano, y la segunda alucinante, caleidoscópica y cifrada de datos que van desde la obra de Tolkien hasta el mismo Vargas Llosa.
     Finalmente, y sólo para no alargar más este artículo, nombraré a “Demasiados Héroes” de Laura Restrepo, que narra una historia de amor algo turbulenta enmarcada en la dictadura argentina de Videla y la Junta Militar.
     Sé que se me quedan muchísimas por fuera y que de las mencionadas apenas sí di un par de datos. Lo único que pretendo es dejar en mi desocupado lector la curiosidad suficiente para buscar las previamente nombradas y otras como “El Señor Presidente” de Miguel Ángel Asturias, “Conversación En La Catedral” de Vargas Llosa, “El Recurso Del Método” de Alejo Carpentier, “Maten Al León” de Jorge Ibargüengoitia, "Sostiene Pereira" de Antonio Tabucci, "Una Brigada Para El Caudillo" de Héctor Sánchez, e incluso el “Facundo” de Domingo Faustino Sarmiento o el “Tirano Banderas” del español Valle-Inclán.
     A veces es mejor despertar la polémica desde el ámbito de la ficción.